PERFIL
Cómo sobrevivir a las exigencias del mundo literario, dejar atrás la “medicalización de la tristeza” y llegar al podio.
La cita con Liliana Colanzi es en el pub The Post, acaso el último reducto de la bohemia washingtoniana a dos cuadras de la Casa Blanca, lugar en el que otrora enjugaban su sudor los periodistas del Washington Post en la época previa al magnate Jeff Bezos. De aquel mítico tugurio, sólo queda nostalgia y terciopelo raído en las paredes. El lugar está ahora abarrotado por burócratas que quieren desconectar de sus cansinos trabajos a partir de las 5 p.m.
Liliana entra al bar, pero prefiere quedarse cerca de la entrada, donde los alaridos de Johnny Cash dejan alguna oportunidad a la conversación. Aquellos tiempos en los que dejó su natal Santa Cruz y trabajó como mesera en Oxford quedan ya lejanos en su memoria, aunque sólo fuera hace 15 años.
Ahora más bien vive agazapada entre los bosques de Ithaca, poblado por 20.000 habitantes en la parte septentrional del estado de Nueva York, donde durante la mitad del año la media de temperatura se acerca a cero grados centígrados. Ya no se siente culpable de no estar viviendo la noche eterna de la capital cultural de EEUU, la Gran Manzana. Al contrario, Ithaca es algo así como un reducto bucólico de ilustración en vías de extinción, en un mundo que ha migrado masivamente hacia las grandes urbes.
Seis horas hacia el norte del bullicio de Manhattan, Brooklyn y Queens, la gente que va al pueblo suele estar relacionada con la agricultura, el comercio o con el motor económico, social y cultural de la zona: la Universidad de Cornell, donde Liliana se mudó en 2011 y enseña como profesora adjunta tras terminar el doctorado en 2017.
Sus compañeros de aulas fueron algunos de los más conocidos narradores bolivianos de la actualidad: Rodrigo Hasbún, Sebastián Antezana, Giovanna Rivero y Edmundo Paz Soldán, su pareja.
Es el último sábado de agosto en Washington, DC, y Colanzi está invitada a participar de la sesión “South American Fiction” en uno de los festivales literarios más grandes de EEUU: el National Book Festival, organizado por la Biblioteca del Congreso. Es la primera vez en 20 años de festival que un autor/a boliviano es invitado a participar como panelista. Llega media hora antes a la sala que poco a poco se va llenando, con un pantalón de pana y una camiseta celeste que la hace ver sencilla, y como entremés escucha a la narradora mexicana Cristina Rivera Garza, quien la precede.
El Walter E. Washington Convention Center de la capital, del tamaño de cuatro campos de fútbol, está repleto. Por sus puertas han pasado, este cálido día de agosto, al menos 200.000 personas para ver a decenas de escritores, académicos, periodistas e investigadores.
La primera planta, donde están las 40 aulas alfombradas, es digamos la zona noble donde se dan las tertulias con público. En el sótano, a modo de caballerizas, hay una centena de pasillos en los que la gente hace fila para su escritor favorito le firme un libro.
No es una feria del libro común, pues hay un solo vendedor de libros –la cadena Barnes & Noble– y los protagonistas no son los editores ni los libreros, sino los autores y el público, que están congregados para interactuar.
Por sus pasillos, otros años ha pasado gente tan distinguida como los premios Nobel Mario Vargas Llosa, Oram Pamuk o la recientemente fallecida Toni Morrison, y los invitados se dividen entre una diversidad de géneros capaces de seducir a todos los grupos etarios y tribus urbanas. Este año las lideran la cartelera la famosa jueza de la Corte Suprema, Ruth Bader Ginsburg, quien acude a la cita aún habiendo sufrido una operación de cáncer de páncreas días antes, el afamado chef José Andrés –una de las 100 personas más influyentes del mundo según Time– y la narradora Joyce Carol Oates, ganadora del National Book Award, por mencionar algunos.
Pero a estas alturas Colanzi ya no se deja impresionar fácilmente por sombras alargadas del circo literario. Tiene en su haber varias decenas de ferias del libro en las que justamente rehúye de los fastos y los corrillos de networking literario, aquellos en los que su pareja, Edmundo, se mueve como pez en el agua. Ella es más bien de andar por casa; tiende a ir hacia las esquinas, donde hábilmente y sin caer mal, esquiva discretamente los flashes y las chanzas.
Llegó tímida a EEUU para hacer un doctorado en literatura comparada y, tras años de lecturas interminables, admite que ya no está para cambiar de lenguaje ni de tribu virtual. Se mueve bien en un correcto inglés en algunas de las clases que imparte y en entrevistas, pero lo suyo es el desacomplejado castellano de Santa Cruz, tanto en sus propios textos como en los que escoge, corrige y publica para su editorial, Dum Dum Editora, que ya cuenta con seis títulos en escaparate y otros varios por llegar.
