No hay forma de prepararse para afrontar el cáncer, y la situación empeora con una pandemia, cuarentena rígida y un sistema de salud precario. En medio del drama, uno se pregunta: ¿por qué en los hospitales pasan películas sobre enfermos terminales?
Lucha contra la negación
He visto tantas películas en las que el médico dice “cáncer”, que la escena que estoy viviendo ―sentada al lado de mi madre en un consultorio público de tres por cuatro un viernes a las 15.45― me resulta de cierta forma familiar, aunque jamás pensé que experimentaría este giro: el tiempo detenido, lo suficiente para avizorar el pasado que nos trajo a este punto y el futuro que nos lleva a una guerra.
Más tarde, mi madre me diría que para ella esta escena fue un solo plano detalle acercándose a su asesino plasmado en una placa de acetato.
Después del silencio incómodo, me abstengo de preguntar por el tiempo de vida que le queda, como había visto en el cine, prefiero preguntar por el margen de error del diagnóstico. Pese a que la tomografía es clara y que el volumen del tumor no deja lugar a dudas, pese a que los síntomas después de tres años de diagnósticos incorrectos tienen una causa, existe la mínima posibilidad de que esa masa sea benigna. Y esa posibilidad, por ínfima que sea, existe hasta que la biopsia demuestre lo contrario.
El especialista, entusiasta y empático, como la mayoría de los jóvenes médicos que aún no se han acostumbrado a dar esas noticias, explica lo que significa la famosa “guerra contra el cáncer” en menos de los quince minutos que quedan de la consulta. Afuera se escucha una murmuración preapocalíptica mezclada con noticias de última hora; adentro, la respiración dificultosa por el barbijo al que mi madre todavía no se acostumbra, mezclada con la voz ahogada por la mascarilla del médico.
El especialista, entusiasta y empático, como la mayoría de los jóvenes médicos que aún no se han acostumbrado a dar esas noticias, explica lo que significa la famosa “guerra contra el cáncer” en menos de los quince minutos que quedan de la consulta.
Un siglo y medio de investigación resumido en: una célula del tejido vesical no copió bien la información genética del ADN y se dividió con esta mutación millones de veces hasta formar el tumor.
A mediados de 1800 se creía que la enfermedad era causada por una fuerza invisible. El patólogo Rudolf Virchow descubre que solo era invisible al ojo humano. Gracias a su observación microscópica desarrolla la teoría celular: el cuerpo está formado por células, estas nacen al dividirse de otra célula para regenerar tejidos, mueren para mantener equilibrada su cantidad. El cáncer es la división celular incontrolable. Pero atribuye su origen a una causa externa a la célula. Dos asistentes suyos comprenderían que la causa está dentro de la célula cancerosa.
A finales de 1800, se formulan teorías cromosómicas. Von Hansemann nota que los cromosomas del cáncer son anormales, son mutaciones. Theodor Boveri nota que los cromosomas contienen la información celular que, a veces, muta.
A principios de 1900, progresa la teoría genética. Thomas Morgan nota que los cromosomas tienen genes y que cuando mutan pueden pasar esa mutación a la siguiente generación. Oswald Avery nota que el transportador de genes es un compuesto químico: ADN, el culpable de la mutación al no copiar bien la información en la división celular.
A finales de 1900 se descubre a los genes causantes del cáncer. El gen que le ordena a la célula que se divida y el gen que le ordena que se muera.
Cada cuerpo experimenta alrededor de quinientas mutaciones al año, el sistema inmune las elimina. Cuando no lo logra, nace la enfermedad más conocida, estudiada y temida de la humanidad
La guerra contra el cáncer es simple de explicar, pero difícil de realizar: consiste en eliminar estas células sin matar al huésped.
―Ya no puedo hacer más, señora María. Voy a derivar la atención a un hospital de tercer nivel ―concluye el médico.
María contiene las lágrimas sin éxito. Sus manos tuercen y retuercen el pañuelo desechable que le doy. Baja la cabeza como avergonzada, como temerosa, como desahuciada, mientras el médico pinta en la hoja de copias químicas “Urgente” con el sonido metálico del escritorio. El reloj a sus espaldas marca las cuatro de la tarde.
