Fotografía de Javier Mamani
Siempre imaginé a Anita, Anamar, Ana María Romero de Campero, como una leona; una de esas hembras majestuosas capaces de matar sin piedad para alimentar a sus cachorros. Las leonas se representan como el símbolo de Ia vigilancia, Ia fuerza y el instinto protector. Especiales entre los felinos, las leonas hacen Ia diferencia viviendo en manada. La protección de sus crías es su esencia. Sólo que para Anita Ia noción de “crías” era muy amplia.
De hecho, iba mucho más allá de los vínculos de sangre, colegas del periodismo, funcionarios/as a su mando, amistades, desvalidos, desheredados de Ia tierra y ninguneados del poder.
Desde esa noción ejerció primero el periodismo y después gestionó su papel como Defensora del Pueblo de Bolivia. Era una convicción que se fue arraigando a medida que pasaban los años. Fui testigo del proceso que Ia fue llevando de Ia ecuanimidad a Ia pasión política. Desde el feminismo, el estilo de liderazgo de Anita sería catalogado como “marianismo’, aludiendo al carácter de María, “Ia gran Madre”. Desde Ia Iglesia católica, “Ia santa madre”, como ella se refería, sería compromiso con los pobres. Era su propio camino y su particular forma de ser. Supongo que por ser huérfana de madre a temprana edad sufrió Ia ausencia de ese invisible, poderoso manto. Pero no se confundan, Anita no era sólo una madre protectora, era fundamentalmente una mujer de inteligencia y agudeza superiores, y una humanista.
Ese humanismo, en todo el sentido del término, Ia hizo ilustrada y sensible al mundo. Reconozco que prefería esa faceta suya mientras que me incomodaba su maternalismo y, sin embargo, ahora que ella ya no está, lo extraño.
Periodista y escritora, fue Ia primera defensora del Pueblo de Bolivia.