Los corpiños de lana tejidos a mano, aparte de la polera blanca y corto rojo (chor rojo, si prefieren), eran el uniforme de mis amiguitos y amiguitas para educación física en mi escuelita.
domingo, 8 de abril de 2018
por Danny Daniel Mollericona Alfaro
Hechos por habilosas manos de mamis aymaras, estos corpiños les hacían sudar haaarto a las wawas; eso sí, los riñones bien cuidaditos los tenían. La mayoría veníamos pues de familias “de provincia”, es decir, teníamos “nuestro pueblo”.
Al regresar de días de faltarse -coincidiendo con feriados como carnavales o Semana Santa-, se contaban en mi curso las más divertidas historias: que las papas, las vacas y los camiones; que el campeonato, el chancho y la k’ispiña; o, incluso, que la sirena o el duende. Las wawas más afortunadas tenían dos pueblos: “su pueblo de mi mamá es…”, nos decían, y luego: “su pueblo de mi papá…”, continuaban. Y bueno, un grupo más reducido tenía sólo un pueblo, como yo.
“¿Dónde es tu pueblo?”, me preguntaban. Y yo, que nunca me acordaba el nombre de mi pueblo, dudaba… para por fin responder “¡por el Lago!”, con mucha seguridad. Y no faltaba alguien que me decía “igual de mí… ¿y cómo es?”. En esa corta edad nos imaginábamos que cualquier coincidencia (el cerro con alguna forma especial, los árboles de tal o cual tamaño, o incluso por cuántas horas duraba el viaje) era señal de que hablábamos del mismo lugar. Quién sabe, tal vez nomás éramos del mismo pueblo ¿no ves?
Mi escuelita se encuentra en el lugar que he llamado siempre Alto Chijini. Así ha estado en mi memoria y ahora en mi carnet. Sorpresa grande saber que no existe como zona según la alcaldía. Alto Chijini le llamamos a ese conjunto de casitas naranjimulticolor que revocan / cuelgan en la pared de la ladera oeste de la ciudad: esas casitas con sus infinitos pueblos detrás.
Mi ladera baja del Faro Murillo. Es esa ladera que va apagando la ciudad con su sombra en el atardecer para, por fin, en algún minuto inesperado, entregarla a la noche. Por esta ladera baja también serpenteando la avenida (o viborita) 9 de abril que llega hasta el puente Topáter. En la primera curva antes del Faro Murillo, esa curva, mi curva, La Gruta, nací, crecí y quién sabe morí un par de veces en alguna de mis borracheras en mi callejoncito. Este callejoncito llamado Eliodoro, general en la guerra del Pacífico, que dio también nombre a la provincia donde está mi pueblo: Camacho. Así los nombres de calles o avenidas juegan continuamente con la memoria de sus gentes.
Así el nombre de la avenida grande recuerda a los caídos de la Revolución del 52 que lucharon por esta ladera. Así el nombre de mi callejón recuerda la pertenencia de los que poblaron el lugar por los años 80, pertenencia a la provincia Camacho, al norte de La Paz, fundada en 1908.
Mi papá me cuenta que por los 70, cuando él llegó bien lloq’allita a la ciudad, las casitas eran pocas y el único transporte eran los llamados “rapiditos” que subían de la Garita hasta casi las alturas del aún inexistente El Alto. Así, medio de tierrita nomás ya estaba la avenida y las gentes sabían que otra gente había muerto años atrás luchando en la revuelta popular que se apropió el MNR. Ahora, en lo alto de los peñascos que no han podido conquistar las casas, tres cruces decrépitas recuerdan apenas ese suceso. Recién en los 80, con los loteamientos de esas partes de cascajo, riachuelitos y eucaliptos, se establecieron completamente las casitas. Por eso la memoria colectiva remite muy poco a las hazañas de 1952; los pocos que conocían esas historias ya han partido. Los que llegaron son otros.