Si hay algo peor que ser diagnosticado con cáncer, es ser diagnosticado con cáncer en plena pandemia y cuarentena.
Un año antes de ese viernes a las cuatro de la tarde, el mundo ni se imaginaba que un nuevo virus acechaba, María tampoco se imaginaba que el cáncer la había escogido. En esa época el Seguro Único de Salud se amplió para menores de sesenta años. El médico general del centro de salud corroboró lo que otros médicos dijeron los últimos años: “Infección”, sólo que esta vez los antibióticos fueron prestaciones del seguro.
Una hora antes de las cuatro de la tarde, mientras íbamos a la consulta, se enteró de los rumores: “El gobierno decretará cuarentena rígida”. A partir del lunes todo estaría paralizado en el país; el hospital de tercer nivel al que el médico la derivaría, también.
Un trimestre antes de ese viernes a las cuatro de la tarde, el virus debutó en China. María no se preocupó: el peligro estaba en otro mundo; uno con la capacidad de producir todo, de exportar todo, de superar todo. Tenía otros asuntos por los que preocuparse: aguantar el dolor y debilidad para cuidar a los hijos de su primogénita. María se dedicó a los quehaceres domésticos, sin paga, apenas pudo cocinar al retornar del colegio primario.
Un bimestre antes de ese viernes a las cuatro de la tarde, el virus llegó a Estados Unidos. María se preocupó solo un poco: seguía en el primer mundo, además Hollywood le mostró que los gringos siempre salvaban a la humanidad. Le preocupaban asuntos más urgentes: los sangrados comenzaron para aumentar su dolor y debilidad.
Un mes antes de ese viernes a las cuatro de la tarde, el virus llegó a Brasil. María se preocupó: por dentro todos somos iguales. Pero le preocupaba más que su cuerpo tuviese algo extraño: empeoraba pese a los tratamientos. En el hospital de segundo nivel le dieron una orden de tomografía que el seguro no cubría.
Una semana antes de ese viernes a las cuatro de la tarde, el virus llegó a Bolivia. Hubo aprehensiones de especuladores de precios y represión contra quienes se oponían a la atención de contagiados. Los vuelos internacionales se suspendieron; de todas formas, el contagio local comenzó. Como María ya no podía cuidar a sus nietos, en las intermitencias de la fiebre, pensó que las noticias se parecían a las películas de extinción humana. Se preocupó como nunca.
Un día antes de ese viernes a las cuatro de la tarde, el virus llegó a La Paz. María ya no pudo ni preocuparse, estaba demasiado débil para hacerlo.
Una hora antes de las cuatro de la tarde, mientras íbamos a la consulta, se enteró de los rumores: “el gobierno decretará cuarentena rígida”. A partir del lunes todo estaría paralizado en el país; el hospital de tercer nivel al que el médico la derivaría, también.
A las cuatro de la tarde, sale del consultorio como una más de las personas de riesgo por enfermedad de base, yo con un formulario de transferencia al hospital más grande de La Paz y una receta para el dolor.
A lo largo de ese viernes, alrededor de cincuenta y tres personas fueron diagnosticadas con cáncer en Bolivia, treinta y cinco mujeres entre ellas. En el mundo, el cáncer mata anualmente el doble que las guerras del siglo XX y siete veces más que el primer año del coronavirus. Y aunque puede ser prevenido, nadie está libre de él.
En 1775, el cirujano Percivall Pott sostiene que los niños deshollinadores tienen cáncer por exposición al hollín y al humo.
En 1872, el oftalmólogo Hilário Gouvêa observa que un extraño cáncer de ojo se transmitía del padre a los hijos, se heredaba.
En 1911, Peyton Rous descubre que un virus infecta a la célula, cambia su ADN y usa la maquinaria celular para multiplicarse.
Todos tienen razón.
