La calavera tiene que ser de alguien sin identidad, que haya muerto sin ayuda o cariño, de forma violenta, un alma que “vaga por el mundo terrenal, ya que no era la hora de su muerte: una ñatita”, dice Edgar Arandia.
Al pintor y poeta Edgar Arandia una bala le traspasó el cuerpo como un hierro candente al tratar de salvar a unos niños durante un golpe militar, el 1 de noviembre de 1979 en La Paz. Más de dos décadas después, un sabio aymara, un yatiri, le dijo que había perdido su espíritu en medio de la multitud en aquel dramático día de los muertos y que eso le tenía inquieto, sin reconocerse. Y para reencontrarse, tenía que tener una calavera.
Bolivia intentaba salir de un largo periodo de regímenes militares iniciados el 4 de noviembre de 1964. En 1978, luego de 7 años de una dictadura especialmente dura y ante una fuerte presión social, el Gral. Hugo Banzer convocó a elecciones que resultaron fraudulentas. Militares opositores se hicieron del poder y fueron obligados a convocar a otras elecciones en 1979, ganadas por una coalición civil de centro izquierda.
Sin embargo, el Cnel. Alberto Natusch Busch encabezó ese 1 de noviembre otro golpe militar, esta vez apoyado por sectores de partidos de derecha descontentos ante aquel resultado electoral. En la plaza Pérez Velasco, punto estratégico en el centro de la ciudad y a pocas cuadras de Palacio de Gobierno, tendido en el piso, Arandia, sintiendo un dolor intenso como si un hierro candente lo quemara cerca del estómago, miraba a su alrededor. Vio a hombres y mujeres correr desesperados, huyendo de los militares que disparaban a matar. Vio a algunos de sus colegas docentes universitarios junto a estudiantes armar barricadas contra los carros de asalto. Le pareció que el tiempo era eterno.
Herido, fue recogido por unos soldados y sometido a un interrogatorio en una oficina militar hasta que perdió el conocimiento. Semanas después, al salir del hospital, se enteró que la bala pasó entre las venas cava y porta, salvándose milagrosamente. También supo que la plaza fue uno de los lugares donde la represión ocasionó la muerte de varios civiles.
Edgar Arandia, paceño y cholo declarado, vive en la zona Norte en La Paz, cerca del cerro de El Calvario, donde se dice que viven los yatiris. Cuenta que cuando tenía 18 años, 11 antes de lo que habría de sucederle en aquel noviembre de 1979, uno de ellos, afligido mientras “leía” el porvenir en las hojas de coca, le dijo que todo estaba mal, que un fuego le iba a atravesar, pero que una mujer oscura lo iba a cuidar. “Años después lo encontré y le conté lo que había sucedido. Me dijo que él me había salvado en ese entonces. Y la mujer oscura resultó ser la afrofrancesa con la que tenemos una hija.” Embarazada, la exesposa del pintor se fue de Bolivia luego de la masacre del año 79. Pasaron los años y el artista pudo entonces conocer a su hija Aisha en Madrid: “La conocí cuando ella cumplía 22 años, a las 2 de la tarde, en febrero, en la fecha de mi cumpleaños, el 22, el año 2002. Nos abrazamos y nos miramos en silencio, mi corazón lloró, pero yo no ni ella. Me dio a mis únicas dos nietas a las que no abracé hasta ahora”.
Pasados los años, en su visita al yatiri, Edgar cuenta: “Me dijo que no morí en la masacre militar de Todos Santos porque no era mi hora, como muchos hubieran deseado. Y que tenía varias penas que debía resolver. Por un lado no conocía a mi hija Aisha y, por otro, que desde que había sobrevivido al balazo, había perdido mi kamasa. Que por eso ya no luchaba por mi pueblo, que si lo amaba debía seguir luchando”. El sentir que estaba separado de su pueblo lo mantenía en suspenso. Y ese estado se reflejaba en su pintura y poesía. Sin embargo, sus estudios antropológicos, principalmente de las culturas andinas, le permitieron estudiar la religiosidad popular y luego el culto de las ñatitas.
“No puedo decir cómo obtuve mi ñatita. En realidad, ella me buscó. Ella te escoge cuando tienes el alma abierta y expectante. No es un santo milagroso, no es un amuleto; es una compañía que te conecta con la vida y su caducidad”.
