No se puede pensar el tercer cine boliviano sin la poderosa presencia de Beatriz Palacios. Una ferviente admiradora busca sacar de las sombras a una mujer cuya genialidad fue propulsada durante toda su vida por la rabia y los sueños de un mundo más justo.
Finalista del Premio Nacional de Crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela
Hace apenas unos días, un grupo de paramilitares asaltó la sede de la Central Obrera Boliviana, matando a Carlos Flores, Marcelo Quiroga Santa Cruz y Gualberto Vega. Aquel golpe de Estado no tomaba por sorpresa a nadie. Venía dando señales desde hace meses, con la explosión de una granada en plena marcha de la COB, el sospechoso accidente de una avioneta en la que viajaban líderes de la UDP y el secuestro, tortura y asesinato del padre Luis Espinal, cineasta y director del semanario Aquí, en el cual ella escribía una columna.
Se habla de una “lista negra” donde aparece su nombre y el de su esposo, pero eso no la detiene: Toma el carnet falso que suele usar en ocasiones como ésta y se dirige a las localidades mineras del altiplano, con el objetivo de recopilar testimonios de la gente que acaba de enfrentarse con el Ejército.
A partir de Huanuni, soldados y agentes vestidos de civil interceptan varias veces el bus en el que viaja. Revisan equipajes. Hacen preguntas. Ella los sortea imperturbable.
En su breve paso por Llallagua encuentra a una amiga suya que, alarmada por verla allí, le pide que retorne de inmediato, pues los uniformados han estado preguntando dónde encontrarlos. Agradece la preocupación, pero decide continuar su viaje.
Se habla de una “lista negra” donde aparece su nombre y el de su esposo, pero eso no la detiene: Toma el carnet falso que suele usar en ocasiones como ésta y se dirige a las localidades mineras del altiplano, con el objetivo de recopilar testimonios de la gente que acaba de enfrentarse con el Ejército.
Apenas llega al paradero de Siglo XX se le acerca un agente, metralleta al hombro, para interrogarla acerca de las razones por las que está allí. Ella cuenta que está llegando de Oruro para buscar a su empleada doméstica, oriunda de Siglo XX, porque acaba de huir robándole una buena cantidad de dinero. El sujeto se ofrece a ayudarla a cambio de la mitad de lo que se recupere, pide la descripción de la supuesta ladrona y acuerdan encontrarse al día siguiente a las nueve de la mañana, en el mismo lugar, para iniciar la búsqueda. Se despiden.
Una vez se ha asegurado de que no la están siguiendo, ella desvía rápidamente el paso para meterse entre las callejuelas del campamento minero hasta llegar a la casa donde están escondidos tres compañeros a quienes pretende entrevistar.
Miles de campesinos llegaron al poblado en los días previos, caminando kilómetros para traerle comida a la gente que estaba pasando hambre por el cerco militar. Cientos de fogatas ardiendo en los cerros para calentar a quienes dormían a la intemperie, pututos anunciando el ánimo de lucha, fusiles Máuser sin municiones, pero que igual daban valor, un cadáver desnudo encontrado en la carretera, la comunidad organizándose para enterrarlo. Ella escucha todo con atención y va registrándolo afanosamente en hojitas de papel. Las dobla con cuidado y las oculta en la planta de sus zapatos, para regresar de inmediato a La Paz.
La primera vez que supe de ella, estaba iniciando una investigación sobre cine boliviano y su nombre apareció en un pie de página. Absolutamente neófita en el tema, le pregunté a mi compañero, un poco mejor enterado que yo.
Era la esposa de Jorge Sanjinés —respondió sin apartar la vista de su computadora.
Me exaspera ese tipo de respuesta.
Pero yo no quiero saber de quién era esposa, quiero saber quién era ella.
Ya, ya, perdón. Era productora de Ukamau, —y añadió con una sonrisa irónica— ¿Ahora sí he respondido bien?