María no tiene predisposición genética. No estuvo en contacto con agentes físicos como radiación, químicos como el tabaco, ni infecciosos. En ella ocurrió una mutación espontánea, probabilidad que aumenta con la edad.
Cuando ocurre, las células cancerígenas se vuelven inmortales e invencibles. Se dividen sin control, se adaptan hasta a los territorios más hostiles, siguen mutando para especializarse en tareas específicas, la selección natural escoge a las más aptas, se vuelven eficientes en su consumo de energía robada de otras células, producen vasos sanguíneos para tener recursos ilimitados, viajan a lugares distantes para invadirlos, colonizarlos y continuar con el ciclo hasta que matan al huésped y a ellas mismas.
La palabra metástasis viene del griego “cambio de lugar”, a partir de ese momento, para mí significa “miedo”. La muerte ronda más cerca que de costumbre y nos une como la vida no pudo hacerlo.
Lucha contra el tiempo
Ver películas en familia no es lo mismo después del diagnóstico. En la escena menos pensada algún actor dice “cáncer” o algo relacionado y de inmediato estamos de vuelta en la realidad. Mi hermana menor y yo intercambiamos una mirada de “yo la distraigo y tú cambias”. María no dice nada.
Las tres afrontamos la cuarentena rígida juntas. Veinte días son un alivio para muchos sectores. Para nosotras, esos veinte días, son una tortura constante después de que rechazaran la transferencia porque solo atendían “emergencias” y el cáncer, según el personal administrativo, puede esperar. Y esperamos, no tenemos los cien o ciento cincuenta mil bolivianos para acceder al tratamiento de forma particular.
Ver películas en familia no es lo mismo después del diagnóstico. En la escena menos pensada algún actor dice “cáncer” o algo relacionado y de inmediato estamos de vuelta en la realidad.
Si hay algo peor que afrontar la cuarentena rígida, es afrontarla sabiendo que las células malignas se multiplican, se enraízan, intentan tomar otro órgano.
Hasta el día dieciocho, los síntomas físicos están bajo control, los pensamientos de María son los que se descontrolan. No encontrar un culpable de su enfermedad agudiza su típica melancolía.
La melancolía y el cáncer, según Hipócrates, son enfermedades que tienen el mismo origen: la bilis negra.
Este médico griego, considerado el padre de la medicina, en el siglo cuarto antes de la era común, cambió el concepto mágico-religioso de la enfermedad (castigo de los dioses) por el concepto causa-efecto (agente, ambiente, huésped). Expuso una teoría que estaría vigente más de mil años: el cuerpo humano está formado por cuatro fluidos de distintos colores y funciones a los que llamó humores, por su incidencia en la personalidad: sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema (rojo, negro, amarillo y blanco respectivamente). En el cuerpo sano, los humores están equilibrados, en el cuerpo enfermo había que drenar el excedente. Nunca pudo drenar la bilis negra.
Hasta el día dieciocho, los síntomas físicos están bajo control, los pensamientos de María son los que se descontrolan. No encontrar un culpable de su enfermedad agudiza su típica melancolía. La melancolía y el cáncer, según Hipócrates, son enfermedades que tienen el mismo origen: la bilis negra.
Pero Hipócrates no fue el primero en estudiar al cáncer.
En 1930 se traduce un papiro de hacía dos mil quinientos años, con enseñanzas de Imhotep, un gran cirujano egipcio. Imhotep también explica la medicina en términos científicos y no místicos. Los cuarenta y ocho casos (fracturas, abscesos) cuentan con diagnóstico y cura; excepto el caso cuarenta y cinco: “Masa abultada en el pecho que se propaga insidiosamente bajo la piel”. En la cura pone: “No hay ninguna”.
En 1932, el paleontólogo Louis Leakey descubre una mandíbula fosilizada con un tumor, pieza que corresponde a un homínido de la prehistoria (dos millones de años). Quizá el cáncer evolucionó junto con el humano.