Arandia explica que en la espiritualidad aymara se pueden distinguir tres almas: “Jach’a ajayu, ubicada en la cabeza y que da las facultades del pensamiento, el movimiento y la sensibilidad; jisk’a ajayu o alma pequeña, indispensable para la salud y el equilibrio mental, y la kamasa, donde se aloja el valor y el coraje. Las tres relacionadas al poder que posee el cráneo como centro energético del ser humano”. Y precisamente la recuperación de su coraje, de su kamasa, iba a ser el motor para que Edgar se empeñe en obtener una calavera, una ñatita.
Desde niño, Edgar tenía noticia de las ñatitas cuando iba al Cementerio General en la ciudad de La Paz. Siempre veía calaveras en la parte lateral derecha de la iglesia, al entrar, pero no sabía por qué estaban ahí. Alguna vez le contaron que después de la Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay (1932-1935), contienda que se llevó la vida de muchos indígenas bolivianos, unos obreros estaban cavando zanjas en la avenida Baptista, en la zona del Cementerio, para colocar tubos para las conexiones sanitarias: “El 1 y 2 de noviembre del año 37 o 39, no recuerdo bien, la celebración de Todos Santos y el Día de los muertos era apoteósica en la parte exterior del cementerio: alcohol, comida, mucho dolor y danza para curar el ajayu. En eso, los bailarines de un grupo que bajaba por la avenida danzando, caían a los fosos abiertos por la alcaldía y morían aplastados unos y otros. Me dijeron que era el aviso de los muertos olvidados, de los que no fueron enterrados en la guerra y que hacían falta en las comunidades y que por ese motivo había sequías”.
Arandia cuenta que en ese entonces renació, otra vez, el culto a los muertos olvidados que, después, popularmente se llamó la Octava de noviembre o Fiesta de las Ñatitas, en alusión a las calaveras que no tienen nariz. Este culto seguía practicándose entre el pueblo indígena de los Urus, en Bolivia, en Colchane, en el lado aymara chileno, y clandestinamente en el cementerio de los no identificados, de los difuntos anónimos. La iglesia consideraba y considera a la Octava, pagana y herética. Por esa razón era clandestina, y las calaveras que Arandia vio de niño eran parte de esas prácticas.
Atendiendo la indicación del yatiri, el antropólogo se dedicó a buscar una calavera para rescatar su energía vital, su ayaju. Encontrarla no fue fácil, pues, según la tradición, no cualquier cráneo humano puede ayudar a una persona a cumplir su deseo. “No puedo decir cómo obtuve mi ñatita. En realidad ella me buscó a mí. Ella te escoge cuando tienes el alma abierta y expectante. No es un santo milagroso, no es un amuleto; es una compañía que te conecta con la vida y su caducidad y que te dice a cada momento: ‘Nada es para siempre, todo vuelve’. Es el principio de la indeterminación que los europeos descubrieron recién el año 1927 con Heinsenberg. Piensa en un círculo donde tú estás en un punto y empiezas a recorrerlo”.
La calavera tiene que ser de alguien sin identidad, que haya muerto sin ayuda o cariño, de forma violenta, un alma que “vaga por el mundo terrenal, ya que no era la hora de su muerte: una ñatita”.
Arandia “bautizó” a la calavera como Cumbay, nombre que, dice, se le apareció en un sueño. Entonces fue a buscar al yatiri con quien inició un ritual de sanación: “Luego de un rito con conejo y un baño con hierbas, romero y chill’ka, me volvió el espíritu para seguir luchando, me uní a varios grupos indígenas, aprendí un poquito de aymara y quechua, aprendí a ser comunitario, a akullicar y pijchar (masticar hojas de coca). Fui al cerro Obispo en Sucre a cumplir mi ceremonia y llamar a los cóndores: una pareja sobrevoló sobre nosotros, incluso apareció en el diario Correo del Sur una nota pequeña sobre ello. Ese día lloré mucho y restablecí mi horizonte. Me saqué la enorme basura que se había acumulado por el sufrimiento y el temor. De esos años guardo cuatro trenzas de mis cabellos y será lo único que quede de mí cuando me vaya a Wiñay Marka, a la ciudad eterna.”
