Medio millón de almas acudieron a un concierto en una granja alquilada en las afueras de Nueva York, entre el 15 y el 18 de agosto de 1969. Nadie imaginó tal asistencia, y no faltó quien esperara disturbios. Pero nunca nada en el mundo fue más pacífico y revolucionario que Woodstock.
50 años de Woodstock… ¡a la mierda, medio siglo! ¿Pero que es Woodstock? dirán los lectores. En lo que sigue, intentaremos desde algunas aristas, siguiendo algunos rastros, reflejar la dimensión de un evento que, en su momento, fue signo y síntoma de los tiempos, pero que hoy, en el mundo del wasap y las noticias falsas, huele a leyenda inmemorial, a mito forjador, a un hecho único, inclasificable e irrepetible. ¡Que los sagrados héroes del rock and roll nos acompañen en la travesía!
El queso, los ratones y algo llamado Woodstock
Michael Lang, John Roberts, Joel Rosenman y Artie Kornfeld tenían menos de 25 años cuando organizaron el festival musical de Woodstock. El trabajo les demandó nueve meses y gastaron casi 2 millones de dólares. Prepararon un escenario de 30 metros y cuatro gigantescas torres de andamios para los proyectores de luz y las cajas de sonido. Hicieron publicidad en unas 250 revistas underground de todo Estados Unidos anunciando la participación de 28 grupos y solistas musicales, y esperaban un techo de 50.000 personas asistentes. Era suficiente.
Sin embargo, la noche del viernes 15 de agosto de 1969, 200 mil almas ya se apretujaban en la grama del terreno de la granja donde se realizaría el evento y que Michael y sus socios habían alquilado al productor lechero Max Yasgur. Le pagaron por ello 75.000 dólares.
Pero eso no era todo. Esa misma noche, un mínimo de 800 mil personas –por decir: todos los que habitan hoy mismo la ciudad de Cochabamba, todos juntos– iban en camino hacia Woodstock en interminables filas de automóviles o, simplemente, a pie.
Todas las previsiones cayeron. Los servicios higiénicos fueron rebalsados –a pesar de que habían instalado 600 baterías de baños–; los alimentos escasearon y luego se agotaron. El bueno de Yasgur había donado leche y queso de su propia factura; la Unión de Damas Judías de Bethel –el pueblo del estado de Nueva York donde terminó haciéndose el festival ante la negativa de los pobladores de Woodstock, aunque la convocatoria ya estaba lanzada con ese nombre– colaboraron repartiendo gratis 30.000 sándwiches; al final, una cuadrilla de helicópteros de la aviación norteamericana arrojó paquetes de comida a la multitud.
El tráfico de vehículos colapsó y los iniciales 100 policías asignados a su control tuvieron que ser reemplazados por el mismísimo ejército, aquel que estaba haciéndole la guerra a los vietnamitas. Y, sin embargo y a pesar de tantas contingencias que parecían insalvables, todo fue un éxito.
Durante la primera noche del espectáculo, se largó sobre el campo una poderosa tormenta que convirtió todo en un inmenso lodazal. La revista Time dijo que la visión de la multitud en el barrial de Woodstock se asemejaba a la de “una gigantesca comunidad cristiana primitiva”, donde la lluvia, el frío y el hambre fueron afrontados con solidaridad y serenidad. Basta ver una de las fotos de la actuación de un casi desconocido (hasta entonces) Richie Havens interpretando su después clásico tema folk titulado Freedom (Libertad) frente a una multitud respetuosa y silenciosa e imaginarse a un Cristo Negro versionando su propio Sermón de la Montaña.
Cuando las noticias de la inesperada concentración humana se empezaron a difundir en la ciudad de Nueva York, a 180 kilómetros al sudeste, nadie daba crédito al buen comportamiento de los asistentes, pues se esperaba un desastre que nunca ocurrió. Había nacido uno de los mitos más románticos del siglo XX: Make Love Not War (Haz el amor, no la guerra). Esa fue su bandera.
Woodstock fue la cristalización esplendorosa y activa de la búsqueda por redefinir el sentido profundo de la vida. La bandera la enarbolaron los hippies, jóvenes rebeldes y contestatarios de esos años, huérfanos y herederos de la generación beat, quienes cavaron trincheras con la también ya mítica trilogía del “sexo, droga y rock and roll”. Era un coctel explosivo: no lo fue.
Nada daba crédito al buen comportamiento de los asistentes pues se esperaba un desastre que nunca ocurrió. Había nacido uno de los mitos más romáticos del siglo XX: Make Love Not War.
Tres días que conmovieron al mundo
¿Qué había pasado? ¿Por qué tanta gente se dio cita en Woodstock?
Era un mundo convulsionado: la tensión Este–Oeste, el ánimo de motín y las guerras de liberación nacional sacudían a casi todo el planeta.
