¿Habrá sido la más exitosa articulación entre gobiernos del Cono Sur la que lograron las dictaduras en los años 70? A la guerra en taxi narra este capítulo sobre la Operación Cóndor y sus presas bolivianas, desde la experiencia de periodistas y políticos en el exilio en Argentina.
El periodista Óscar Peña Franco fue sorprendido por los agentes cuando se disponía a salir de su domicilio rumbo a su periódico. “Temí lo peor, porque llegaron en autos Ford Falcon y vestían de civil”, diría días después en alusión a los paramilitares de la Triple A que utilizaban ese tipo de vehículos para sus “paseos” de la muerte. Su colega Luis Eduardo (Ted) Córdova-Claure se encontraba en la redacción de su diario cuando fue informado por su hijo mediante una llamada telefónica que la Policía estaba allanando su vivienda. Dejó a medio escribir la crónica que estaba redactando y se dirigió volando a su departamento. “El que nada debe, nada teme”, se había dicho, pero al llegar, fue detenido.
Peña Franco y Córdova-Claure eran dos conocidos e influyentes periodistas del exilio boliviano en Argentina. El primero, como jefe de Redacción de El Cronista Comercial; el segundo, como jefe de la Sección Internacional de La Opinión. Peña Franco se había desempeñado como subsecretario de Información del gobierno del general Juan José Torres, en tanto que Córdova-Claure, reportero de prestigio en los medios periodísticos latinoamericanos, había llegado a Buenos Aires tres años antes todavía convaleciente de los siete balazos que recibió durante el golpe del 21 de agosto de 1971.
Ambos fueron conducidos sin mediar explicación alguna a dependencias de la Policía Federal, por entonces bajo la dirección del temible comisario Alberto Villar, uno de los jefes de la Triple A. Incomunicados y sometidos a exhaustivos interrogatorios, no se enteraron de que junto a ellos también habían sido detenidos varios políticos exiliados, incluidos el líder de la Central Obrera Boliviana (COB), Juan Lechín Oquendo, el dirigente movimientista Edil Sandoval Morón y los hermanos Jorge y Samuel Gallardo, exministros del gobierno del general Torres.
El almanaque de ese 1974 marcaba viernes 3 de mayo. Juan Domingo Perón llevaba siete meses en la Casa Rosada, tras los 49 días de la “primavera democrática” del “Tío” Héctor José Cámpora y los tres meses de interinato de Raúl Alberto Lastiri, el yerno de José López Rega, El brujo. Para entonces, la represión se había extendido a lo largo y ancho del país, tanto la estatal, a cargo de la Policía y el Ejército, como la paraestatal de las bandas paramilitares de ultraderecha. Unos y otros se afanaban en la tarea de aniquilar a la militancia de la izquierda argentina, la parlamentaria y la guerrillera, en una campaña de terror que pronto alcanzaría al exilio latinoamericano.
La Policía vinculó inicialmente la redada de bolivianos con “una investigación relacionada con el tráfico de drogas”. Astuto y curtido en mil batallas, Lechín Oquendo se las olió y advirtió a los policías: “Aquí no encontrarán nada, así que cuidado con estar sembrando paquetes con polvitos blancos”. Después se supo, como reveló Noticias, diario vinculado a la izquierda peronista, que la orden había emanado del ministerio del Interior y que “había obedecido a un pedido de las autoridades bolivianas”.
El propio Banzer reconocería días después, según publicó la prensa bonaerense, que había solicitado al gobierno argentino “un mayor control sobre las actividades” de los dirigentes exiliados, con el argumento de que “no es lógico que gente que está en condición de asilada, se permita hacer manifestaciones y declaraciones”.
El dictador se refería al manifiesto que habían suscrito una semana antes los principales líderes de la izquierda boliviana, en el que denunciaban la intención del “gobierno dictatorial sometido al dominio extranjero” de perpetuarse en el poder. El documento fue presentado en un hotel de Buenos Aires por el general Torres, el expresidente Hernán Siles Zuazo, Lechín Oquendo y el dirigente socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz.
