Fotografía de Freddy Barragán
Acababa de volver de los Estados Unidos, donde estudiaba en la universidad. La escuché cantar en un breve concierto en el CELP, un centro de activismo contra la dictadura de Banzer en El Prado. La conocí luego, también en el CELP. Mi hermano me contó después que Jenny era una conocida dirigente universitaria y que había sido poco antes apresada por el Ministerio del Interior. Más tarde me enteré que había sido puesta bajo encarcelamiento solitario, en una celda totalmente a oscuras, por cerca de una semana. Tras ser liberada, volvió al activismo por la democracia y la justicia en el país, siempre con su guitarra en la mano y arriesgándose abiertamente a ser nuevamente detenida y reprimida. Fue cuando la conocí, hacia fines de 1976.
Por casualidad nos encontramos en un café. Me invitó a tomar uno, lo que me quitó el aliento y me dejó inseguro. Cambió mi vida. Apenas nos pusimos a conversar, cuestionó toda mi visión de las cosas hasta entonces. De intensas lecturas marxistas, venía yo de fuera a un país que sólo entendía en clave laboral, convencido de la centralidad minera en los destinos de Bolivia. Jenny me puso en jaque. Por supuesto, los mineros son centrales, me dijo. También son centrales los fabriles, dijo. Y son centrales también las mujeres. Y los universitarios. Todos son centrales, me argumentó. Pero, en Bolivia, me dijo –con la convicción de quien entendía al país también desde el arte y la cultura–, lo que hay que saber es que éste es un país de indígenas, marcado por el racismo, pero también con el legado extraordinario y maravilloso –le brillaban los ojos– de unas culturas que hasta hoy habitan los Andes y la Amazonía, y el Chaco, y las ciudades, y los pueblos, haciéndonos a todos increíbles por la complejidad de lo que todos y cada uno somos.
Me enamoré perdidamente en esa conversación. Ella estudiaba sociología, pero hubiera querido estudiar antropología, carrera que la UMSA ni siquiera tenía por ese entonces. Había trabajado ya en el Museo de Arqueología, descubriendo y amando el arte prehispánico. Amaba a José María Arguedas y era una vergüenza que yo no lo hubiera leído. ¿Sabía quién era García Zárate? ¿Y Miguel Saravia? Cómo era posible que no supiera. ¿Había leído Rayuela? Ah, bueno, por lo menos. ¿Sabía qué era el control de pisos ecológicos? ¿Y la interdigitación de los poblamientos étnicos en los valles y yungas? ¿No? ¡Pero de dónde venía yo! ¿Conocía la poesía de Aimé Cesaire? En cinco horas vertió la Bolivia y la América Latina de sus esperanzas en mi alma. A las semanas le pedí que se casara conmigo. Creyó que estaba loco.
Luego, de la mano de su guitarra, se fue convirtiendo en la cantante profesional que es. Vinieron los discos, los conciertos, los festivales internacionales. Junto con ellos llegaron Valeria y Andrés, nuestros hijos. Vino también la investigación. Sus cientos de horas buscando en los archivos. Las músicas de las Guerras, para que se ame la paz. Recuperando partituras, grabaciones, testimonios, documentos. Pero siempre primero nuestros hijos, con la música y la poesía desde ya antes de nacer. En el momento de mayor brillo de su carrera como cantante, murió Valeria. La Valeria se nos murió. Jenny quedó en silencio. Se reinventó luego. Se obligó a reinventarse. Logró su doctorado, investigando boleros, ejércitos y caballerías. Volvió lentamente a cantar. Volvió a componer. Fue ganando su fuerza, recuperando su espíritu. Volvió a grabar. Volvió con esfuerzo a los escenarios. Publicó su libro y ensayos. Siguió visitando archivos. Una obra que me deja sin aliento de tanta investigación acumulada, esperando más libros, más redacciones.
Y luego, hace un año exactamente, se murió nuestro Andrés. Otra vez el silencio. Otra vez lo incomprensible. Otra vez el silencio, ahora sagrado y replegado en la esperanza. Sigue siendo la joven que conocí. Valiente y dispuesta a dar su alma por lo que ama y cree. Sabe que Valeria y Andrés la esperan. Tiene como afanes estudiar música antigua, tomar otra vez más clases de guitarra, publicar otro libro extenso. Quiere aprender a tocar clarinete. Quiere viajar a la India, y navegar el Amazonas. Pero primero siempre, ahora, nuestros nietos, los hijos del Andrés, con la música y el arte alrededor de ellos. Es que Jenny nunca deja de decir sus canciones y de tocar su guitarra en este nuestro horizonte, de cara a los cerros, o allí donde la halle el amanecer, sembrando cantos de lluvia y enérgicos aleteos. Es que Jenny, desde este nuestro silencio, es un silencio que canta.
Jenny Cárdenas (La Paz, 1956). Cantante, guitarrista, musicóloga y socióloga.
Bellísimo texto, Ricardo. Un abrazo enorme a Jenny, mi tocaya juliana.
Ricardo que bonito testimonio sobre tu querida Jenny!!! Me impresiona como la describes con tanto amor y admiración por su garra para poder salir del silencio en que cae cada vez que han sufrido la terrible perdida de Valeria y ahora Andrés.
Apoyada ahora en el amor que derrama sobre ti y los nietitos, Silvio y Lara, vuelve lentamente a recuperar su canto.
Muchas gracias por compartir tus sentimientos. Les mando un abrazo fuerte y cariñoso.
Bello texto! Gracias por este regalo tío querido. Sin duda son inspiración para seguir caminando y creciendo, así como ejemplo de fortaleza para la familia entera. Los quiero
Un abrazo de siglos para ti, ladrón de corazones. Y para ella….. ella ya sabe.