Wikipedia es escueta: “Beatriz Azurduy Palacios Mesa (Oruro, 31 de julio de 1952 – La Habana, 20 de julio de 2003) fue directora de cine, productora, guionista y activista boliviana”. Aparecen listados un premio y cuatro películas. Ninguna foto.
Pero yo no quiero saber de quién era esposa, quiero saber quién era ella.
Entonces ¿Es “Azurduy” o “Palacios”? —insisto.
Parece que no hay acuerdo al respecto. No sé mucho sobre ella, sinceramente.
La revisión de literatura acerca del Grupo Ukamau también resulta ser infructífera. Es como si la figura de Jorge Sanjinés eclipsara todo a su alrededor, pues la producción del Grupo, en sus diferentes etapas, es mencionada casi siempre como “el cine de Sanjinés”, haciendo muy pocas menciones a otras y otros involucrados.
Consciente como estoy de que los enfoques autoristas tienden a subsumir todo el proceso de elaboración de una pieza cinematográfica bajo el paraguas único del “genio creador”, que expulsa de la historia a la mayor parte de las personas cuyo trabajo hace posible una película, entendí que necesitaba buscar en la historia no-oficial: archivos, notas al pie, anécdotas. Inicié, entonces, una búsqueda larga, ayudada por autoras como María Aimaretti e Isabel Seguí.
“Es un personaje que me intriga muchísimo, a medio camino entre la Mata Hari y Tania la guerrillera” escribió Alfonso Gumucio en su diario de campo en julio de 1975, cuando acababa de conocerla. “Sé que ha estado varios años en México, dice que es boliviana y en efecto conoce bastantes detalles sobre Bolivia, dice que ha viajado por aquí y por allá, sabe hablar con acento mexicano, cubano o ecuatoriano cuando es necesario. No sé si se llama efectivamente Beatriz Palacios porque el otro día al querer recordar su apellido materno, tuvo que recordárselo Jorge. El apellido era Durán o algo así. Cuenta Beatriz que suele vestirse de campesina para pasar clandestinamente las fronteras latinoamericanas”.
“Es un personaje que me intriga muchísimo, a medio camino entre la Mata Hari y Tania la guerrillera”, escribió Alfonso Gumucio en su diario de campo de julio de 1975, cuando acababa de conocerla.
La poca información que se tiene sobre ella, de hecho, sí está plagada de inconsistencias. Generalmente se maneja 1952 como año de su nacimiento, pero ese dato es poco plausible, dado que en 1973, año en que conoció a Jorge Sanjinés en Cuba, ella ya llevaba alrededor de diez años viviendo en la isla. En ese país había terminado sus estudios de periodismo, participado en programas de alfabetización en Sierra Maestra, trabajado como obrera voluntaria en construcciones de La Habana y como machetera en campos de caña de azúcar en Santa Clara. Era presidenta de los residentes bolivianos, difusora del cine de Ukamau y estaba casada con un militar. Suena como demasiado para alguien que, de haber nacido en el 52, estaría en ese momento apenas saliendo de la adolescencia. Por otra parte, Jorge asegura que ella tenía veintiocho años cuando se conocieron, por lo que parece más probable que haya nacido alrededor de 1945.
Es posible que, a su regreso del exilio, haya utilizado documentos falsificados para reemitir su cédula de identidad y pasaporte; lo que dio lugar a los malentendidos.
De su infancia y juventud quedan pocas escenas para reconstruir:
Beatriz, muy niña, jugando en una comunidad aymara donde solía pasar las vacaciones con una comadre de su mamá; aprendiendo, sin darse cuenta, el idioma cuyo dominio le sería de gran utilidad en el futuro, para llevar las películas de Ukamau a los rincones más insospechados del país, cargada de un generador eléctrico, un proyector y copias de las cintas.
Beatriz, jovencísima, acudiendo al Instituto Cinematográfico Boliviano con la esperanza de que ahí pudieran darle cursos de cine, y siendo inmediatamente despachada por la secretaria del ICB, sin lograr entrevistarse con Jorge, el entonces director.