Fue Quiroga Santa Cruz quien hizo la primera denuncia sobre el surgimiento de una “internacional de la represión política a nivel gubernamental”, organizada por las dictaduras del Cono Sur, que se concretaría en los meses siguientes con la Operación Cóndor.
Cuatro meses antes, como recordó Noticias, el ministro boliviano del Interior, coronel Walter Castro Avendaño, había admitido que existía una “coordinación informativa” entre los organismos de seguridad de Bolivia y Argentina, y había revelado que los servicios de seguridad de su gobierno seguían “al milímetro los pasos de los exiliados” radicados en los países vecinos.
La redada comenzó con el allanamiento del domicilio de Quiroga Santa Cruz, quien, sin embargo, se había puesto a buen recaudo antes de que llegaran los agentes.
Fue Quiroga Santa Cruz quien hizo la primera denuncia sobre el surgimiento de una “internacional de la represión política a nivel gubernamental”, organizada por las dictaduras del Cono Sur, que se concretaría en los meses siguientes con la Operación Cóndor.
Lo hizo una semana después del golpe pinochetista, perpetrado el 11 de septiembre de 1973, a raíz de la entrega de decenas de ciudadanos bolivianos radicados en Chile a la dictadura banzerista. En un telegrama dirigido al Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), Sadrudin Aga Khan, afirmó que las dictaduras de la región estaban aplicando un “principio de extraterritorialidad”.
La denuncia no tardó en convertirse en macabra realidad. El general chileno Carlos Prats González, excomandante en Jefe del Ejército y exministro de Defensa de Salvador Allende, fue asesinado junto a su esposa, Sofía Cutbert, el 30 de septiembre de 1974, en un barrio residencial de Buenos Aires, mediante una bomba colocada en la caja de cambios de su auto.
La misma suerte correrían los parlamentarios uruguayos Zelmar Michelini Guarch, del Frente Amplio, y Héctor Gutiérrez Ruiz, del Partido Nacional, secuestrados en pleno centro de Buenos Aires y asesinados en un descampado el 20 de mayo de 1976, y el general Juan José Torres, secuestrado y asesinado 12 días después, el 2 de junio.
Las acusaciones contra los exiliados bolivianos, si las hubo, quedaron en nada. Los detenidos fueron recuperando su libertad en los días siguientes a su detención, gracias, según se decía en la colonia boliviana, a la vieja amistad de Siles Zuazo y Lechín Oquendo con el general Perón, con quien habían hecho buenas migas durante el primer gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (1952-56). De hecho, tras la batida policial, el mandatario argentino recibió a Siles Zuazo en su residencia de Olivos, pero el terror ya estaba instalado entre los exiliados bolivianos. “¿Quiénes serán los próximos?”, se preguntaban.
Los universitarios en Córdoba
La noticia corrió como un reguero de pólvora, el viernes 5 de diciembre de ese aciago año. Las radios porteñas adelantaron la información, pero la comunicación boca a boca del exilio boliviano precisó los detalles: en un descampado adyacente a una ruta provincial, a siete kilómetros de la capital cordobesa, el propietario de un horno de ladrillos había encontrado los cadáveres de cuatro personas. La policía encontraría horas más tarde otros cinco, a un kilómetro y medio del primer hallazgo.
Nueve hombres, todos estudiantes, de entre 20 y 29 años. Los cuerpos tenían las manos atadas a la espalda, con la boca y los ojos cubiertos con trapos. Todos presentaban heridas de arma de fuego y habían sido ultimados con un disparo en la cabeza. Mostraban, además, hematomas en distintas partes del cuerpo a causa de las torturas y, algunos de ellos, balazos en el tórax.
Los documentos de identidad encontrados en sus bolsillos permitieron a la prensa publicar, ese mismo día, los nombres y países de procedencia de las víctimas. Cinco eran bolivianos: David Rodríguez Nina, Luis Rodney Salinas Burgos, Jaime Moreira Sánchez, Luis Villalba Álvarez y Alfredo Saavedra Alfaro.
