El servicio (pre)militar es en Bolivia un importante rito de paso que algunas mujeres se animaron a probar. ¿Pero qué pasa cuando el que prueba es el hijito de mamá? Porque por muy adultos que sean, para las madres los hijos siempre serán los hijitos de mamá.
Las botas también se heredan… y de madre a hijo.
Con un remiendo e inventiva, el soldado-niño queda pulcro e impecable con el uniforme camuflado que su mamá había usado durante el servicio premilitar, hace más de 20 años.
Ahora, las botas talla 36 ya no le entran a José, que en los últimos ocho años ha crecido como un roble. Ahora tiene las propias y promete que va a regresar del Regimiento 27 de Infantería, situado cerca de la localidad de Colcha-K, Potosí, con grado y listo para ingresar a la universidad.
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Del cajón de los recuerdos que toda madre cuida, había salido el uniforme camuflado con los marbetes de la Fuerza Aérea Boliviana (FAB) y una historia.
– ¿De cómo tienes este uniforme?–, preguntó el hijo.
Comenzaba el siglo XXI y la convocatoria del servicio premilitar para mujeres tuvo una respuesta masiva. En el patio de la base aérea de la FAB, en El Alto, se congregaron centenares de señoritas en perfecta formación por escuadras.
– Ahí le he contado que he ido a la “pre”. Por eso también se ha animado a ir al cuartel, cuenta Taibi.
– Como tú has ido a la “pre”, yo tengo que ir al cuartel.
Así se fue José por un año, en el primer escalafón 2023. De nada sirvieron los argumentos para disuadirlo, pues el joven insistió en ser uno de los Legionarios que custodian la frontera con Chile bajo el rigor del frío, que oscila entre los -2 y -6 grados centígrados, y el incesante viento.
La familia intentó que el Regimiento Colorados Escolta Presidencial fuese el cobijo de José, pero él tenía planes distintos, así que se presentó en el Estado Mayor, en Miraflores, donde sin pestañear se ofreció a viajar a la frontera.
Las madres de soldados no lloran
– Que hubiera sido un mal hijo, que me hubiera hecho renegar en el colegio yéndose a tomar o trayendo notas bajas, hubiera dicho que “sufra, que aprenda”, pero él no es así. Él hace en la casa–, dice la resignada aunque orgullosa mamá.
Hay que tener el corazón bien puesto para la despedida. Con un prólogo de horas, en las afueras del Estado Mayor, por fin una voz de mando permite el ingreso de los padres y madres para el adiós.
Mientras la ronda de recomendaciones de los familiares envuelve a José, su madre desvía las lágrimas para que no rueden por su rostro. ¿Cómo hace una madre para no llorar ante la partida de un hijo?
– Dentro de mí me digo: “no voy a llorar, no voy a llorar”, porque se va a sentir mal y va a tener pena.
El bus saldrá a medianoche del cuartel del Estado Mayor. Como si fuese la noche previa a un parto, los padres y madres no se mueven del lugar, ya que quieren ver partir a sus hijos. Los que tienen auto propio irán detrás del bus y reportarán los incidentes del viaje, sobre todo ese “llegaron sin novedad” que devolverá algo de paz a todos.
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Han pasado días y Taibi no puede dormir. Y si lo logra, tiene pesadillas: su José siendo golpeado o herido.
A las dos semanas, una videollamada conecta a la familia. El uso de celular está permitido desde el viernes por la noche hasta el domingo por la tarde. Mientras la ropa que ha lavado está secándose, José aprovecha para conversar: bendita sea la tecnología en estos casos y benditos los lazos de cariño. La lana anudada en la muñeca de José para combatir el amartelo sigue allí.
La cacha o cajón de madera que usan los conscriptos como valija guarda una fotografía familiar, jabón, pasta de dientes, tostado (cereales), galletas, ropa interior, medias, poleras, guantes, pasamontañas, hilo, aguja, toalla, cepillo para lustrar las botas e implementos para limpiar el fusil.
Con el transcurrir de las semanas, la ausencia de José se siente en cada rincón de la casa. Su cariño hace falta y también su ayuda.
– Yo le enseñé a cocinar y, en días ajetreados, él hacía el arroz o el fideo, preparaba la papa, y yo sabía que tenía que comprar solamente la carne.
La sorpresa
Es sábado y Taibi cuenta las horas para emprender viaje junto a su hermana. Ambas van a sorprender a José. Por la noche salen de la terminal de buses rumbo a la ciudad potosina de Uyuni. Una vez allí contratan un minibús para llegar a Colcha-K, recorrido que hacen con el salar de Uyuni como paisaje.
Son las 11.00 del domingo. Más ansiosas que cansadas, aguardan sentadas en asientos de adobe fuera del cuartel. José las ve y no puede creerlo. Se abrazan y ríen.
Taibi sirve el chicharrón de cerdo, el plato preferido de su hijo, que preparó el día anterior, pero además insiste en que coma un plato paceño en el restaurante que está en la placita del pueblo, a unos 15 minutos de caminata desde el cuartel.
–Tanta es mi felicidad que ni hambre tengo. Como, pero poco. Verlo, abrazarlo, me ha llenado y eso que ni siquiera había desayunado.
Un helado de postre para endulzar la despedida y Taibi le entrega los 200 bolivianos que ha reunido la familia. El mismo monto que hace meses cosió en las lengüetas de las zapatillas de José, para que los soldados antiguos no se los quiten, como se rumorea que ocurre.
Un último paseo por el “pueblo fantasma” y la despedida, esta vez menos triste, menos cargada de angustia.
– No tienes que ser ni bocón ni peleonero, si eres así, los antiguos te van a agarrar de su puerquito; tampoco dejes que te abusen –recomienda la madre apoyada por la tía. A medio año volverán con el resto de la familia, prometen.
José dice que sí a todo a la mujer a la que llama “Taibi”, no mamá. Ser hijo de una madre joven ha hecho que entre ambos haya un lazo singular blindado por el amor.
El año pasará pronto, espera Taibi, que añora a ese joven que en la calle le da su brazo y hace que ella se sienta protegida, como cuando vivía su padre.
Cuándo decir GRACIAS, hoy, mañana y siempre, a cada una/uno de ustedes por el trabajo extraordinario, que más que trabajo, es amor. Muchos años más Revista Rascacielos.