¿Qué historia hay detrás de esta fotografía?, ¿no hemos visto decenas de imágenes iguales a esta?, ¿no hemos hecho nosotros mismos alguna parecida aprendiendo a usar nuestra cámara? El fotógrafo boliviano Samy Schwartz estuvo en decenas de lugares alrededor del mundo. En todos ellos cumplió sagradamente un ritual: fotografió la habitación donde durmió. ¿Por qué?
Llevo meses mirando sus fotos y he visto millares, algunas magníficas, de su trabajo periodístico. Hay una enorme cantidad de fotos por las que podría empezar; el tipo de fotos que todos admiran porque se parecen más a lo que se acostumbra premiar, las fotos osadas, con coraje, con la proximidad que Robert Capa habría aplaudido; las fotos de la acción de guerra, de la denuncia y demanda de justicia, cualquiera sea la subjetividad de esa demanda.
Empezaría por las fotos de Gaza en pleno inicio de la primera Intifada. “Jan 1988” se lee en el marco de las diapositivas. Son manifestaciones incesantes, imágenes de militares con su fusil y manifestantes con piedras en mano, fogatas y edificios derrumbados por alguna bomba; pero entre toda esa fuerza informativa de las fotos de guerra se cuela esta imagen: una habitación con la cama destendida, el periódico y algunos objetos sobre ella; un libro que parece una guía y dice “Israel”. Quedo cautivado.
Pienso en esa repetida clase de García Márquez que empezaba con la anécdota de la señora que iba llorando en el taxi y él pensaba que esa imagen bien podría ser el inicio o el final de una buena historia. ¿Y qué historia hay detrás de esta fotografía?, ¿no hemos visto decenas de imágenes iguales a ésta?, ¿no hemos hecho nosotros mismos alguna parecida aprendiendo a usar nuestra cámara?
Pienso en la muerte también, porque el sujeto de la foto ya no está, y porque el exterior tiene una atmósfera rara, algo enferma, algo onírica. Pienso en la muerte cuando pienso en lo que se necesita para que una imagen así, en apariencia simplona, equis, como se dice, tenga un valor artístico o significante. Pienso si estaríamos hablando de esto, de esta foto en particular, si Samy siguiera vivo. Pienso también si existiría el mismo valor místico de la imagen en la ausencia y presencia inherente a un sujeto que no está pero está en la fotografía, y que, sin embargo, ya no está en nuestras vidas.
No obstante, no hace falta morir, al menos a esta imagen no le hacía falta que Samy muriera, como en ningún momento le hizo falta tampoco que ese sujeto estuviera presente/ausente en la habitación. La fotografía es por sí misma una historia. Podría no ser la de Samy, podríamos no saber nada de esta, ni el año, ni de la “Intifada”, ni el lugar preciso. Es una expresión narrativa compleja, completa, autónoma y simple a la vez; no hay gente haciendo gestos, no existe la semántica que provee acción a ciertos sujetos; no es la fotografía de calle donde se opone un grafiti romántico a una mujer cargando su casa en las espaldas mientras al fondo juegan unos niños, no. Ella sola, esa imagen “vacía”, provee tanto en su simpleza.
Pienso en la muerte cuando pienso en lo que se necesita para que una imagen así, en apariencia simplona, equis, como se dice, tenga un valor artístico o significante. Pienso si estaríamos hablando de esto, de esta foto en particular, si Samy siguiera vivo.
Los cigarros, los libros a medio hojear, el vuelo de la cortina, la propia cama sin arreglar son su presencia y los misterios de la historia detrás de esta imagen y que conforman las pistas de algo por descubrir. Eso la hace cautivante, eso, y que me haya encontrado con más de una decena de fotografías similares durante mi trabajo componiendo su archivo.
Samy había abandonado la fotografía durante una década a causa de una decepción amorosa, tiempo en el que el oficio mudó del celuloide a los sensores digitales. Fueron diez años sin haber hecho fotografías y lo primero que pude ver fue su trabajo más reciente en miles de fotografías en digital: el TIPNIS, los ODESUR, manifestaciones del NO, elecciones y un par de investiduras presidenciales. En todas, siempre había una foto de la habitación antes de empezar el día. No me sorprendía, es muy usual que el fotógrafo se asegure de que su equipo está funcionando correctamente. Tiras un par de exposiciones de donde estés y a lo que sea; es digital, no importa mucho y, lo mejor, puedes ver inmediatamente; revisas enfoque, exposición, limpieza del sensor, memoria, lo que quieras; la inmediatez justifica totalmente tener esas fotos. Samy era una ametralladora, disparaba su cámara en ráfaga, pero estas fotos no, eran una o dos por si hubiera que corregir la exposición.
Empezó a llamar mi atención que se repitiera como un patrón. No eran fotografías del lobby del hotel o de la oficina que iba a fotografiar. Es —siempre— la habitación donde durmió.