El crimen múltiple conmovió a Córdoba y al país entero. “… en las esquinas, en los hogares y el trabajo, había miradas tristes y rostros silenciosos. Nueve jóvenes –nadie había determinado si eran inocentes o culpables de algo– fueron arrancados de su morada y llevados a las afueras, siguiendo el ritual de siempre, el que termina con las ejecuciones ya rutinarias de la madrugada. No queda lugar para las palabras: cada uno en su conciencia cavilará sobre estos hechos que nos tocan de cerca y se llevará en sueños, transfiguradas, las imágenes de esta realidad tan difícil de entender”, escribió al día siguiente el diario La Voz del Interior de Córdoba.
En un “parte de guerra” distribuido a la prensa horas después del macabro suceso, el autodenominado “Comando Libertadores de América (CLA)-Pelotón General Cáceres Monié. Regional Córdoba”, la “marca” cordobesa de la Triple A, se adjudicó el asesinato colectivo. El CLA, según se supo durante las investigaciones abiertas años después, era una banda integrada por policías, militares y civiles bajo el mando de Héctor Pedro Vergez, un capitán del Grupo de Operaciones Especiales del Destacamento de Inteligencia enviado a Córdoba por José López Rega, y la coordinación del propio Luciano Benjamín Menéndez, comandante del III Cuerpo de Ejército, quien sería condenado años después por una treintena de crímenes de lesa humanidad.
Las víctimas eran universitarios. Cuatro cursaban en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Córdoba y uno en la Universidad Tecnológica Nacional. Ninguno tenía militancia política. Moreira Sánchez (24 años), Rodríguez Nina (21), Saavedra Alfaro (23) y Salinas Burgos (21) eran potosinos; Villalba Álvarez (25), tarijeño. Los cinco fueron secuestrados la noche del 3 de diciembre de una pensión ubicada en el barrio Jardín, donde residían desde su llegada a Córdoba.
El “Parte de Guerra N°18” del CLA acusaba a los estudiantes de ser “integrantes de la subversión apátrida y antinacional” y de “desarrollar actividades subversivas en nuestra querida Argentina que les brinda generosamente sus universidades”.
Los nueve estudiantes, cinco de ellos bolivianos, fueron sorprendidos por sus captores cuando realizaban un trabajo práctico en la pensión de la esquina Tacuarí y avenida Hipódromo.
La prensa enmarcó el hecho en la “brutal escalada criminal” que azotaba por entonces a la Argentina, una época de crueldad y terror extremos en que las víctimas de izquierda eran secuestradas, torturadas y ejecutadas extrajudicialmente. Según La Voz del Interior, que dio información detallada sobre el hecho, “ninguno de los jóvenes registraba antecedentes policiales por delitos comunes ni tampoco por actividades subversivas”.
Los estudiantes fueron sorprendidos por sus captores cuando realizaban un trabajo práctico en la pensión de la esquina Tacuarí y avenida Hipódromo, barrio Jardín. Si bien en la vivienda residían seis estudiantes (cinco bolivianos y un peruano), ese día se encontraban diez jóvenes, uno de los cuales logró esconderse y escapar a la masacre. De acuerdo con la información recogida por el diario cordobés, los paramilitares, que portaban armas cortas y largas, “no encontraron (en la vivienda) nada que pudiera dar pie a la sospecha de presuntas actividades subversivas, por lo que ninguno de los ocupantes de la casa fue detenido”.
Treinta y cuatro años después del hecho, La Voz del Interior publicó una entrevista al único sobreviviente, el décimo estudiante que había logrado burlar a los asesinos al ocultarse en la misma pensión, identificado como Cornelio Saavedra Alfaro, natural de Villazón y hermano de una de las víctimas, por entonces de 18 años, quien había viajado ese año a Córdoba para estudiar Geología en la Universidad Nacional.
“Eran alrededor de las 10:00 de la noche cuando sonó el timbre de la casa donde vivíamos (…) Desde afuera, uno gritó que era de la Policía y que debían allanarnos (…) Me asomé por la mirilla y vi a un policía frente a la puerta y otro al costado. Pedí que se identificara y mostró una placa. Cuando abrí la puerta, nos empujaron hasta una de las habitaciones y nos tiraron al piso boca abajo”, relató en la entrevista publicada el 29 de septiembre de 2009.
