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Después de tantos años de provocar a los viejos con tu melena, tu irresponsabilidad, tu mala traza y desenfado, te sorprendes a ti mismo predicando el evangelio de los buenos tiempos. Palabras más, palabras menos, las letras no decían cosas tan distintas. Un dancehall de los 90’s haría sonrojar al más atrevido villero o trapero de hoy.
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Parece que la gente de cierta edad viene quejándose desde siempre de que la música “nueva” carece de los valores morales, poéticos y conceptuales de la música de antaño, la de los jóvenes del ayer, la de una siempre ideal –y pretérita– era dorada. Hasta ahí todo bien. Pero resulta que el de “cierta edad” ya es uno y no duelen tanto la aritmética de los años o la gastritis sino enterarse del aniversario 25 del Unplugged de Café Tacuva o el aniversario 30 del Nevermind de Nirvana, digamos. Y está jodido asumirse del otro lado. Quiero decir que después de tantos años de provocar a los viejos con tu melena, tu irresponsabilidad, tu mala traza y desenfado, te sorprendes a ti mismo predicando el evangelio de los buenos tiempos idos (nunca “volvidos”) del buen rock (ahora mainstream y de museo), de las buenas letras (de revoluciones teóricas y anacrónicas), de la decadencia (el “No future” ya no es el de antes) de una era dorada en la que, para ser sinceros, los músicos nos cagábamos de hambre también. Y en ese tren de pensamiento gratuito no solicitado cabe, claro, preguntarse si no será simplemente una cuestión de perspectiva o, mejor, o peor, si acaso puede existir objetividad a la hora de valorar las músicas por su filiación temporal y/o histórica, hermano.
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Entonces, ¿se escribe diferente en una época respecto a otra?, ¿es toda la música de una época homogénea en estética y discurso? Para empezar, tomemos en cuenta que desde, al menos, la mitad del siglo XX, el parámetro de masividad o “éxito” musical de un artista es la capacidad de vender: discos, conciertos, imagen, etc. y que, por supuesto, solo un pequeño porcentaje de la cantidad de postulantes a una audiencia masiva llegan a ella, y aún menos se mantiene allá y goza del respaldo y prestigio ante la industria, sus colegas artistas, los medios, la fanaticada. Así que solo podemos limitarnos a la música masiva, a la que se repite en boliches y en esta era en todas partes.
(…) desde, al menos, la mitad del siglo XX, el parámetro de masividad o “éxito” musical de un artista es la capacidad de vender: discos, conciertos, imagen, etc. y que, por supuesto, solo un pequeño porcentaje de la cantidad de postulantes a una audiencia masiva llegan a ella.
Y escuchando las letras no sé si se decían cosas tan distintas. Palabras más, palabras menos. Y ojo que ni me meto con el tema regional. Porque un dancehall de los 90’s haría sonrojar al más atrevido villero o trapero de hoy. Tampoco hay géneros que estén exentos de vulgaridad. No olvidemos que nuestro glorificado folklore nacional (más por chauvinismo que por estética) en los últimos años ha dado títulos como “Juguito de calzón”. Un alumno del colegio donde yo enseñaba música, me hizo notar que muchas letras de reggaetón no son más vulgares que varios temas de los Rolling Stones o de Motley Crue. Es cierto que no podemos pedirle a Maluma que escriba Wild Horses. Pero la comparación estricta da en el punto. Y ante el reflujo de las tendencias más rancias del conservadurismo político, social y religioso, me pregunto si la música no será también funcional a estos extremos. Ya sea reforzando, por ejemplo, descaradamente la misoginia, o reafirmando una dimensión apolítica, “positiva”, y quizás evasiva respecto a la realidad.
Porque un dancehall de los 90’s haría sonrojar al más atrevido villero o trapero de hoy. Tampoco hay géneros que estén exentos de vulgaridad.
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Me gusta que Spinetta pueda haber escrito “el ojo que mira el magma” o “toda la ternura de tu acuario” y también cantar, vulgar: “me gusta ese tajo”. Y que Charly García pueda decir “tu tiempo es un vidrio, tu amor un fakir” y luego aconsejar “y cuando estés masturbando a la nena en una playa en Pinamar”. Humanidad. Nada más que eso. Palabras sublimes, palabras soeces. La misma boca, la misma pluma. En otras palabras: la música mediocre, descaradamente comercial y estupidizante, y por otro lado la canción inteligente, propositiva, comprometida artísticamente no pueden ser atributo de una generación.
Vivimos un tiempo en el que el discurso subordina al arte. Los slogans, las adhesiones públicas a causas y las notas explicativas al margen pesan más que el propio encuentro perceptual con una obra. Así que no extraña leer artículos de titular tipo: 5 razones por las que te tiene que gustar tal grupo o álbum. ¿Nos creen tontos? Sí. Y les damos la razón con esa manía de querer estar siempre trend, de opinar sobre todo hashtag implantado con intención comercial o distractiva, de darle más likes al que más likes tiene porque cuidado no se enteren de que te gusta lo hip y estás actualizado. El consumo de la música en estos días puede ser francamente abrumador.
Y ya que tengo cierta edad, digo: huevada. Ya sufi de charle. Si te gusta algo que sea porque mueve algo que no sabías que estaba allí. No porque te aparece una publi de TikTok en un video de YouTube que estabas viendo en Facebook. Y si te gusta algo, compartilo. Qué impolta si te gusta Coldplay. Qué importa si le crees o no a Residente y a su rebeldía millonaria y misógina. La música sigue viva en el mundo real, hecha por gente real, en la cabeza, en las manos y en el corazón de gente que late y podría vivir y morir por la música, aunque no tenga likes ni plata. Y eso es lo que todos tenemos en común los creadores de todas las épocas. Porque, aunque suene cursi, la música sigue siendo construida con amor. Y pa eso no hay algoritmo