Acogió en su casa a Carmen Pereira y sus dos hijos cuando los militares los buscaban. Aquello bastó para que el próximo detenido fuera él. Este es apenas un retazo de la vida de un hombre que aprendió a “ser para los demás”.
El día que vio la luz, su mamá lo amantó brevemente y comprendió que su niño enfrentaría una sorprendente vida de resistencia y búsqueda de justicia. Faustino Torrico, un inquebrantable ideólogo y activista mirista durante el septenio banzerista, nació el domingo 15 de febrero de 1953, durante las postrimerías de un caluroso verano cruceño, en una céntrica calle del primer anillo de Santa Cruz de la Sierra. Para evitar comentarios de la pacata, colonial y aristocrática sociedad cruceña, presume, inmediatamente después lo exiliaron a Vallegrande.
Allí, en el hogar de una de sus tías maternas, desposada por un judío austriaco que había huido de la “solución final” de Hitler, vivió hasta sus 11 años. Estudió la Primaria en la escuela Rubén Terrazas hasta que, una mañana de finales de noviembre, resolvió sin dificultades un examen de aptitudes académicas que un sacerdote belga, André Enrique Coenraest Jacquelott, fundador y director del colegio Juan XXIII, le aplicó.
Un mes después, Coenraest Jacquelott lo convocó a La Paz y, una madrugada de los primeros días de febrero de 1965, lo acogió en las instalaciones de este innovador proyecto educativo en Aranjuez. En 1966, por la inestabilidad geológica de los cerros del entorno, el colegio se trasladó a Coña Coña, en Cochabamba. Faustino convivió siete años con otros estudiantes brillantes seleccionados de los estratos pobres de las diferentes regiones de Bolivia hasta 1971, cuando logró el bachillerato.
Conversión
En 1972, en plena dictadura banzerista, conoció a dos jesuitas, Pedro Basiana Cornet y Alfonso Pedrajas Moreno, quienes, bajo la conducción de aquel, asumían el control del Juan XXIII porque su fundador retornaba a Bélgica y confiaba su obra maestra a la Compañía de Jesús. La impresionante austeridad y la prédica de Basiana Cornet: “Ser para los demás”, marcaron el rumbo de su existencia, como la de algunos jóvenes del San Calixto que el 19 de julio de 1970 marcharon hacia Teoponte. Se había convencido que no podía ser un “cerebro estéril” ni “uno más del montón”. Decidió militar.
En 1977, a los 24 años, Faustino, además de liderar una célula del Frente Obrero del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) clandestino, dictaba clases de Biología e Historia de Bolivia en el Juan XXIII, estudiaba en la Facultad de Medicina de la Universidad Mayor de San Simón y vivía en la calle Sucre esquina avenida Belzu. Respondía a cuatro apelativos. Era Juan para sus hermanos miristas de las células obreras, Fox para los juanchos, Faustino para los universitarios y “Choco” para los sabuesos del Departamento de Orden Político (DOP), quienes seguían sus huellas.
Admite que inició su militancia durante su primer año de estudiante en San Simón y aclara que apostó por el MIR por su “proximidad ideológica” con la Teología de la Liberación que Basiana Cornet y Pedrajas Moreno encarnaban. Por una especie de “entrismo” estratégico, eligió el “encargo político” de trabajar en el Frente Obrero, aunque él no era fabril, para estar cerca de los más pobres y desamparados. “¿Qué iba a hacer yo con los universitarios?, se justifica. Explica: “hacíamos una compartición extrema”, tanto que hasta los propios miristas de la universidad desconocían sus actividades. “Era muy activo en el MIR, en las células obreras del MIR”, reconoce.
Era Juan para sus hermanos miristas de las células obreras, Fox para los juanchos, Faustino para los universitarios y “Choco” para los sabuesos del Departamento de Orden Político (DOP), quienes seguían sus huellas.
Resistencia
La labor de su célula consistía en ofrecer charlas a los obreros de la fábrica Manaco sobre materialismo histórico. “Nosotros íbamos a las puertas de la Manaco […] y ahí repartíamos unos papelitos que decían: ‘¿Usted quiere formarse socialmente?, ¿formarse políticamente?, ofrecemos cursos gratuitos de noche, después de las horas de trabajo, sobre socialismo’”. Utilizaban el manual Los conceptos elementales del materialismo histórico de la intelectual chilena Marta Harnecker.