Cuando los policías se retiraron de la vivienda, Cornelio advirtió que los secuestradores les habían robado todo el dinero y algunos objetos de valor. Acudió a una comisaría para denunciar el hecho, pero los agentes policiales le dijeron: “Si ustedes piensan que les vamos a tomar una denuncia contra policías, están locos. La única forma es que digan que no estaban y no saben quiénes les robaron. Si no, rajen y no vuelvan”, relató.
El hecho conmovió al país entero. La Asociación de Docentes de Arquitectura y Urbanismo de Córdoba dijo “contemplar horrorizada cómo el fascismo se ensaña con nueve jóvenes estudiantes”, y afirmó no encontrar “más culpa en ellos que la de ser jóvenes y estudiantes”.
No fueron las únicas víctimas bolivianas de la “transnacional del crimen” y la Operación Cóndor en la Argentina de la dictadura y la Triple A. Según una estadística de la Asociación Nacional de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Mártires por la Liberación Nacional (Asofamd), difundida tras el retorno de la democracia en Bolivia, el saldo documentado por organizaciones defensoras de los derechos humanos y los propios consulados bolivianos incluye seis asesinados y 37 desaparecidos.
“Altamente peligroso”
Llegaron en un Ford Falcon a la hora del almuerzo. Eran cuatro civiles. Los acompañaba un boliviano, quien los había conducido hasta el lugar. Carlos Decker Molina prefiere no dar su nombre, porque dice entender por qué lo hizo. Lo reconoció cuando lo metieron al vehículo a empellones. Estaba tirado en el piso, en la parte trasera. Puso sus pies sobre su cuerpo, porque no tenía de otra, y escuchó que le decía: “Disculpame, pues, Chinito”, mientras el auto arrancaba a toda velocidad rumbo a la Policía con ambos detenidos.
La ciudad de Salta vivía los primeros calores del verano de 1976 y Carlos Decker, el Chino para sus colegas y compañeros, sobrellevaba su quinto año de exilio. Periodista, dirigente del sindicalismo de la prensa en Oruro y militante del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML), de orientación maoísta, conoció los sinsabores de la política como activista revolucionario a tiempo completo, tanto en Bolivia como en el destierro.
Para los canas todos éramos terroristas. Cuando no sabes, cuando ignoras lo que te preguntan, respondes simplemente: “No sé”, “no sé”. Y como no te creen, te picanean, pero sigues diciendo “no sé”.
—Fueron violentos con mi familia, a la que apuntaron con sus metralletas, mientras se llevaban papeles, los pocos libros que tenía y mi billetera con la guita del mes –relató al recordar el momento de su detención.
Como no había lugar en la cárcel de la Policía Federal, lo esposaron y lo metieron en el interior de un librero con puertas de vidrio; tiraron los archivadores que tenían dentro y le hicieron sentar a empujones. Quedó sentado dentro del librero sin poder levantar la cabeza, porque el espacio no se lo permitía, hasta que fue sometido a interrogatorios. Nunca le dijeron de qué delito lo acusaban.
—Tenían una lista de bolivianos buscados: gente del Ejército de Liberación Nacional (ELN), como el Chato (Oswaldo) Peredo. Buscaban también al Motete (Óscar) Zamora, mi jefe, a Samuel Gallardo, exministro del general Torres, y a Marcelo Quiroga Santa Cruz. Querían saber si el ELN tenía contactos con los Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que estaban en la sierra de Tucumán. No tenían clara la distinción entre los diferentes movimientos o partidos bolivianos. Para los canas todos éramos terroristas. Cuando no sabes, cuando ignoras lo que te preguntan, respondes simplemente: “No sé”, “no sé”. Y como no te creen, te picanean, pero sigues diciendo “no sé”.
Al Chino le iba muy bien en Salta. Incluso había ganado prestigio como reportero y editorialista del diario El Intransigente, uno de los más importantes de la provincia, y trabajaba al mismo tiempo como jefe de Prensa de la Central General Económica (CGE), una institución empresarial dirigida por empresarios de familias judías de orientación comunista, lo que le permitía moverse, según creía, con libertad y cierta “impunidad” en sus actividades de apoyo a la actividad clandestina de su partido dentro de Bolivia.
