Casi no se la ve; no sé si por el lugar donde está, o porque las ramas secas de los frondosos árboles que la acompañan no permiten que aparezca. Uno puede caminar por su vereda minúscula, que varios automóviles estacionados invaden sin clemencia y nos obligan a tomar nuevos rumbos, haciendo que este trayecto sea un avanzar sin mirar.
Las viejas escaleras que conducen al reloj de la Pérez Velasco están tan cerca de ella que todos los días mantienen una conversación de una sola voz, la de las escaleras. Esos peldaños saturados de personas que transitan todos los días a contra reloj, y en los que en otras épocas podías encontrar figuritas de algún álbum para intercambiar, o caseras que vendían fideos rebosados a los estudiantes que utilizaban sus propias hojas de carpeta como platos improvisados.
Cuando estás subiendo estas escaleras y haces una pequeña pausa para recuperar el aliento, levantas la cabeza y la ves. Ahí es donde parece que el cuerpo se va para atrás; miras su fachada, tratas de buscar su punto más alto y la mirada asciende largamente. Te das cuenta que estaba ahí y nunca la habías visto, que pasabas por alto algo maravilloso.
Ella está ahí, soportando en silencio al tiempo, que parece no poder con ella. Mantiene su belleza intacta, su impronta, su finura. Aparece y desaparece todos los días, lidiando contra el olvido y el ritmo de una ciudad que casi no permite parar y contemplar. Y sin embargo, continúa, con una presencia que contrapone belleza y anonimato, y que, por encima de todo, perdura.