Su labor “entrista” suponía establecer relaciones amistosas con los trabajadores y adaptarse a sus costumbres y rutinas. Participaba de las frecuentes tertulias de los obreros de la Manaco para generar confianza y respeto mutuos. “No había problema, ibas no más”, manifiesta. Fueron reuniones de confraternidad ejecutadas con extremas medidas de seguridad. “Ellos eran muy cuidadosos, sabían de los riesgos que todos corríamos”, añade Faustino. Incluso ahora se niega a delatar los nombres de sus compañeros de célula o de los obreros que contactaban. “Eran varios, no eran cientos, eran diez probablemente, [trabajábamos] poco a poco”, se limita a revelar.
Cumplía labores de impresor y propagandista de la resistencia mirista en Cochabamba. Aclara: “Era una imprenta, una copiadora de esténciles”. Por las noches, repartía panfletos, pasquines y la revista Bolivia Libre que describía, analizaba y cuestionaba a la dictadura. Entre las sombras de callejuelas solitarias, recorría los cerros Verde, San Miguel, San Pedro y los jóvenes barrios, atestados de inmigrantes, de Valle Hermoso, próximos a la refinería Gualberto Villarroel de YPFB. “Íbamos en una situación atroz, con peligro de muerte porque…, distribuir papelitos silenciosamente implicaba riesgos”, relata y, cuando reacciono sorprendido, añade sonriendo: “Éramos, pues, jóvenes y creíamos en todo lo que se hacía”. Se muestra convencido de todos sus actos.
Por su condición de “encargado de prensa”, ejecutaba algunas tareas de correo absolutamente solo. Con la más estricta reserva recibía y distribuía información clasificada. Por su lealtad con la resistencia y su rapidez mental para resolver imprevistos, era el custodio de correspondencia confidencial y de todo tipo de material con información privilegiada.
Narra que el Secretariado de Prensa y Propaganda de la Dirección Nacional clandestina del MIR le enviaba mensajes con señales dibujadas en algunos muros de la ciudad, que él leía perfectamente. Le habían otorgado un nombre ficticio y una cédula de identidad falsa para que recoja encomiendas de flota El Dorado, que contenían propaganda y, entre otros, la revista Bolivia Libre. “Yo iba a la flota, sacaba mi carnet, ya no recuerdo qué me llamaba, mostraba mi carnet y, entonces, me entregaban [el paquete]. Yo firmaba como tal persona, me llevaba el paquete y después me encargaba de la distribución”, rememora.
“Un día, voy a la flota. Me entregan el paquete y dos tipos armados me dicen: ‘¡Me acompaña, por favor!’. Estaban amenazándome con armas; yo, totalmente desarmado y con la evidencia del delito, estaba calladito”,
Sacrificio
Cierto día, antes de la última semana de marzo de 1977, alguien -cuyo nombre protege- de la alta Dirección Nacional del MIR le propuso proteger a la esposa española, Carmen Pereira Carballo, y a los dos hijos, Rodrigo y Jaime, de 9 y 7 años, respectivamente, de Jaime Paz Zamora porque “estaban en una situación de emergencia, perseguidos en Cochabamba”. Inmediatamente aceptó la delicada proposición. “Yo, como bruto”, reconoce, “les digo: Aquí yo tengo un cuarto, ¿aquí quién va sospechar?”. Escondió a la familia Paz Pereira entre cinco y siete días en su vivienda de la calle final Sucre esquina Belzu.
Los guardias de la familia de Paz Zamora repentinamente los reubicaron porque detectaron algún riesgo. “Un día, desaparecieron, se los llevaron”, narra Faustino. Así los miembros de la seguridad de Carmen Pereira Carballo y sus dos hijos, sin proponérselo, revelaron la ubicación de uno de los mensajeros de la Dirección Nacional clandestina del MIR y de la imprenta.
Por las publicaciones de Los Tiempos, pues Faustino olvidó la fecha exacta, deduzco que, entre el martes 22 y el sábado 26 de marzo de 1977, los paramilitares de la dictadura banzerista lo capturaron en las oficinas de flota El Dorado de la popular avenida Aroma, que en aquel tiempo hacía las veces de terminal de llegadas y salidas de autobuses. “Un día, voy a la flota. Me entregan el paquete y dos tipos armados me dicen: ‘¡Me acompaña, por favor!’. Estaban amenazándome con armas; yo, totalmente desarmado y con la evidencia del delito, estaba calladito”, describe la escena con aflicción.
