GUERRA Y PAZ
El otoño de 2018, pasear las calles de Isaac Babel, Kharkiv, Kiev, en Ucracnia, fue hermoso. ¿Qué sucedió? Tal vez se hayan soltado los jinetes de San Juan. Quizá sea el Armagedón. Y ni el sacrificio de los pueblos, del ucraniano hoy, pueda revertir la trazada senda de desgracia.
Ekaterina Martinenko a veces escribe desde algún lugar del Metropolitano donde se esconde la gente. A veces desde casa, en el baño que es el lugar más “seguro”. Ahora que los rusos están utilizando bombas térmicas, ya no hay lugar seguro. Hoy mataron a 70 ucranianos con una de ellas. A las tres de la mañana escribió que la despertaron las bombas. Sus padres viven en un pequeño pueblo del Donetsk, donde la casa paterna no tiene ventanas desde hace años por las explosiones. Ahora, allí, trajeron a los chechenos de Ramzan Kadyrov, el pedófilo amigo de Putin. Extremistas musulmanes contra la Ucrania ortodoxa ¿De qué siglo estamos hablando? Sin duda que tienen carta blanca para la degollina, la violación ¡Ay, de las mujeres que caigan en manos de los hijos del Profeta! El hinchado asesino, Vladimir Putin, hará lo necesario para salir bien parado aunque ya carece de pedestal. Su sueño era la gloria, pasar a la muerte con la grandeza de Alexander Nevski. Si no lo eliminan sus generales, a la usanza de la cheka con un tiro en la nuca, terminará como Milošević en la cárcel, allí morirá desinflado, a falta de botox, y no necesitará mesas largas para ocultar su miedo de la peste porque ya nadie ha de verlo. Maldita sea su sombra. En realidad, ya que ha despertado al medioevo, le correspondería una muerte acorde con la época, un afilado tronco de abedul.
Cuando recuerdo las calles de Kharkiv, sus malogrados edificios soviéticos de melancólicos jardines, arquitectura de grandeza, las recargadas mesas de Sharikoff, la vista panorámica de la ciudad mirando desde un gran ventanal donde almorzábamos con Kate, me pongo triste.
Ahora hay ruinas. El nuevo Hitler se ha lanzado sobre ella; la defienden fuerzas menores en mucho a los invasores, y civiles con armas, mujeres con Kalashnikovs. Han muerto escritoras, futbolistas, atletas, enfrentándose a los tanques. Mil años de guerra lleva esa tierra, y se creyó que treinta, desde su independencia, había cambiado la máscara de la muerte roja. No ha sido así. Los imperialistas rusos que, como siempre, envían a sus soldados campesinos ajenos a lo que sucede al matadero, inventaron una patraña semihistórica para justificarlo. Putin, cagado en los pantalones de miedo al virus, se encerró en los archivos a llenarse la cabecita de basura. Salió con su propio Mein Kampf y ahora quiere implementarlo. Ya ha sido derrotado, la batalla moral la ha perdido; incluso si obtiene una victoria arrasando las dos ciudades grandes de Ucrania, Kharkiv y Kiev, no conseguirá nada.
Quizá es el Armagedón, tal vez se han soltado los jinetes de San Juan, que se ha desempolvado el número de la Bestia y se han abierto los sellos. Poética de la muerte, la inevitabilidad del destino. El hombre es, ha sido y será lo de siempre, en su mala connotación. Ni incluso el sacrificio voluntario de los pueblos, del ucraniano hoy, podrá revertir la trazada senda de desgracia.
No me gusta por lo general Thomas Friedman, columnista del New York Times, pero creo que está en lo correcto al decir que la solución saldrá de las sombras del Kremlin, de los militares que observarán la demencia del amo. Paul Krugman, premio Nóbel de Economía, descarta que Rusia sea la potencia económica y militar que dice ser. Lo explica muy bien en un texto. En realidad, interpretándolo, este podría ser un castillo de naipes putiniano que se hundirá incendiando en derredor.
Siguiendo con la intelectualidad norteamericana, Fiona Hill afirma que ya estamos en una tercera guerra mundial; añade que el mundo como lo conocimos, con la aparente modernidad y desarrollo se ha esfumado. Hay un retroceso histórico cuyo principio está marcado por la invasión de Putin a Ucrania. Leía hace poco cómo se está calentando el hervidero de la república serbia en Bosnia. Y podemos saltar de un lugar a otro del mundo con focos de infección a punto de estallar. Quizá es el Armagedón, tal vez se han soltado los jinetes de San Juan, que se ha desempolvado el número de la Bestia y se han abierto los sellos. Poética de la muerte, la inevitabilidad del destino. El hombre es, ha sido y será lo de siempre, en su mala connotación. Ni incluso el sacrificio voluntario de los pueblos, del ucraniano hoy, podrá revertir la trazada senda de desgracia.
Cuando recuerdo las calles de Kharkiv, sus malogrados edificios soviéticos de melancólicos jardines, arquitectura de grandeza, las recargadas mesas de Sharikoff, la vista panorámica de la ciudad mirando desde un gran ventanal donde almorzábamos con Kate, me pongo triste.
Por supuesto que de la simbología del Libro de las Revelaciones, el Apocalipsis, se pueden elucubrar muchas cosas. Entrar en la metafísica, en los arcanos de la religión, en el Pecado Original, el destino, la grandeza y el pecado. Muchos Anticristos precedieron a Vladimiro Putin, hasta se quiso encumbrar en este ominoso cargo al imbécil de Donald Trump. Desconocemos si este será el último nominado. La lógica y la historia señalan que todo ya está definido, que se intentó en vano mimetizar lo que estaba ya dicho. No soy fatalista, para nada, ni tampoco crédulo en la bondad humana, pero según debe obligar la rebeldía hay que oponerse a los destinos señalados, si no de qué serviría vivir.
Hace tres años pasé una etapa que fue feliz en mi vida, en una tierra extraña a la que conocía de memoria por los libros, espacio donde pocos, o ninguno, hablaban mi lengua. Recuerdo llegando al gris, pobre, aeropuerto de Odessa, las sombras de parques que observaba desde el taxi aquella noche. Salí a caminar un par de cuadras. Otoño del 2018; me encontraba en la ciudad de Isaac Babel. Luego llegué a unos también pobres edificios de una planta que eran la parada de buses de Kharkiv. Caminé por las colinas. Me senté con los ancianos soviéticos a tomar la sombra en sus retiros de polvo. Llegué a Kiev y tomé un taxi hasta la calle de León Tolstoi. Subí por una oscura gruta hasta el quinto piso de mi libertad. Un café al paso, comprado a unos viejitos que tenían su cafetera en una vereda de mi calle. La señora, cubierta la cabeza con un chal decorado de flores, puso azúcar y revolvió el café para mí. El tirano de Moscú está bombardeando aquello. No es Zelensky ni el nazismo lo que persigue en su destrucción. Creyó hallar la redención matando y se ha suicidado. A un alto costo para los demás, a riesgo de enviar todo hacia el tiempo perdido.