Beatriz, voluntaria al servicio de la Revolución Cubana en los tiempos más duros del bloqueo, alimentándose únicamente de arroz, fabricando sus propios zapatos, viendo frustrados sus deseos de unirse a la guerrilla que partiría rumbo a Bolivia porque, debido a su condición física, rechazaron su ofrecimiento.
Ella y Jorge se hicieron inseparables tan pronto se conocieron. Les era imposible volver a Bolivia entonces, así que se fueron a Europa y posteriormente a México. Allá, su situación económica se tornó desesperada.
Una de esas mañanas, Beatriz salió de su hotel decidida a entrevistarse con el presidente de la Empresa Estatal de Cine Mexicano. Jorge, escéptico, la esperó en el balcón de su habitación hasta que la vio aparecer a lo lejos, con un “pasito jubiloso” que le dio esperanza.
Bueno, Pelmex nos va a comprar los derechos para México de El Enemigo principal por 20 mil dólares. Mañana nos preparan el cheque. ¡Un tipo macanudo ese señor!
A mediados de 1975 se trasladaron a la región interandina ecuatoriana para filmar Fuera de Aquí, la primera experiencia cinematográfica de Beatriz. Eran tiempos precarios, tiempos de celuloide y cámara electromecánica, tiempos de Plan Cóndor, de distribución de películas en la clandestinidad, de prestarse equipos o recurrir a tiendas de empeño para financiar las películas, de trabajo no pagado, voluntario, militante. Así llegó el pequeño equipo —en el cual ella era la única mujer— a los pies del Chimborazo, para filmar en comunidades en las que no había agua, donde el grupo dormía en colchones de paja al interior de un centro comunitario y se alimentaban, principalmente, de sucesivas tazas de avena con pan.
Beatriz fue la encargada de mediar con la gente que los ayudaba, conseguir provisiones, preparar locaciones y, eventualmente, cocinar para el equipo. Inicialmente, se suponía que sería ayudante de producción. Terminó apareciendo en los créditos como productora, co-guionista y co-editora.
Una foto en blanco y negro de aquel rodaje me deja verla completamente de blanco, con una cofia en la cabeza e inclinada sobre “el paciente”, con Jorge al lado suyo haciendo de doctor.
“Era la primera en levantarse y la última en acostarse” —recuerda Erika Hanekamp, una joven alemana que colaboró en las escenas de la película que requerían gringas. “Ella estaba en todo, hacía todo. Era la organizadora, la que decidía el material de apoyo que había que fabricar y el que se debía conseguir para cada escena”.
Erika guarda hasta el momento un caballito de cerámica que Beatriz le regaló al terminar la filmación.
A su regreso a Bolivia, en 1978, se adentró de lleno en las labores organizativas que sostuvieron al Grupo Ukamau durante 25 años.
“Era la comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, en el más militar y operativo de los sentidos” —declaró en una oportunidad Cergio Prudencio– “Con Beatriz no había chistes […] era el control que Jorge necesitaba para hacer sus películas. Control en la economía, control en la contratación de personal y servicios, etc.”
Se encargó también de organizar, con gran meticulosidad, los documentos del Grupo, incluido un archivo hemerográfico en el que conservaba todas las notas de prensa que hicieran referencia a Ukamau u otros temas de interés.
Asumió la labor fundamental de establecer las alianzas institucionales que no solamente nutrían sus contenidos, sino que protegían al Grupo. Por ejemplo, cuando en abril de 1979 la Cinemateca Boliviana organizó un ciclo dedicado a Sanjinés, los militares saludaron el evento con una bomba, molestos porque El Coraje del Pueblo denunciaba las masacres mineras, con nombres y apellidos de los responsables. A través de la alcaldía, consiguieron que se dicte la suspensión de las proyecciones. El día diez de junio Beatriz firmó un comunicado protestando por dicha suspensión y denunciando que se les había exigido la presentación de las otras películas del ciclo para ser sometidas a censura. Dos días más tarde, la Asociación Boliviana de Críticos de Cine se adhirió a la protesta, seguida de la Federación de Cineclubs y la Asamblea Permanente de Derechos Humanos.