Eran unos Estados Unidos convulsionados como nunca antes tras su Guerra de Secesión, cien años atrás, y como nunca después, ya que aún estaban frescos los muertos policiales a causa de los peores disturbios raciales de su historia, los asesinatos de Martin Luther King, líder en la defensa de los derechos civiles de los afronorteamericanos, y de los hermanos Kennedy. Y estaba en pleno desarrollo la guerra que casi desangra a los “States” desde adentro: la Guerra de Vietnam, donde los soldados yanquis morían sin sentido y había un rechazo generalizado a la participación norteamericana en la misma.
Si uno compara los estragos causados por la secuencia–dupla Bush Jr.-Obama –por si acaso, el primer presidente negro de los USA– y la casi no resistencia interna a las políticas ultrabelicistas de los mismos, so pretexto, esta vez, de la archipublicitada “lucha contra el terrorismo”, tal vez pueda entender la hondura de esa increíble demostración de voluntad pacifista que fue Woodstock.
Poder compartirlo todo, sin celos, sin mezquindad ni envidias ni competencia; amar y vivir amando, música y paz: en eso creían quienes participaron del multitudinario evento.
Jerry García, guitarrista y líder del grupo de rock psicodélico Grateful Dead, uno de los platos fuertes musicales del festival, calificó a Woodstock como “una ciudad épica y bíblica que surgió de forma improvisada, espontánea, imprevisible. Y ese fue su mérito”.
García sabía de lo que hablaba. Grateful Dead y sus seguidores (los Deadheads, los cabezas muertas), surgidos del núcleo duro irradiador de arte y música, y capital contracultural de los hippies que fue San Francisco en los años 60 –de donde salieron también Jefferson Airplane y Santana, entre otros, y que también estuvieron en Woodstock, fueron la primera manifestación claramente tribal de la cultura del rock: los Deadheads seguían a la banda por todas partes y armaban pequeñas ciudades, “épicas y bíblicas”, en los caminos allí donde “los Dead” se presentaban. Algo similar, para acercarnos en el tiempo, a lo que pasó con el Indio Solari y sus “misas ricoteras” en la Argentina de los años 2000. Hay, en lo aparente, una línea de continuidad entre lo efímero –esos tres días que conmovieron al mundo, diría un John Reed rockero– y ese espíritu de comunión pagana que floreció en Woodstock.
Jimi Hendrix interpretó el himno nacional de los Estados Unidos. Era, en sí mismo, un manifiesto musical antibélico contra la injerencia norteamericana en un país en las antípodas del mundo.
En el mundo mediático del presente, es difícil concebir cómo un megaevento de estas características pudo tener lugar sin que los medios masivos de comunicación lo hubieran promovido de manera previa. He aquí el “milagro” de Woodstock. ¿Por qué sucedió? Los interrogantes siguen abiertos.
Abbie Hoffmann en su libro Talk–Rock–Album, proclamó la Woodstock Nation (La nación Woodstock), una fiesta gigante que marcaba el camino y abría la puerta hacia una nueva sociedad, una nueva humanidad, un nuevo mundo.
Dieter Baacke en su libro Beat: la oposición silenciosa, defiende el hecho de la “necesidad de autoexpresión, amor, afecto y admiración (en el sentido de admirar y ser admirado)” y asegura que este fue el espíritu que primó en Woodstock.
Por su parte, el germano Uwe Schmitt afirmó en su ensayo Una nación por tres días. Sonido y delirio en Woodstock: “Quizás la leyenda de un único fin de semana de amor, música y paz en agosto de 1969 ha sobrevivido al paso de los años y a su comercialización sólo por haber escapado continuamente a su captación y seguir siendo literalmente inaprensible, a pesar de todos los intentos de interpretación”.
Tal vez allí, en la suma imperfecta entre lo fugaz y el misterio, encontremos una respuesta que aun así seguirá siendo elusiva.
Santana: de lo nuestro, lo mejor
Dentro de la constelación de artistas que actuaron en el festival, para muchos críticos musicales la actuación de Carlos Santana fue la revelación, fue un hecho descollante, la luz de faro dentro de la vorágine polisémica de Woodstock. Fue, extrapolando, como si Pancho Villa y sus huestes hubieran vuelto a invadir el territorio de la Unión, pero esta vez armados de guitarras eléctricas y congas y una música envolvente y desconocida hasta entonces. El sur también existía.
Santana fue el plato gourmet de la cita. No eran tiempos donde la música étnica fuera lo políticamente correcto: había que desencadenar ese torbellino musical –como fue la actuación del guitarrista chicano– para que lo que ahora llamamos “étnico” –¿quieren encasillarlo como latino? Bien también, si les cabe esa reducción del mercado–, deslumbrara, hechizara, diera vuelta las cabezas de los gringos.
Tras sus actuaciones en Caracas –donde hubo tres jóvenes muertos por disturbios, producto de la mala organización del recital– y en El Campín de Bogotá, Santana desembarcó en Argentina el año de la primavera eterna, el 73, cuatro años después de Woodstock. Ya era un artista consagrado, pero llevarlo al culo del mundo –como dirían el Papa y la María Galindo– era un riesgo… comercial. Y lo mismo que en Woodstock: la presencia de Santana en Argentina rebalsó todas las expectativas.