Venezolanos o haitianos perdidos en la frontera hecha de río. Migrantes que cruzan aguas en busca de algo que, paradójicamente, han dejado atrás. La mitología se encarna en estos pasajeros.
Cruzando el altiplano existe una callecita veneciana perdida, uno de sus hilos acuosos deshilados. Las balsas no tienen asientos de terciopelo rojo y los balseritos no silban canciones elegantes; son navegantes mudos que llevan y traen, a veces sólo cosas, a veces sólo cuerpos, y muchas veces cuerpos con muchas cosas. Todos los domingos es un río silencioso, como un Tártaro llenito de hormigueros, con sus balseritos que van con garrafas y vuelven con aguardientes, van con unos y regresan con otros, todos sin caras; así, interminablemente.
Cruzando el agua del Desaguadero aparece a veces Venezuela y otras veces Haití.
Allí he visto Haití de carne y hueso. Y de su tierra, sólo la que su país trae andando en los zapatos; y de su futuro, sólo los que las madres cargan dormidos en sus brazos, sin saber que el agua que les lame los pies ya no es -y quizás ya no será nunca- la lengua del mar que han de ir olvidando de a poco.
Esos balseritos Desaguaderos son expertos transportadores de Orfeos perdidos, que cargando su propia alma se han animado a entrar y salir de los Hades de todos los mundos y que nunca, nunca, pueden mirar atrás, a su casa, a su familia, a su país, porque inmediatamente desaparecen; los siguen a donde sea que vayan mientras caminan siempre intentando salir de cualquier infierno del que estén escapando; pero, si apenas dan la vuelta con un poquito de nostalgia, con un poquito del interminable “y si regreso”, desaparecen.