Llega, distribuye sus cosas en el cuarto, se apropia, lo habita, piensa en el trabajo que hará, descansa/o no, se levanta temprano, se prepara para salir, mira su equipo, mira la luz por la ventana, calcula una exposición, tira un par de fotos, las revisa y ya está, a la calle, nada especial; excepto que: en 1988 no había fotografía digital.
Samy era una ametralladora, disparaba su cámara en ráfaga, pero estas fotos no, eran una o dos por si hubiera que corregir la exposición.
Encontrar esta imagen fue cautivante y sorprendente por eso, porque no tendría ningún sentido hacer esas fotos de prueba minutos antes de salir a trabajar si se tratara de una simpleza técnica o de una manía fotográfica común. Tendría sentido en la inmediatez de poder ver la foto en una pantallita digital, pero no en celuloide, no en la franja de Gaza, no en 1988 como dice el grabado en el marco de la diapositiva. Esos días, el fotógrafo tenía que confiar en su técnica ciegamente, las fotos tendrían que esperar, estarían ahí, latentes, y nosotros latiendo la confianza de haberlo hecho bien, de que estuvo bien expuesta, en foco, bien compuesta; de que tenía la profundidad ideal, de que la imagen permanecería hasta llegar al revelado, que no sería ahí ciertamente, pues tendría que cruzar aduanas, rayos x, llegar a un laboratorio, ser revelada a la temperatura correcta, en la concentración óptima de reactivos y lavados; y entonces poder ver qué sucedió esa mañana en esa habitación.
No se trataba de una revisión de rutina, aunque tal vez sí un ritual, el paso de un mantra personal. Quizás un testimonio de sí mismo, un testimonio de un “existo en la imagen, existo en la fotografía, ahí estoy, hoy viví y no sé si mañana estaré; y si no estoy ese es el testimonio de mi último día, de mi yo, de mi estar, de lo que mis ojos vieron y de dónde descansó mi cuerpo por última vez”. Para que me vean mi madre, mis hermanas, mis hijas, para que me conozcan finalmente, para que me sepan en la intimidad.
Tal vez Samy lo intuía, tal vez sabía que se iría antes. Quizás lo hizo a conciencia y, ya después por hábito, repitió su mantra infaliblemente, haya sido por miedo o superstición, por seguridad o como un hábito, como pasar la mano por el marco de la puerta al entrar y al salir. Entonces me acordé otra vez de aquella lección de García Márquez sobre el principio o el final de una historia interesante.
(…) “existo en la imagen, existo en la fotografía, ahí estoy, hoy viví y no se si mañana estaré; y si no estoy ese es el testimonio de mi último día, de mi yo, de mi estar, de lo que mis ojos vieron y de dónde descansó mi cuerpo por última vez”.
Samy quería que supiéramos dónde estaba, quería revelar su vida, su yo, su intimidad, sus temores; parece que le enviaba un mensaje encriptado a alguien. Como a sus 20 años, quiso contar la historia en Gaza, de la guerra y su temor a no volver, aquel 5 de diciembre. 30 años después rezó su mantra, hizo una foto de la habitación, de sus objetos sobre la cama, como hacía siempre, de la sangre que tosió, y eso fue lo último: la imagen final de una buena historia.
¿Sabría él que se autorretrataba en la habitación vacía?, ¿sabría él que hacía un testamento antes de salir, sabía él que tenía miedo y por eso se aseguraba de estar y dejar algo de sí para sus seres queridos? Después de todo, el resto del día él no estaría, él solo sería el conducto de otro testimonio, el de las guerras, el de las luchas de los justos con los injustos, el testimonio de los otros; pero ¿qué queda de mí, de mis luchas, de mis temores, de mis propias injusticias? Tal vez eso apretaba en su corazón, tal vez por eso dejaba estas fotos, como migas de pan en el camino para saber volver de la casa del gigante.
30 años después rezó su mantra, hizo una foto de la habitación, de sus objetos sobre la cama, como hacía siempre, de la sangre que tosió y eso fue lo último: la imagen final de una buena historia.
Cada día, mientras reviso el archivo de Samy, me encuentro con algo especial: atardeceres maravillosos, fotos para NatGeo o para Magnum, tal vez para una portada del New York Times, pero yo me quedo con esta, llena de misterio, de enigmas, llena de las pistas de una historia que está por empezar, porque me gustan las historias.
Me quedo con esta porque cautiva con sus señales, con su sujeto ausente/presente, con su luz cálida en el interior y fría en el exterior, con sus rojos pasión y los celestes putrefactos de la guerra en las calles. La frazada áspera pero caliente, los cigarrillos al lado del libro, las noticias junto a la guía de Israel, el aire fresco que entra por la puerta, el doblez del papel de quien espera algo o a alguien, la habitación, el habitarse.