Su defensa férrea del tercer cine boliviano estaba recién empezando. A lo largo de los años publicó numerosos artículos de prensa, protagonizando encontronazos con figuras de la crítica cinematográfica, en los que dejaba muy claro que el público cuyas opiniones le interesaban no era la burguesía cinéfila y academicista, sino las clases populares.
En consecuencia, llevó a cabo una evaluación continua del impacto de sus producciones en las audiencias obreras y campesinas. Recogía y transcribía, de forma sistemática, las opiniones de la gente al salir del cine y los debates que se producían tras las proyecciones en el área rural, con el objetivo de analizar la eficacia política de su trabajo. En un artículo titulado La película no termina con la palabra “FIN” destacaba la importancia de esta práctica, en tanto “las opiniones, comentarios y reacciones de los destinatarios nos demuestran la manera correcta de elaborar un lenguaje nuevo, capaz de entablar el diálogo, inclusive con espectadores vírgenes —en los niveles significantes del universo cultural de los mismos que no solo admiten este cine como instrumento de sus propios apetitos históricos, sino como prolongación de su propia creatividad cultural—.”
Recogía y transcribía, de forma sistemática, las opiniones de la gente al salir del cine y los debates que se producían tras las proyecciones en el área rural, con el objetivo de analizar la eficacia política de su trabajo.
Algunos de los testimonios, recogidos tanto en Bolivia como en Ecuador, se dieron a conocer a través de los escritos de Beatriz, pero probablemente el más conmovedor es uno que permaneció oculto por décadas en el archivo de la Fundación Grupo Ukamau, y que Isabel Seguí rescató recientemente. Se trata de una entrevista con la señora Betzabé, vendedora del mercado Lanza, con quien Beatriz conversó en 1979, a la salida de una proyección de El coraje del pueblo.
Betzabé, de cuarenta y dos años, viuda y madre de cinco hijos (ninguno de los cuales asistía a la escuela), contó que nunca iba al cine, pero se había corrido la voz entre sus compañeras del mercado de que en la Cinemateca estaban pasando una película diferente, que mostraba el sufrimiento del pueblo, y tenían que apurarse para verla porque pronto sería censurada. Cinco amigas se turnaron haciendo cola para comprar las entradas y, al salir de la sala, ella declaró que esa era la primera vez que veía una película que representaba la verdad y que había llorado de rabia. Aquella era “una lección de mujeres valientes y esforzados mineros” para enfrentarse contra los “mal nacidos, adulones de los poderosos, de los gringos”.
“Señorita, esta lección nos enseña a hablar fuerte” concluyó.
Fue en medio del golpe de Alberto Natusch Busch, mientras Beatriz caminaba por las calles de Munaypata para entrevistar a familiares de los muertos de Todos Santos, que sintió la necesidad de contarle al mundo las historias de resistencia a las dictaduras, protagonizadas por gente que, seguramente, no pasaría por el filtro caudillista de la historiografía convencional. Nació así el proyecto Las banderas del amanecer.
Bajo un formato de documental que no se repitió en la historia de Ukamau y con la dirección conjunta de Jorge y Beatriz, la cinta se valió de distintas formas de testimonio: entrevistas, registros in situ y material de archivo. La filmación se prolongó hasta 1983, pues según la misma Beatriz “como no era una reconstrucción era indispensable que las cosas pasen, aguardar, salir a filmar cuando se podía, cuando había película”.
Una primera versión estuvo terminada en 1981 y ambos viajaron al exterior con pasaportes falsos para procesarla. Cuando retornaban, a su paso por el aeropuerto de Lima, se dieron cuenta de que los habían identificado; entonces, Beatriz generó rápidamente una distracción, fingiendo una descompensación para llamar la atención sobre sí misma y darle a Jorge los segundos precisos para escabullirse entre la gente y salir del aeropuerto.
