Las épocas felices jamás se olvidan y menos aún a quienes las hicieron posibles. Por eso, a Fernando Lozada Saldías, el artífice del Ave Sol, toca recordarlo hoy, y mañana y pasado…
Fue a principios de los noventa. Un amigo, no recuerdo quién, me llevó al Ave Sol para invitarme una jarra de “ron de la casa” (una delicia que venía acompañada de una copita de licor de mandarina). El local era minúsculo, pero acogedor a primera vista. Era una noche calmada; tomamos el ron y nos fuimos, pero el boliche ya me había conquistado y tenía que volver.
Lo hice a la semana siguiente y fue cuando conocí a Fernando Lozada y a Wilma, su esposa. Yo tenía 18 o 19 años. Era un niño en territorio de grandes. Recuerdo que toqué una canción y seguramente lo hice muy mal, pero los enternecí; Fernando me la hizo repetir unas tres veces esa misma noche. Yo quedé alucinado, pues llegaron músicos de renombre, ídolos, y Fernando era el centro de la velada; de rato en rato él se sentaba en su caja peruana y acompañaba la guitarreada con unos repiques, alguien tomaba el palo de lluvia y otro el charango y era como estar en un concierto privado.
Lo recuerdo nítidamente, porque fue una de las épocas más lindas de mi vida: me abrió el espíritu a nuevas experiencias. Es increíble cómo tengo imágenes tan claras de hace tanto tiempo. Recuerdo, por ejemplo, que el baño del Ave Sol siempre estaba grafiteado con cosas lindas, como: “Me gusta cuando llueve contigo; sin ti, francamente, prefiero un suculento ají de fideo y afuera que llueva si quiere”. También había una disputa, ya que alguien escribió: “Vivan los malos poetas, gracias a ellos seguimos escribiendo” y a la semana siguiente alguien le respondió, también en la pared del baño: “Los malos poetas no existen, poetas los hay o no”. Es que así era el espacio que había creado el Fernando; se respiraba cultura, literatura, música, incluso en el baño.
Con mi amigo Bismarck íbamos muy temprano. Ya estábamos en la puerta del Ave a las siete de la noche, esperando que llegara el Nelson (el Mandela) y abriera la puerta. El Nelson atendía la barra y nos mimaba (quizá también lo enternecíamos). El ron de la casa se servía en una jarra que se acompañaba de otra jarra de Coca Cola para que cada quien se sirviera a su gusto. El Nelson nos daba la jarra de coca bien cargadita de ron, de modo que nuestra platita rindiera. Éramos universitarios largados en esas épocas. Y felices, como nunca.
Y luego llegaban el Fernando y la Wilma para empezar a recibir a los importantes. Recuerdo noches de guitarreada con César y Emma Junaro, Jenny Cárdenas, el Papirri, Julio César Paredes, el Cayo Salamanca con su concertina y su quena, y muchos más. El Bis y yo escuchábamos boquiabiertos; de cuando en cuando, el Fer tenía la deferencia de pasarnos la guitarra y nos presentaba como si fuéramos la gran cosa, y el par de mocosos felices, extasiados en medio de tanto grande.
Se me quedaron grabados, desde esa época, los aros poéticos que le metía el Fer: “Cierto indivichuo más feroz que un megatelio adentrose por la noche en un cementerio, y no pudiendo saciar su pasión al punto, abrió una fosa y se cogió a un difunto…”. O también: “Dos monos de levante tramaban cogerse a un elefante, y el paquidermo, advirtiendo el estropicio, con la trompa se tapaba el orificio…” (inbox lo que quieran el final de los aros). Lo que no recuerdo son los poemas con una sola vocal que recitaba el Fernando (sólo recuerdo el de la i, “Miss Chijini dip’s sí, plis”, porque era el más cortito), pero deleitaban a la concurrencia que casi siempre atiborraba el pequeño ambiente.
En cierta ocasión, el Fernando pidió que hiciéramos silencio y anunció que ya eran las 23:30 y que, como el gobierno había decretado estado de sitio, sólo quedaban dos opciones: irnos ese momento o cerrar el boliche y quedarnos encerrados hasta el día siguiente. Obviamente elegimos lo segundo. Y claro, el Bis y yo, par de imberbes irresponsables, nos amanecimos en el Ave, mientras nuestras madres, preocupadas, llamaban a hospitales y morgue (en esa época no había celulares). Y como esa anécdota hay tantas más, que podría escribir un pequeño libro.
Pero el Ave Sol, fuera de las guitarreadas de fin de semana, tenía también un espacio para la literatura y eran los miércoles de lectura; muchos escritores consagrados y noveles se dieron cita allí. Esas veladas literarias eran quizá el origen y la esencia del boliche y, de hecho, el Fernando las mantuvo incluso cuando el local se cerró. Él se dio modos de seguir haciendo las veladas en otros lugares hasta que, finalmente halló un ambiente ideal en la Casa del Poeta, ese inmueble recuperado por la Alcaldía y donde Jaime Saenz había pasado sus últimos días.
Allí tuvimos varias lecturas, ya con autores de la editorial 3600, y Fernando, como siempre, fue el anfitrión perfecto, cálido, atento a los detalles. Poco antes de la pandemia tuvimos la última lectura, y también fue la última vez que lo vi. Estaba enfermito, pero lo disimulaba. Era fuerte y no quería perder la imagen de excelente anfitrión, no quería ceder el timón de su Ave Sol.
El Fer hizo más de lo que él sospechaba. Cambió vidas (seguramente yo no habría dejado la Economía si no hubiera conocido el Ave, por ejemplo), generó amistades, vínculos afectivos, recuerdos imperecederos. Hoy me toca recordarlo, y mañana y pasado. Porque esas épocas felices jamás se olvidan y menos aún a quienes las hicieron posibles.