Si bien Hipócrates no fue el primero en estudiar la enfermedad, fue el que la bautizó. En una resección asoció la forma del tejido tumoral mamario con un cangrejo, en griego “Karkino”, que se traduce como cáncer. Quinientos años después, en el siglo primero de nuestra era, Galeno le da a la enfermedad el nombre de “Onco”. que significa tumor.
Galeno dice que la bilis negra no se encuentra en un órgano específico, sino que se produce como la savia que se filtra por las ramas de un árbol, y que, si se extirpa el tumor, la bilis negra lo volverá a producir. Por lo que aconseja no hacer nada; así es hasta que un joven médico, en 1538, se propone encontrarla y funda la anatomía moderna.
La palabra autopsia viene del griego “ver por uno mismo”. Mientras el pintor Tiziano y su alumno ilustran la anatomía humana, Vesalio ve por sí mismo, en cientos de cuerpos de criminales ejecutados, que el sistema linfático transporta fluido claro, los vasos sanguíneos líquido rojo, el hígado produce bilis amarilla; no encuentra la bilis negra.
El anatomista Matthew Baillie recrea el experimento, en 1793, experimento con una variante: realiza autopsias a cadáveres con tumores. Baillie ilustra la anatomía del cáncer y de nuevo no encuentra su causa. La bilis negra, de tumores y melancolía, se extirpa de la ciencia para reimplantarse en la metáfora poética de la enfermedad.
Y si la bilis negra no existe, el cáncer podría ser operado.
En 1930 se traduce un papiro de 2.500 años, con enseñanzas de Imhotep, un gran cirujano egipcio. Los cuarenta y ocho casos (fracturas, abscesos) cuentan con diagnóstico y cura; excepto el caso cuarenta y cinco: “masa abultada en el pecho que se propaga insidiosamente bajo la piel”. En la cura pone: “No hay ninguna”.
―Que pase lo que tenga que pasar―, dice María en cama. A partir del día diecinueve de encierro, la tregua termina, sus dolencias retornan con furia, conscientes de su verdadera magnitud, pero el gobierno amplía la cuarentena. ―No quiero ser una carga.
―Sólo tienes que preocuparte por estar bien―, le respondo ocultando que el cáncer también me duele, no en el cuerpo, sino en algún lugar que no puedo precisar, pero lo siento en forma de impotencia que disminuye cuando camino los tres kilómetros que me separan del hospital, aunque reciba las mismas respuestas: “Sólo emergencias. Estamos en pandemia”.
La construcción principal del Hospital de Clínicas tiene un siglo, las hierbas de la parte trasera, unos tres meses, la cuarentena, veinticinco días cuando logro entrar. Esa vez estoy con María. El sangrado es imparable, el dolor, inaguantable.
Afuera, la fachada inspirada en un icónico hospital de París. Adentro, el potencial set para películas de época. Las oficinas de la dirección: suspenso en 1900; el pabellón de cirugía: terror de los años veinte; gastroenterología: gore de los treinta. Todo el siglo pasado en un collage arquitectónico de casas anexadas al hospital inaugurado en 1919, con setenta mil metros, seiscientas camas, doce especialidades, una granja y la parada del tranvía. Las monjas de la orden de Santa Ana llegaron de Italia a su voluntariado de lavanderas e incluso anestesiólogas. Los pasillos por los que arrastraron sus hábitos negros siguen iguales. Salvo que hacía veinticinco días estaban llenos de médicos, personas apuradas o en filas y ahora están vacíos. Un gato juega en el jardín, tres perros reciben los últimos rayos de sol.
Poco a poco, los especialistas han dejado el hospital en manos de los residentes. Conozco a la doctora Borja cuando estabiliza a María hasta media noche. Volvemos a casa a pie, con miedo, con frío y con las órdenes para comenzar el tratamiento.
Afuera, la fachada inspirada en un icónico hospital de París. Adentro, el potencial set para películas de época. Las oficinas de la dirección: suspenso en 1900; el pabellón de cirugía: terror de los años veinte; gastroenterología: gore de los treinta. Todo el siglo pasado en un collage arquitectónico de casas anexadas al hospital inaugurado en 1919.