Cárcel y tortura
Lo condujeron a una celda que el DOP tenía en el segundo patio de la Prefectura. Lo torturaron sin misericordia durante horas para que delate a sus compañeros del Frente Obrero. Se desmayó varias veces, pero no reveló nada. “Por el compartimento [entre las células miristas] no tenía gran cosa que decir”, asegura. A media noche, el prefecto de Cochabamba, Milivoy Eterovich Matenda, lo encontró completamente desnudo, apaleado y ensangrentado. Faustino cuenta que, con un hálito repentino de lucidez, escuchó que Eterovich Matenda recomendaba a los torturadores: “Tengan cuidado”. Unos días después, lo trasladaron a La Paz en un vuelo regular del Lloyd Aéreo Boliviano.
Una nota de la portada de Los Tiempos del viernes 1 de abril de 1977 titulada Confirmaron detención de 12 miembros del MIR, da cuenta que el ministro del Interior, Juan Pereda Asbún, entregó la nómina de los detenidos. Dos correspondían a Cochabamba, Faustino Torrico y Ricardo Gumucio Stambuck. Sobre él, el relato reproduce una descripción oficial: “Faustino Torrico Torrico, Choco, responsable y encargado de agitación y reclutamiento en la universidad regional. Contacto correo a nivel nacional. Se le incautó la imprenta nacional del MIR”. Gumucio Stambuck era un estudiante de la Facultad de Agronomía, por quien sus familiares intercedieron inmediatamente.
Desde el aeropuerto de El Alto, una comitiva de agentes lo trasladó a las celdas del DOP, en la céntrica calle Comercio de La Paz, a media cuadra de la plaza Murillo, nada menos que en la parte lateral del Palacio Legislativo. En aquellas dependencias, había tres calabozos individuales, él ocupaba el relativamente más espacioso, de dos metros por tres. Allí, como Papillón en su mazmorra de la Guyana francesa, Faustino permaneció 87 días incomunicado, desde el 30 a marzo hasta el 25 de junio de 1977. Marcaba una rayita en la pared por cada día de encierro para no perder la noción de las fechas.
“Todo el tiempo que he estado preso ahí he estado solo. Bueno, solo es mucho decir porque, de vez en cuando, venían tiras hechos los buenitos a tratar de sacarme información”, relata y agrega: “De improviso metían allí, a empellones, a alguien en mi cuarto. Yo sabía que ahí había un peligro terrible porque podían ser tiras que venían a sacarme información, gente que se hacía a la muy gentil. Me decían: ‘Hermanito, en qué te puedo ayudar, yo no me voy a quedar mucho tiempo aquí, por suerte me van a sacar’, incluso otros venían y reconocían su condición de paramilitares: ‘Estoy castigado, yo soy tira y me han castigado aquí por 48 horas o 72 horas’ para ver qué le decía en ese tiempo”. Faustino insiste en que nunca reveló nada.
Todos los días, alrededor del mediodía, ponían música a todo volumen y cada dos o tres días, comandados por un excomisario de la Policía, Guido Benavides Alvizuri, lo trasladaban hasta el piso superior. Lo golpeaban y apaleaban ferozmente sin que sus alaridos conmuevan. Recuerda: “Me decían: ‘¿Dónde está el Jaime Paz? ¿Dónde está este…? ¿Dónde está este otro…?’ Nombraban a todos… [los dirigentes de la cúpula mirista]”. El interrogatorio también aludía a los artefactos que encontraron el día de su detención. “¡Carajo!, ¡quién te dio esas armas!”, le increpaban porque, entre las muchas cosas que custodiaba en su habitación de la calle Sucre y Belzu, escondía dos granadas de guerra.
Todos los presos conocían su militancia mirista, lo que no era obstáculo para que en varias oportunidades compartieran cigarrillos con él. La dictadura distribuía una ración diaria de arroz kaja con grasa o menudencias entre los detenidos políticos, alimento que a él le “parecía bien”. Así soportó estoicamente una de las peores experiencias de su joven vida.
