El trabajo ganador y los finalistas del segundo Concurso nacional de crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, reunidos en el libro Viajes de inmigrante y otras crónicas, tienen en común no sólo la calidad narrativa sino la originalidad de la mirada y la rigurosidad de la investigación. Sólo queda leerlas, pues leer, como hacer crónica, es un acto político.
La crónica ―define Caparrós― es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir que ese mundo también puede ser otro. “La crónica es política”.
Ese carácter político se enfatiza en la crónica latinoamericana, apunta Cecilia Lanza. Y esto se debe, sostiene ella, “a la complejidad misma de nuestra historia que, plagada de revueltas, necesidades y demandas nunca satisfechas, parece ser un parto infinito”.
Infinito sí y también prolífico. Quizás por la urgencia de la denuncia, acaso por el énfasis de la mirada o por la tradición que heredamos, la crónica que se hace desde esta parte del mundo se afianza en su cantera política, adjetivo que a estas alturas sabe incluso a “mala palabra” cuando en su origen se remite a lo “común”.
Y toda comunidad se cimienta con las historias que la constituyen. Lo supo don Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, quien perpetuó con sus crónicas un tiempo colonial ahora inasible. Lo sabe Nemecio Esquivel Catunta, quien registra la migración contemporánea con su historia que es común a tantos.
¿Qué sería de nosotros ―que creemos que el mundo comienza cuando nacimos y termina cuando morimos― sin alguien que nos contara cómo era el mundo antes de nosotros?, apunta certera Lanza en el prólogo Viajes de inmigrante y otras crónicas (Ed. Gente Común), libro que publica el texto ganador y los finalistas del II Premio Nacional de Crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela de la revista Rascacielos.
En primera persona, la crónica premiada testimonia la historia de un boliviano que trabajó en talleres de costura de Buenos Aires y Sao Paulo. No hay condescendencia ni miserabilismo. “Me daba igual lo que encontraría. Había realizado el viaje porque en el fondo quería conocer otro país. Sólo escuchar el nombre de una ciudad extranjera me daba una curiosidad enorme”, dice el protagonista que disecciona las luces y sombras de la comunidad boliviana en el extranjero con mirada no exenta de humor.
“Los bolivianos tienen la virtud de ser muy trabajadores, decían los argentinos. Lástima que también tomen. Porque emborracharse es una religión. Así como la Argentina es un país que respira fútbol, los bolivianos que viven allá, todos los fines de semana (pero todos, sí o sí) toman cerveza, vino, van a los antros de la Rivadavia (Mágico, Eclíptico, Imperio, etc.) cerca de Liniers o asisten a una festividad boliviana, donde bailan como si fuera carnaval. Porque el boliviano acentúa su bolivianidad en el extranjero (…). Es como si quisieran que el argentino se aficionara a sus gustos”.
Los otros textos finalistas que se publican en el libro tienen en común no sólo la calidad narrativa sino la originalidad de la mirada y la rigurosidad de la investigación. Mauricio Rodríguez Medrano en “Los días de la fiebre” disecciona un precario sistema público de salud, lo sabíamos antes de la pandemia, incapaz de dar respuestas ante emergencias como el rebrote de la fiebre hemorrágica. Y lo hace, además, con una novedosa propuesta narrativa.
En “Joder lo público”, Roberto Condori Carita se interna en un cine porno paceño -sí, todavía existen- para interpelar la intolerancia ante las diversidades y prácticas sexuales. Es un desafío, un alegato y un delicioso relato: “Ya son las diez y media de la noche, las calles aledañas al cine están solitarias y vacías. Janis Joplin decía: Cada noche hago el amor con 25.000 personas en el escenario y luego me vuelvo sola a casa; un sentimiento similar, pero a baja escala, me coge aquí”.
Dos perfiles, la forma más riesgosa de la crónica en mi opinión, se incluyen entre los finalistas: “La rabia convertida en vocación” de Adriana Montenegro Oporto, que retrata a vida y obra de Beatriz Palacios, figura fundamental para el cine y los derechos de la mujer injustamente opacada, y “La primera mayordoma de la Casa Blanca”, de Óscar Leaño Isijara, que reconstruye la historia de Nelly, la boliviana que sabe los secretos de Bush y Obama.
Finalmente, en “Huellas que ladran” Max Vino Arcaya se enfoca en Tacha, condecorada rescatista canina, en una historia de “amistad” entre una perra y su humano.
Y vuelvo. La crónica es política, reafirmo, como política y valiente es la labor de quienes la impulsan. Para Rascacielos y su equipo de rebeldes, larga vida.