Al esperar los resultados de laboratorios y la biopsia, al esperar que algunas unidades vuelvan a atender, al esperar el sello del seguro, la cuarentena rígida termina a los cincuenta días.
Las actividades van normalizándose; en el caso del Hospital de Clínicas, eso significa hacer fila desde la una de la madrugada para conseguir ficha. Después de cincuenta y un días y once horas escuchamos: es cáncer y no hay tiempo que perder. La ínfima posibilidad de que el tumor sea benigno ya no existe. Salimos del consultorio 7, donde miles de pacientes fueron atendidos, algunos salvados y otros no, sin saber a cuál grupo se uniría María.
El siguiente paso: evaluación de la unidad de oncología. El siguiente problema: oncología está cerrada por contagio.
La doctora Borja es joven, delgada y pequeña. Su melena es a veces morada, a veces castaña. Si no fuese por su voz de mando y sus manos expertas, parecería una estudiante. Como nos vemos casi a diario, la conozco mejor. Compartimos el sentimiento de ser hijas de una madre enferma. La suya pierde la guerra. Una semana después vuelve al hospital. Realiza intervenciones y curaciones menores a María, pero no puede extirpar el tumor por el protocolo de la unidad de oncología. Este consiste en realizar un informe para que el seguro cubra radio y quimioterapia. Si el tumor pierde volumen, entonces se lo opera.
El nuevo problema: la carpeta de María está por debajo de otras treinta. El tiempo estimado: no se sabe.
Peregrinamos por consultorios particulares. Siete médicos, cinco distintos procedimientos. Tengo muchas preguntas, María solo una: ¿Por qué? El doctor Uría le dice: mala suerte. También dice que la operación es urgente. El tumor ha crecido, se ha enraizado, ha invadido un ganglio.
Antes de que Baillie sepulte la bilis negra, su tío, el cirujano John Hunter, extirpa tumores, casi en secreto, en la década de 1760. Observa que los móviles son cánceres locales, iniciales. Los no móviles son avanzados, invasivos, incluso metastásicos. Decide operar sólo tumores móviles. Hunter realiza la primera estatificación del cáncer.
En esa época, cirugía era sinónimo de tortura y muerte. La parte trasera de una barbería, un paciente amarrado a la camilla, dormido con alcohol y opio y una dosis de suerte contra la infección.
En 1846, el dentista William Morton usa un inhalador de gas éter para sedar a su paciente y operarlo de un tumor en el cuello, en plena demostración pública.
En 1867, Joseph Lister, pese a las críticas, prefiere aplicar un producto de limpieza industrial de ácido carbólico en el corte del brazo de un muchacho antes de amputarlo.
Con éter de anestésico y ácido carbólico de antiséptico, inicia la era de la cirugía.
Aún ahora existe factor de riesgo en la cirugía –del griego “trabajo manual”–; en el caso de María es alto. Confío en las jóvenes y prolijas manos del doctor Uría, que me dice: “Te llamaré si algo pasa”.
Yo le digo a María: “Nos vemos ahorita”. Sonrío como si la fuesen a operar de un uñero. Le agarro la mano como hubiera querido que ella lo hiciera las veces que la necesité, hasta que pensé que dejé de hacerlo. Acabo de darme cuenta de que la necesito más que nunca.
Lucha contra la burocracia
Enciendo la tele empotrada, ni siquiera cambio de canal. El ruido de los parlantes me reconforta, algunas imágenes de la pantalla llaman mi atención. Son las dos de la tarde, el sol entra a la habitación 701 y resalta el ocre de las paredes. Desde el séptimo piso, la vista de esta zona exclusiva de La Paz es más lejana que la película que el azar escogió para mí; cierro las persianas.
Magnolia ―después de meses sabré que la película se llama así― no para de mostrarme el cáncer de padres arrepentidos y las reacciones de hijos resentidos. En mi cabeza se mezclan realidad y ficción y miedo. Dejo de dar vueltas alrededor de la cama de quinientos bolivianos la noche cuando un actor dice: “Quizás tú hayas acabado con el pasado, pero el pasado aún no ha acabado contigo”.
