Conocer La Paz con los propios ojos y las propias tripas es necesario.
Fotografía de Juan Quisbert
La Paz es sin duda uno de los asentamientos humanos más prodigiosos del mundo. No es una ciudad hermosa, no. Pero es única e irrepetible. Es verdadera. Genuina. Fantasmagóricamente real. Es uno de esos pocos lugares en el mundo con personalidad, alma, espíritu y casi diría voluntad propia. No habría forma de replicar una ciudad así ni aún queriendo. Todavía hoy sigo preguntándome cómo diablos la voluntad humana pudo acarrear hasta este valle escondido en el altiplano, a cuatro mil metros de altura, semejante cantidad de ladrillos, furgonetas, tejados de chapa, kilómetros de cable eléctrico, fetos de llama, pucheros de caldo, sombreros de bombín, pollos troceados y enharinados, vagones de teleférico y nichos para muertos.
Su aparición, detrás de una casa anónima de ladrillo, me provocó una de esas sensaciones intensísimas que justifican mil viajes. Grité como un loco. Varias veces. El bramar del tráfico se comió mis gritos, y ahí se quedó todo. Fue un sopapo para las retinas y para el espíritu. Y luego, la gradual asunción de su realidad, de sus calles atiborradas, sus mercados interminables y sus vertiginosas cuestas, fue como el surgir, inevitable, veloz y sincero, de un romance de esos que sabes que te harán daño. No amo ni La Paz ni Bolivia, me lo han puesto demasiado difícil, pero ciertamente me tienen hipnotizado, fascinado, deslumbrado como a un indefenso conejillo al que los faros de un coche van a matar de noche y es incapaz de reaccionar para evitarlo.
Creo que debes venir a La Paz. Qué diablos, creo necesario que vengas a Bolivia y conozcas esto con tus propios ojos y tus propias tripas. Ven a La Paz cuando tengas una semana libre. No hagas planes, ni se te ocurra hacer una reserva, simplemente plántate aquí, que el mal de altura te deje sin aliento, sube a un hostal cualquiera como un israelita más de los que se pasean por aquí con pantalones bombacho y mirada perdida; callejea, súbete a una furgoneta y cambia de barrio veinte veces, y si te cansas de la ciudad contrata un tour a donde te apetezca, a la ruta esa de la muerte, al lago Titicaca, a Uyuni, a donde sea; que te zarandeen en un jeep y te planten en otro lugar que te deje pasmado, atónito, sin palabras. Ven, esto te dejará boquiabierto. El turismo aquí todavía está por descubrir, hay un infinito margen para la aventura descontrolada y genuina, para paisajes marcianos que son un mazazo para el espíritu, para platos que te tendrán una semana sentado en la taza del váter hasta hacerte reversible, para interminables veladas bajo un manto puro de estrellas, para el incesante asombro.
En pocos lugares como en Bolivia las gentes tienen una relación contractual semejante con la Madre Tierra. Le vuelcan cerveza, se tumban sobre ella a escuchar su bramido, le cagan encima, le lloran sus penas, la invocan, le suplican, la aman. Y eso se nota. El carácter boliviano, sin ser huraño, es especial. Son personas con un tesón inquebrantable, una capacidad de trabajo asombrosa, una resistencia ilimitada. Van completamente a su bola, concentrados firmemente en su objetivo, y tú no te puedes inmiscuir en su camino, porque te arrollarán. Nada los detendrá. Detestan las fotos y que les hagas perder su valioso tiempo preguntándoles una dirección: como respuesta te darán una indicación vaga para librarse de ti y seguirán trabajando en lo suyo impasibles e infatigables. Este país va a despegar como un cohete, dale tiempo. En algún momento de un futuro muy cercano será demasiado tarde para conocer de primera mano una revolución silenciosa y visceral como ésta, porque la revolución habrá culminado: serán los príncipes de la Pachamama, reyes del altiplano andino.