Exilio y consecuencia
Un día de junio de 1977, cuando la presión popular arrinconaba a la dictadura banzerista, uno de los carceleros le anunció y amenazó: “Vas a tener visitas, ¡carajo!, la prensa te va a entrevistar, cualquier cosa que digas que te hemos hecho nosotros, te matamos”. Durante su breve encuentro con los periodistas le preguntaron: “¿Por qué está usted aquí?” Faustino respondió que lo capturaron y encerraron porque era militante del MIR. Los reporteros replicaron: “¿Cómo lo tratan?” Se quedó en silencio durante algunos segundos y después declaró: “Bueno, como tratan a todos los presos, así me tratan”. Aunque habían mejorado su aspecto para la entrevista, lucía flaco, mal vestido y mugriento. Ahora, Faustino asegura que para él este acto fue “un gran alivio porque su retención ya era pública y porque ya sabían dónde estaba preso”. Los jesuitas del colegio Juan XXIII y los de la residencia de la Genaro Sanjinés en La Paz se movilizaron.
Unos días después, un guardia le avisó: “Vas a recibir una visita”. Sabía que eran entrevistas brevísimas. Se aproximó a su celda el sacerdote jesuita Gabriel Codina Mir, le manifestó: “Estamos viendo la posibilidad de sacarte, hay dos lugares que pueden recibirte: Bélgica y Suecia; en Bélgica hemos tomado ya contacto con el padre Enrique. Tú eliges porque a los dos países puedes ir, pueden recibirte”. Sin dudar ni un solo instante, Faustino respondió: “A Bélgica”, porque en aquel país, me explicó, tenía a André Enrique Coenraest Jacquelott, su director y educador durante sus años maravillosos en el Juan XXIII.
Una mañana, un par de guardias lo condujo enmanillado a las oficinas de Identificación Personal de la Policía. Caminaron media cuadra por la calle Comercio hasta la esquina del Palacio Quemado, cruzaron la plaza Murillo, llegaron a la entrada de la Cancillería entre las calles Ingavi y Junín y subieron media cuadra. Allí con la chompita que portaba desde el 26 de marzo, cuando lo capturaron, lo fotografiaron y le entregaron un carnet de identidad. Más tarde, aquel mismo día, lo visitó un oficial de la Policía y le manifestó: “Mañana te van a recoger, mañana te vas”. Así fue.
Al día siguiente, Faustino viajó a Bruselas vía Lima. Relata: “Me han llevado directamente al aeropuerto con dos guardias; en el aeropuerto me han entregado un salvoconducto”. Allí se reunió brevemente con Codina Mir, otro jesuita y tres estudiantes del Juan XXIII que habían viajado desde Cochabamba para despedirlo: Íver Cortez Alanis, Rolando Olguín Maldonado y Nepthalí Sierraalta, quien narra: “Viajamos en flota y nos alojamos en el San Calixto. Nos subieron al aeropuerto. Uno de ellos [de los jesuitas] le regaló su reloj a Fox, a quien custodiaban un par de policías. No pudimos charlar, solo lo abrazamos y nos despedimos”. Faustino asegura que solo recuerda imágenes difusas de sus interlocutores. Explica: “Sin lentes tampoco veía gran cosa, era bastante miope”. En uno de los restaurantes del aeropuerto Faustino, Gabriel Codina Mir y su ayudante jesuita, los tres muchachos y los dos custodios vestidos de civil compartieron en silencio un café. Al verlo desabrigado y sin enseres personales, el jovial Codina Mir, forzando una sonrisa para distender el ambiente, le entregó una maletita con ropa, se sacó su reloj y lo obsequió a Faustino ante el asombro de los mastines de la dictadura.
Faustino Torrico retornó a Bolivia nueve meses después, en marzo de 1978. El “encargo político” que había recibido y que él se había impuesto impedía que permanezca en Bélgica. El 17 de enero de aquel año, una huelga de hambre de mujeres mineras había doblegado a la dictadura de Hugo Banzer Suárez. Logró la amnistía general e irrestricta. En Cochabamba, sin perder tiempo ni escatimar esfuerzo, distribuía propaganda y capacitaba a cuadros de las células obreras miristas. La brutalidad de la dictadura jamás lo derrotó.