Retazos de sol recorren la habitación 701 y explotan en la mochila roja de María. En la película, la tensión es insostenible. En mi cabeza peor. Ya han pasado dos horas.
Willliam Hasteld no inventa la cirugía radical, él la radicaliza. En 1894 comienza a cercenar músculos pectorales, costillas, clavículas de pacientes con cáncer de mama. Al querer cercenar el cáncer de raíz, inicia una macabra competencia deformadora. Otros médicos cortan glándulas, órganos, miembros. Setenta y cuatro años más tarde, se criticará esta cirugía excesiva en cánceres incipientes, inútil en los metastásicos.
Magnolia acaba a las cinco.
Willliam Hasteld no inventa la cirugía radical, él la radicaliza. En 1894 comienza a cercenar músculos pectorales, costillas, clavículas de pacientes con cáncer de mama. Al querer cercenar el cáncer de raíz, inicia una macabra competencia deformadora.
Diez, ¿veinte?, minutos más tarde, sigo parada en media habitación cuando una enfermera entra y me dice “el doctor la espera en quirófano”.
Bajo por la escalera de emergencia. A través de la pared de vidrio veo a los médicos evadir mi mirada, escucho su bisbiseo, “es la familiar”. Entro, me pongo un traje estéril, avanzo al quirófano. María está al medio. María está inerte. María está. Respiro aliviada, el alivio no dura. El doctor me explica que la cirugía ha fracasado, pide mi consentimiento para radicalizarla o ella morirá. Acepto y espero cerca, escucho cambiar los equipos con movimientos rápidos, palabras urgentes.
Al final de la tarde escucho que sobrevivió.
Pero las células malignas residuales querrán venganza. La radioterapia podría liquidarlas con radiación y la quimioterapia con veneno.
El físico Wilhelm Röntgen descubre los rayos X de radiación electromagnética en 1895, estos llaman la atención de los esposos Curie y de Emil Grubbe.
Marie Curie rastrea en bosques cenagosos, un elemento más poderoso que los rayos X, más radioactivo que el uranio. Destila toneladas de fango hasta obtener un decigramo del nuevo elemento al que llama radio; por la palabra griega “luz”, debido a su brillo en la oscuridad. El radio es una mezcla entre materia radioactiva y energía que ataca al ADN.
Paralelamente, Grubbe utiliza la capacidad de los rayos X para atacar al ADN. Construye una rudimentaria máquina de tubos de estos rayos, bombardea radiación a un tumor mamario hasta que se compacta. La paciente, con metástasis en el cerebro, muere después de meses; sin embargo, permitió el nacimiento de la radioterapia.
Ésta se potencia con el radio: su radiación es más poderosa y práctica; se lo usa hasta en parches o inyecciones. La nueva técnica causa sensación en medio de promesas y peligros: cura el cáncer, pero también lo produce. Marie Curie y Emil Grubbe, al igual que muchos otros, mueren por causas asociadas a esta enfermedad.
El peligro no detiene las promesas, las mejora. Se construyen máquinas cada vez más sofisticadas. Desde la bomba de cobalto hasta el acelerador lineal.
El doctor me explica que la cirugía ha fracasado, pide mi consentimiento para radicalizarla o María morirá. Acepto y espero cerca… Al final de la tarde escucho que sobrevivió. Pero las células malignas residuales querrán venganza.
En Bolivia, la primera unidad de Radioterapia se inaugura en 1963 en La Paz, con una bomba de cobalto. En 2015 funciona el primer acelerador lineal privado; con el tiempo habrá cinco en todo el país. El hospital de Clínicas adquiere esta maquinaria en 2018 y en 2021 comienza a funcionar bajo subvención. El tratamiento particular era inaccesible para la mayoría, hasta la ley del cáncer.