—Los chinos teníamos una avanzadilla en Salta que estaba a mi cargo. Era un grupo que entraba y salía de Bolivia con misiones sobre todo de organización de cuadros sindicales. Mi tapadera era la profesión de periodista –recordaría años después.
No recuerda cuánto tiempo estuvo preso, pero, gracias a las gestiones realizadas por los empresarios de la CGE, salió en libertad “controlada” al finalizar el verano.
—Quiero pensar que fueron dos o tres meses. Con mi mujer tratamos de precisar el tiempo que estuve detenido, pero se nos borró; pienso que son cosas del subconsciente, que elimina los malos recuerdos. Mi hija mayor dice que fueron dos meses.
El periodista Carlos Decker conoció los sinsabores de la política como activista revolucionario a tiempo completo, tanto en Bolivia como en el destierro.
Decker no fue el único periodista boliviano exiliado que conoció la persecución durante la dictadura argentina de los años 70. Antes pasaron por el mismo trance Óscar Peña Franco, Ted Córdova-Claure y Augusto Montesinos Hurtado, los tres en Buenos Aires. El Canalla Montesinos, como era conocido por sus amigos, fue secuestrado por un supuesto comando de la Triple A el 9 de octubre de 1974, cinco meses después de la detención de Peña Franco y Córdova-Claure. Corresponsal de la revista brasileña Veja, Montesinos fue liberado horas después gracias a la movilización de los corresponsales extranjeros.
A diferencia de ellos, que abandonaron Argentina tras su traumática experiencia, el Chino siguió trabajando en el diario y la CGE, seguro de que no volverían a molestarlo, pero sí, volvió a ser detenido, esta vez por la policía provincial. Se lo llevaron una noche. Entraron violentamente a su casa a la una o dos de mañana.
—Me pusieron una capucha y me metieron en una furgoneta junto a otros detenidos. Al día siguiente me clasificaron como “altamente peligroso” y me condujeron con un operativo digno de una película a la cárcel Modelo. Allí me raparon, me hicieron la “calle de la amargura”, yo desnudo, y me empujaron a una celda oscura, llena de presos comunes. El tipo que me empujó dijo: “Cójanselo, es un violador de niñas”. Fue horrible por el manoseo. Tuve suerte porque el “capo de la celda” prendió un mechero para cigarrillos y le iluminó la cara y dijo: “Déjenlo tranquilo, es político, lo he visto en la tele hablando de la CGE y de las diabladas bolivianas”.
Ciertamente, meses antes, había sido entrevistado en la televisión en dos ocasiones para hablar de un proyecto de los empresarios y sobre una visita de la diablada de Oruro a Salta.
—Al día siguiente me llevaron a una celda en los sótanos, donde solía cantar y recitar a voz en cuello hasta que me mojaban con agua fría. Finalmente me sacaron una noche y me “fusilaron” en el patio, simulacro en el que me oriné y luego de las risotadas me dieron libertad.
La detención de Decker había movilizado a la militancia maoísta tanto en Bolivia como en México, Francia, Suecia y otros países. El gobierno de Suecia le concedió visa, pero debía viajar a Buenos Aires para presentarse en el comité para los refugiados. Sin embargo, no podía dejar Salta porque estaba “residenciado”. No tuvo de otra. Huyó con su mujer y sus tres hijos. Luego de deambular por varios hoteluchos bonaerenses, viajaron a Suecia en septiembre de 1976.
Durante uno de los operativos represivos que siguieron al golpe banzerista del 21 de agosto de 1971 en Oruro, Decker fue dado por muerto. Así lo publicó la prensa internacional. Cuando un grupo de exiliados comentaba la noticia en el restaurante Pipo de Buenos Aires, el Chino entró sorpresivamente al lugar provocando la algarabía de sus
compatriotas. “¿No que estás muerto?”, le lanzó el poeta orureño Héctor Borda Leaño entre abrazos. “Si te han dado por muerto, quiere decir que vivirás muchos años”, agregó premonitorio.