La calavera tiene que ser de alguien sin identidad, que haya muerto sin ayuda o cariño, de forma violenta, un alma que “vaga por el mundo terrenal, ya que no era la hora de su muerte: una ñatita”, dice Arandia. La tradición manda a la persona que tiene una ñatita hacerse responsable por el difunto, devolviéndole su dignidad y ofreciéndole un hogar. Se dice que a ella no hay que pedirle dinero ni bienes materiales, sino cosas espirituales, cosas que salgan del corazón. Lo que sí es importante es atender adecuadamente a la ñatita porque puede castigar a quienes incumplen con los ritos. Tener una permite contar con alguien que ayude a alcanzar metas e incluso obrar milagros laborales, como mejor producción o buenas cosechas. Es un alma protectora, tanto para su poseedor como para su morada. Al respecto, algunas personas sostienen que cuando dejan vacía su casa por un corto tiempo, los vecinos les comentan que siempre se queda alguien en ella porque ven luces y escuchan ruidos en el interior.
Cumbay es tratado como un amigo que ayuda a Edgar, por ejemplo en la tristeza. Y por ello, al considerar humana a la ñatita, se le da comida, bebida y se le arma un festejo con baile incluido. “Le atiendo el primer viernes de mes, sobre todo en los solsticios y equinoccios, con agua. A diferencia de otras ñatitas, la mía no bebe, fuma un poco, pero, eso sí, akullika fuertemente. Mis hijos le llaman por su nombre, como si existiera objetivamente: – ¡Pá! El Cumbay estaba andando toda la noche, parece que no tiene agua-, me advierten.”
¿Quizá esa “inquietud” de Cumbay necesitaba de la asistencia de un yatiri? Arandia replica: “Cuando tienes muchos años y estudias la cultura y la coca, ya no necesitas del yatiri, tú eres tu propio yatiri. Esa es la sabiduría de la religiosidad aymara, no necesitas intermediarios, eso viene naturalmente, con los años. El asunto profundo está en sentir la naturaleza, que tú lates con ella”. Por ello, si se conoce las necesidades de la ñatita, es posible hallar los caminos para solucionarlas en su momento.
Cuando alguien muere sin auxilio en un accidente, en una revolución, una guerra, perdido en la selva, es como que al gran ciclo de la vida le faltara un pedazo. Para que no suceda que ese difunto sufra con sequía, sufra desolación, a esa alma hay que ponerla otra vez en el círculo. Por eso se hacen las fiestas.
A diferencia de otros creyentes de la región andina, que dicen que los días lunes son cuando se debe encontrar a los difuntos, Edgar atiende los viernes a Cumbay. A las ñatitas se les prende velas, se las adorna con flores, se les da cigarrillos, hojas de coca y se comparte con ellas un plato de comida y una bebida alcohólica. De cualquier manera, sea cual sea el día de la semana elegido, específicamente lunes, jueves o viernes, los devotos no dejan que a sus ñatitas les falten flores, velas, cigarrillos, coca y agua durante todo el año. “A las ñatitas que uno tiene, hay que darles cariño. Por ejemplo, se les presenta otras ñatitas. En mi caso, a Cumbay intentamos hacerle casar con la ñatita de una amiga de la familia, pero al él no le gustó y, como prueba de ello, me dio un empujón. Más bien a ambos les hicimos una fiesta, les hicimos bailar, tomamos por ellos, les hicimos sentir parte de nuestra vida, porque ellos son ahora de nuestra familia”.
Año tras año va creciendo en varias ciudades del Altiplano boliviano la conmemoración de los muertos olvidados en noviembre. Felipe Guamán Poma de Ayala, considerado el primer cronista de América, escribe en El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno acerca de este mes, Aya Marcay Quilla (mes de llevar difuntos):
“Este mes fue el mes de los defuntos, aya quiere dezir defunto, es la fiesta de los defuntos.
En este mes sacan los defuntos de sus bóbedas que llaman pucullo y le dan de de comer y de ueuer y le bisten de sus bestidos rricos y le ponen plumas en la cauesa y cantan y dansan con ellos. Y le pone en unas andas y andan con ellas en casa y casa y por las calles y por la plasa y después tornan a metella en sus pucullos, dándole sus comidas y bagilia al prencipal, de plata y de oro y al pobre, de barro. Y le dan sus carneros y rropa y lo entierra con ellas y gasta en esta fiesta muy mucho.”
El día ocho se convierte en un momento en que se comparte entre vivos y muertos, cuando no falta la comida y la bebida. Los devotos y los estudiosos sostienen que lo que pasa en la tierra también llega al más allá, al Alaxpacha, al submundo de las tinieblas en la cosmovisión andina. Y, específicamente, la fiesta de ñatitas se diferencia de los ritos celebrados en el Día de Difuntos y Todos Santos, en que no se despide el alma del difunto
representada por la ñatita, sino que más bien ésta acompaña a sus poseedores otorgándoles protección.