Esta ley se dicta, luego de llanto, huelgas, lucha y muerte, el 5 de septiembre de 2019. Bolivia es el último país de la región en garantizar la prevención, detección, atención, tratamiento y cuidados paliativos. El gobierno acuerda con instituciones privadas la atención de la radioterapia. Sin embargo, los medicamentos de la quimioterapia serán cubiertos más tarde.
Alemania apuesta su cuota de “revolución industrial” por los materiales químicos y demuestran su experticia en la primera guerra mundial. La noche del 12 de julio de 1917. las tropas británicas son atacadas por una nube amarillenta que huele a mostaza y deja terribles secuelas en los pocos sobrevivientes, incluso muchos años después. El gas mostaza ataca selectivamente a las células de la médula ósea.
Los farmacólogos Goodman y Gilman se preguntan si este efecto podría explotarse en un entorno controlado, con una dosis controlada, con un blanco controlado. En plena segunda guerra mundial, realizan la primera quimioterapia a un paciente con un linfoma que disminuye en diez sesiones.
La guerra contra el cáncer gana otra batalla.
En el caso de María, la guerra ya no es interna contra la negación o metafórica contra el tiempo, esta vez es real, humana, concreta: depende de un informe.
Si hay algo peor que ser diagnosticado con cáncer en plena pandemia es la burocracia.
―¡Cómo le vas a hacer hurgar! ―dice la directora de radioterapia―. Tengo que hacer otro informe, no es mi responsabilidad si empeora tu mamá. Había que achicar ese tumor, va a crecer peor.
―Fue una cirugía de emergencia, doctora ―le respondo con calma. Evito decirle que en espera de la cuarentena y del informe, muchos pacientes han sufrido metástasis, muchos han muerto. Muchos, con menos recursos e información, han optado por cirugías poco alentadoras. Al esperar horas en la puerta de la unidad, conozco sus historias, estamos en el mismo bando. Por eso iniciamos la huelga.
Ha habido tres ministros de salud en menos de un año, ninguno atendió las demandas de los pacientes con cáncer. El convenio con las instituciones privadas de radioterapia ha concluido. Escribo los carteles mientras practicamos las arengas para bloquear la avenida donde está el hospital.
El convenio se renueva. Y María aún no tiene el informe para aprovecharlo. Ahora la directora de radioterapia ultima detalles para que funcione el acelerador lineal del hospital. Tiene reuniones con sus supervisores, a la vez que supervisa a los técnicos argentinos que calibran la máquina.
Ha habido tres ministros de salud en menos de un año, ninguno atendió las demandas de los pacientes con cáncer. El convenio con las instituciones privadas de radioterapia ha concluido. Escribo los carteles mientras practicamos las arengas para bloquear la avenida.
Los informes demoran. Hasta que una mañana la espera de meses termina.
En la radioterapia, María está sola en un bunker metálico y subterráneo; está desnuda, quieta dentro de la máquina de media tonelada durante cinco minutos. En la quimioterapia está en una sala como terapia grupal.
A una tele cuadrada de catorce pulgadas, en la que se ven más puntos que líneas, la rodean diez enormes sillones ocupados por mujeres que reciben medicación intravenosa y comparten consejos para sobrellevar los síntomas. Teolinda es la experta, lleva cuatro años en guerra: “Soy la única que queda de la tanda con la que empecé”, dice sonriendo, le faltan dientes, pero su sonrisa es hermosa, es la sonrisa de una sobreviviente. Al igual que Antonia, de noventa años; a mayor edad, mayor probabilidad en la mutación no es una regla: a su lado está Natalia que acaba de cumplir veinte.
María les cuenta su historia. Las primeras sesiones con tristeza, las últimas como si fuera un pasado que se aleja.
En la puerta de la unidad, a veces hay personas de luto que venden los medicamentos que ya no pudieron usar sus familiares.
Después de nueve meses, cuatro cirugías, treinta sesiones de radioterapia y diez de quimioterapia: María le gana la guerra al cáncer.
Al cabo de un año, la remisión continúa. También el miedo de que el cáncer busque revancha. Y este miedo es poderoso, constante, cruel. Es un miedo que no pueden provocar las películas.