Los dueños del boliche tuvieron un tink’azo. El jueves había que servir una dosis de canto y baile afrobolivianos. Los muebles del pub, discoteca, pizzería y restaurante, hechos para soportar a un elefante, responden bien el entusiasmo que provoca el ritmo casi tribal.
Lauro Ocampo, dueño junto a Eduardo Pando de Malegría, buscaba abrir algo alternativo porque, recuerda riendo, era demasiado hippie para Fórum, la discoteca de moda. Quería un lugar distinto, con música distinta, donde se hicieran cosas distintas y se viviera la fiesta de una forma también distinta. No por nada estos amigos enviaron a construir una barra “para que se suba un elefante”, lo que el carpintero no entendió ni logró hacer, de tal forma que “al final le pagamos pa’que nos preste sus herramientas”, cuenta Lauro.
─¿Y quién construyó la barra?─ pregunto.
─Yo─ contesta.
Para ese joven emprendedor, la música folklórica no merecía el último lugar, y por eso pensó traer a la saya a su local, para que fuera el centro de atención y no el ritmo que, junto con caporales, tinkus y morenadas, anunciara el fin de la fiesta.
Quería un lugar distinto, con música distinta, donde se hicieran cosas distintas y se viviera la fiesta de una forma también distinta.
“La vas a romper”
El primer Malegría arrancó con algo más de 10.000 dólares. Se dice que Lauro y Eduardo, ninguno mayor de 30 años, tuvieron que prestarse dinero para montar uno de los boliches más representativos de La Paz, pero lejos estaban de imaginar lo que lograrían con los años. De hecho, no necesitaron más de seis meses para devolver hasta el último centavo.
El montaje fue precario y la decoración corrió entre gustos y practicidad: tablas de construcción blanquinegras pintadas a mano, firmadas por “Keiko” y colgadas en la pared, junto con máscaras estilo africano, hicieron el atuendo del lugar, recuerda Gabriel Sánchez, uno de los primeros meseros. La música que sonaba era la que Lauro llevaba de su casa.
No pensaron siquiera en que hubiese control en la puerta, hasta que la primera trifulca los llevó a contratar a alguien que mediara en los desacuerdos. Lejos estaban de imaginar que un mes después requerirían los servicios de una empresa de seguridad y mayor personal, menos de sospechar que antes de cumplir el primer año, cadenas de radiotaxis “rogarían”, según Sánchez, ser “el radiotaxi oficial del Male”. A cambio del beneficio, la elegida ponía diariamente gratis de 15 a 20 autos para el traslado del personal.
¿Y cuándo y cómo se acuerda la presencia de la Saya? “Con Jorge Medina ─cuenta Lauro─ teníamos una relación de amistad, porque él había trabajado con mi papá en el Palacio de Gobierno. Yo era chiquito en ese tiempo, pero la amistad suya con mi familia perduró, así que cuando pensé en abrir un boliche lo llamé y le dije: “Vente a tocar a mi local, la vas a romper””.
Medina, a quien Ocampo describe como “más visionario que nosotros”, es presidente del Movimiento Cultural Saya Afroboliviano (Mocusabol), director ejecutivo del Centro Boliviano para el Desarrollo Integral y Comunitario (Cadic) y primer diputado afroboliviano.
Malegría es un pub, pizzería, discoteca y restaurante donde se presenta, sagradamente, la Saya Afroboliviana, cada jueves desde hace 20 años. De hecho, “el Male”, como le dicen todos, no sólo no era lo que es hoy, sino que ni existía cuando se acordó que la saya tocara allí cada semana.
El primero de tantos jueves de saya en Malegría, alrededor de 10 músicos se organizaron en la puerta. Tras los traguitos de calentamiento, cortesía de rigor de los dueños ─y un pago nada desdeñable─, la música se cortó y ellos irrumpieron en el local al ritmo del corazón de su raza cuando cruzaba la cordillera, según Lauro me cuenta que le contó Medina. Nadie entendía qué pasaba, qué hacía esa gente golpeando cajas y conchas al tres contra dos, mientras cholitas negras movían caderas, mantas y polleras, cantando a Belzu, a la fraternidad y “su música de protesta”. Los clientes desconcertados ante el llamado casi tribal de la saya en un boliche de la calle Goitia, comenzaron a seguir el ritmo hasta volver esa actuación un desmadre que terminó con músicos y bailarines sobre las barras, felizmente pensadas para un elefante. El éxito fue tal que el día de presentaciones establecido para el sábado se pasó al jueves, y desde entonces filas de gente en la calle confirman su deseo de ver y bailar saya.
Covid y milecentennials
En 2015, La Paz fue considerada la capital de mejor vida nocturna de todo el continente, según el libro de National Geographic, dada su variedad. Somos los más fiesteros de América, no únicamente por la cantidad de prestes, entradas y la necesidad de celebrar y lamentar todo con un trago en la mano, que no es poco, sino que, hasta hace unos años, en esta ciudad se tenía además un récord cuantitativo: jarana de lunes a lunes. Hoy, no sólo el covid ha terminado con esto, sino también los milecentennials, hijos de las pantallas, generaciones que viven conectadas. Hace 20 años la vida transcurría principalmente en las calles, en las noches, las plazas y los bares.
Confieso que pensé escribir este texto entrevistando a Jorge Medina: hablar de Marfa Inofuentes, su fallecida compañera de canto y lucha política, del Movimiento Afroboliviano y las conquistas de los últimos años, pero las cosas devinieron al lugar que visibilizó la saya como manifestación artística que merece un espacio central, o al menos igual, en el canon bailonguero de La Paz. Malegría posibilitó un escenario de buena fe que la Saya supo aprovechar para mostrar la cultura afro, pero también para vivirla cada jueves por ellos, sus ejecutantes, luego de una jornada alienante. Éste es un homenaje a ese feliz encuentro.
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