En la Octava del día de difuntos, los cementerios se llenan de devotos que llegan acompañados de sus ñatitas. Hasta el año 2007 se celebraban misas para las ñatitas. Sin embargo, el 2008 la iglesia católica prohibió el rito y actualmente a lo máximo que se puede aspirar es a una bendición, en algunos casos impartida por seglares, en otros muchos por falsos sacerdotes con agua no siempre bendita.
Una vez cumplida la ceremonia religiosa, los devotos se dirigen al fondo del cementerio, donde generalmente se entierran cadáveres anónimos, y allí se come y bebe en honor de las ñatitas. Quienes no tienen una calavera van a rezar y pedir favores a las “ñatitas” de otros. Pero también hay personas que quieren desprenderse de los cráneos. Edgar nos dice: “Cuando uno sueña con su calavera y ésta le dice ‘quiero descansar’, en esa fecha, el ocho, el dueño, el que se hizo cargo, va donde los NN, allí donde se hace el rito más importante, y al atardecer, cuando los sepultureros están cavando para enterrar a los desconocidos, ahí hay que dejarla, despedirse. Pero eso casi nunca ocurre porque viene otra persona y dice ‘yo la quiero, yo me voy a hacer cargo de ella, yo la voy a cuidar e igualito que usted, yo la voy a mimar, darle cariño, porque esta alma parece que quiere estar conmigo’. Uno se la entrega y así se establece una especie de compadrazgo entre ambas personas. Entonces la ñatita se va con la otra familia y así va circulando”.
En este día, en los alrededores del cementerio, se encuentra a quienes alquilan locales de fiesta y contratan grupos musicales para compartir con familiares y allegados. “Se han hecho muchas fiestas de calaveras de varias familias, pero lo más importante e interesante es que ellas son una pieza humana en la que, en la cultura indígena, se asegura que permanecen todavía rasgos importantes de un espíritu que forma parte del jach’a ajayu,” dice Arandia. “Es parte del gran círculo: cuando alguien muere sin auxilio en un accidente, en una revolución, una guerra, perdido en la selva, es como que al gran ciclo de la vida le faltara un pedazo. Para que no suceda que ese difunto sufra con sequía, sufra desolación, a esa alma hay que ponerla otra vez en el círculo. Por eso se hacen las fiestas”.
Edgar Arandia y su familia celebran a Cumbay a su manera: “Antes íbamos con mis hijas de mi anterior matrimonio, mi exesposa y mi esposa actual al cementerio a compartir. Tengo muchas historias de aquello. Hace muchos años que ahora lo festejo en mi casa; jugamos sapo y almorzamos con una familia de amigos muy cercanos. A Cumbay le llevo coronas de flores y le prendo sus velas, charlamos y akullicamos. Es un momento de eutopía, de sentirme pleno en ese lugar, como cuando se lo danzo, a veces solo, en mi taller. Esos
momentos soy muy feliz y él también. Le pido ver un colibrí en verano y los veo, me lo vuelan y se van, son epifanías construidas hace mucho tiempo.”
La energía y presencia de los difuntos se hace evidente en el mundo de los vivos. La siembra se hace en septiembre, pero la época de lluvias que permitirá que las semillas crezcan se inicia en noviembre y concluye en febrero del año siguiente, es decir que va desde la fiesta de difuntos hasta carnaval, cuando se celebra el cese de lluvias para evitar que el fruto se pudra, y se inicia la preparación de la cosecha. Por ello es importante que la fiesta del ocho de noviembre sea buena para que la vida prosiga y el equilibrio de la naturaleza esté garantizada. Arandia sostiene que las ñatitas ayudan a restablecer la armonía entre los ciclos agrícolas: la fecundidad y la muerte (lluvia – sequía, tiempo hembra – tiempo macho) de la naturaleza y los ciclos de los seres humanos.
Hoy, Edgar siente que ha recuperado el valor, la kamasa que perdió luego del balazo, atribuyendo a Cumbay el haber recibido “muchas cosas que me tenían incompleto. Es un amigo y es parte de mi familia. Yo lo cuido como a una persona. Debo construirle un santuario, hace diez años que estoy tras ello y hasta ahora no lo logro. Eso me perturba”, concluye el antropólogo, pintor y poeta y cholo paceño.