Su tesis doctoral, Animales, monstruos y cyborgs, masticada durante cinco años, pero vomitada en el teclado en 100 días, fue un estudio de literatura comparada entre siete autores latinoamericanos, uno de ellos el cochabambino Miguel Esquirol, y fue escrita en castellano, aunque el día de su disertación, y sin previo aviso, le dijeron que mejor la expusiera en inglés y así lo hizo sin menor objeción.
Su alma mater, la Universidad de Cornell, es un lugar ultracompetitivo, de tradición centenaria, lo que se conoce como las casas de estudio “Ivy League”, una suerte de club de excelencia educativa al noreste de EEUU formado por una docena de universidades que lideran rankings mundiales.
Por momentos, el ambiente le causaba tedio o intimidación, pero luego se dio cuenta de que ella padecía de un mal que aqueja a la mayoría del cuerpo docente y académico: el síndrome del impostor: “Cuando uno mismo cree que todos saben más, uno tiene que hacer de impostor para creerse que está al mismo nivel, más aún las mujeres; al final resulta un espejismo al que te acostumbras; puede volverse agotador estar al día de todo lo que pasa por allí, pero una vez que entiendes y asumes tu ritmo, te acostumbras”, dice Colanzi, quien resalta el valor casi sacro de las bibliotecas: “Literalmente es un espacio infinito, donde una puede prestarse libros de otras bibliotecas, que te llegan a tu propio casillero”.
Comenzó a escribir más o menos en serio con 17 años, notas culturales para el periódico El Nuevo Día, y estudió Comunicación Social en la UPSA. Dos décadas más tarde, se ha convertido en la única autora boliviana seleccionada por Bogotá 39 en 2018, entre los 39 escritores menores de 39 años más relevantes de América Latina.
En su casa, sus padres, empresarios de la industria maderera, no eran muy afectos a la literatura. Su hermana, 13 años mayor, tenía en la estantería una colección de literatura juvenil de Billiken, y Liliana, con ocho años, tomó Heidi como abrebocas y la ficción como refugio, hasta hoy.
Ya no lee Billiken, sino más bien la tonelada de cuentos –su especialidad–, poesía, novela, periodismo y ensayo, aquello que su profesión de investigadora y profesora le obliga a consumir. Su preferencia temática apunta a la ciencia ficción, lo que para Liliana a ratos es un género y a ratos un estilo de vida, pues a menudo mezcla realidad y fantasía. Para Colanzi, el insomnio y las drogas, la religión o las experiencias místicas pueden distorsionar nuestra forma de experimentar la realidad.
El punto más álgido de sus viajes se dio hacia 2012, cuando tuvo coqueteos con somníferos de prescripción y los ansiolíticos, tras padecer de insomnio crónico. En los pasillos de Cornell, un centro de alto rendimiento intelectual, vio correr el dopaje creativo, o lo que ella llama “medicalización de la tristeza”. “Cuando los tomaba me sentía más canchera”, recuerda, lo que la motivó a escribir en 2013 una crónica en el diario argentino más leído, Clarín, titulada “Cómo vencí mi adicción a los ansiolíticos”.
Tras contar sus aquelarres con detalle, en las semanas siguientes recibió más de 200 emails que fue respondiendo, uno a uno, durante ese año hasta agotar todos, como una suerte de madrina consejera.
De entre esos mundos paralelos, Liliana vive y revive una y otra vez Marte, acaso porque le recuerda a La Paz, o porque es su propia Comala. Lo cierto es que ella rápidamente la conecta con su mundo haciendo paralelos entre el coloniaje y la experiencia inmigrante.
De esos fantasmas habla en su más reciente compilación de cuentos Nuestro mundo muerto (El Cuervo, 2016; Eterna Cadencia, 2017): sobre sus fantasmas internos, sobre sus escarceos con otros planetas, sobre su fascinación por la experiencia de una realidad que se desintegra, su fascinación por los temas paranormales y por la literatura fantástica. Esas realidades paralelas que con tanta naturalidad conjuga entre Santa Cruz, como editora o activista feminista; en Cornell, como académica; y en el bosque de Ithaca, como lectora e imaginadora.
Tras una agotadora jornada en el Book Festival, Liliana vuelve al hotel para cambiarse y asistir a una cena con funcionarios del Banco Interamericano de Desarrollo. Antes de eso saca de una cajita una salteña del popular restaurante boliviano de Falls Church, Luzmari, que le encargó a un amigo, y le da dos mordiscos, medita y escribe un mensaje para su benefactor:
“Viviendo en Ithaca, Nueva York, una de mis nostalgias gastronómicas era el urucú, especia que le da el particular rubor a las salteñas y a la sopa de maní, y que tenía que reemplazar –no del todo convencida– con cúrcuma. Hasta que en un viaje a la frontera con Canadá descubrí en una tienda de productos latinoamericanos que los mexicanos le dan el nombre de achiote, y desde entonces no falta en mi cocina”.
En un siguiente mensaje, agradece amablemente y deja dos libros como retribución. Luego cierra la cajita, mete lo que queda de salteña al frigobar y sigue su periplo por la noche capitalina para al día siguiente volver a su bucólica Ithaca.