Las gentes de mi ladera, los de “arriba” de la Buenos Aires, son esa primera generación que llegó después del nacionalismo revolucionario y su epopeya. Son los que llegaron dejando las tierras del campo que ya no alcanzaban, los que buscaron nuevas vidas en la ciudad, los que ahora vamos y volvemos de nuestros pueblos.
Llegaban y se iban en camiones, cerca al mercado Uruguay. Luego, con el paso de los años, ya El Tejar era el portal y había colectivos. Ahora sólo salen de El Alto y casi únicamente hay minibuses…
¡Ahora hay poco camión ché!
Mis recuerdos de wawa en el camión son bellos. Paredes altas de madera que hacían de marco para el cielo y yo echado mirando. Y en algún lugar del viaje (seguro Achacachi), veía también desde abajo hacia esas alturas, cholas jóvenes y jovenzuelos cubiertos con viseras y chalinas, ofreciendo yemitas, humintas, p’asanqallas multicolor y quien sabe qué cositas más en sus canastas y bolsas. Después, medio comiendo-durmiendo, medio hablando-rebotando con los barquinazos a razón del camino mala traza, nos parábamos de a ratos para estirar la columna pidiendo disculpas por la molestia a alguna ovejita amarrada de las patitas que se acomodaba a nuestro lado.
Íbamos por papa, oca, habas, pescado, queso… pero principalmente por papa. Yo iba a escarbar hasta arrastrarme del dolor de espalda después de sacar dos plantitas y matar unos cinco de esos hermosos tubérculos. Luego caminaba detrás del burro viendo esa capacidad guinessica1 que tiene de cagar y comer mientras camina con una carga de papa en su lomo. La vuelta era el triunfo: llegar con cargas y cargas de papa. Papa para todo el año y tal vez un poco más. Por eso a mi plato nunca le falta la papa, por eso la papa frita es manjar de dioses, y si me permiten el chauvinismo: no hay en el mundo papa más rica que la de mi pueblo ¡No hay pues! Así es mi relación con mi pueblo, de recolector de papa nomás.
Uno o dos viajes anuales mantenían nuestra soberanía papalimentaria en las buenas épocas pero con el tiempo fue cambiando. Las vacas gordas- de papa, obviamente- redujeron a medida que los abuelitos se hacían más viejos y sus cuerpos se cansaban. La pareja de viejitos era pues la que mantenía el nexo constante entre el pueblo y la ciudad. El Pascual y la Marcela rompían la barrera de campo y ciudad con sus pasitos lentos (y seguros, claro está) en esa dinámica imparable de tránsito continuo. Mantenían los cargos de autoridad, iban a las fiestas, sembraban los alimentos… Una semana en el campo, dos semanas en su casita en Mercurio (El Alto), luego unos días en Alto Chijini (La Paz) para después volver al campo y así, infatigablemente, hasta que el cuerpo dijo basta. Así era su relación con su pueblo; nunca lo dejaron hasta el último aliento.
En los 70 dice que en camión se habían venido: papá, mamá y seis wawas. Vivían primero por la calle Alcoreza (La Paz) en alquiler; luego más arriba en una casita propia; y finalmente llegaron en los 80 a esa última curvita, mi curvita, La Gruta. Allí mi papá no nació pero sí creció, y quién sabe tal vez alguna vez también murió en alguna borrachera (bebe mucho menos que yo, es deportista pues). Él ya se profesionalizó y trabaja en la ciudad hasta ahora. A su pueblo nomás vuelve por papa, igual que yo.
Yo no usaba corpiño de lana. Supongo que se debe a mi mamá, a que en su habitus minero no está inserta esa prenda. Pero ahora me imagino preguntándole a alguna wawa con polera blanca y chor rojo (corto rojo, si prefieren): “¿dónde es tu pueblo?”. Y que medio dudando me responda “¡por el Lago!”. A lo que yo le diría: “de mí igual… y ¿cómo es?”. Quién sabe, tal vez nomás somos del mismo pueblo ¿no ves?.