No dispuesta a escapar y perder todo el material contenido en la maleta que daba vueltas en la cinta de recogida, optó por quedarse, con el objetivo de recuperar su equipaje. Acabó siendo detenida y pasó quince días en la cárcel del Callao, de donde pudo salir sólo gracias a la mediación de cineastas y otros artistas peruanos.
Ya en Bolivia se hizo evidente que el proceso de ebullición social continuaría, de manera que decidieron prolongar la filmación, cada vez con mayor peligro. Pero valió la pena. Las banderas del amanecer, fiel al estilo directo, honesto, de Beatriz, se convirtió en un registro casi palpable de las luchas y solidaridades tejidas por cuerpos, voces y miradas subalternas.
Es sobrecogedor ver y escuchar a Marcelo Quiroga Santa Cruz y Artemio Camargo aún vivos; a Genaro Flores, de pie (probablemente por última vez), animando a sus compañeras y compañeros; a Gloria Ardaya, frente al edificio de la calle Harrington, contando detalles de aquella matanza de la cual fue la única sobreviviente.
Acompañando precarios funerales y dándoles la palabra a las viudas, huérfanos y heridos para que, a pesar del miedo, cuenten lo que han visto, el documental hace evidentes la injusticia y violencia a la que fue sometido el pueblo boliviano durante las dictaduras. Pero también acompaña las asambleas, las huelgas y las arengas públicas, que dan cuenta de la desobediencia, las alianzas, la perseverante voluntad de quienes mueven la historia, con un acentuado protagonismo de las mujeres movilizadas. “No tiene fin un pueblo que está de pie” se lee en la última escena.
El proceso de edición de la versión final, en Quito, se convirtió en la segunda ocasión en que Beatriz tuvo que salvar el proyecto.
El equipo con el que estaban editando era una moviola que funcionaba con un tipo muy especial de lámpara que se había quemado y, por lo antiguo de la máquina, fue imposible conseguir un repuesto. Ella averiguó que los esbirros de García Meza y Arce Gómez habían invadido su estudio en La Paz, llevándose copias de las películas, pero su moviola permanecía ahí, intacta. Así que decidió viajar a recogerla. “Como Beatriz se sentía tan libre, tan independiente, sentimiento que yo juré respetar siempre, su decisión de viajar no pasaba por mi consentimiento, así que se largó a Bolivia y a la semana estaba de regreso con la moviola. Ese era su temple”, recuerda Jorge.
Al estreno de Las banderas del amanecer en Bolivia, en marzo de 1984, asistieron representantes de la COB, la CSUTCB, la Asamblea Permanente de Derechos Humanos y la Confederación Nacional de Mujeres Campesinas “Bartolina Sisa”, probando el decidido apoyo con el que contaba la producción por parte de las organizaciones sociales.
En los créditos de la película se explicitaba que la pieza estaba co-dirigida por Sanjinés y Palacios, no obstante, únicamente Jorge y Nilo Soruco subieron al escenario a presentarla. Más aún, cuando la Worker’s Film Association estrenó el documental en el Reino Unido, Jorge viajó hasta allá para dirigir una charla tras su proyección.
“Creo que se arrepentía de que su compañera y productora, Beatriz Palacios, no estuviera con él. Yo sé que ella era un miembro fundamental del equipo, pero solo él había sido invitado” explica Fred Cocker, organizador del evento.
Beatriz desarrolló, en paralelo, una variedad de proyectos por su cuenta.
Fue parte del grupo inicial que fundó el Movimiento del Nuevo Cine y Video Boliviano, del Consejo Superior de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y del Comité de Cineastas de América Latina; fue representante de Bolivia ante la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, fundadora y directora de la Escuela Andina de Cinematografía y asesora de la Federación de Mujeres Campesinas de Bolivia.
Se alió con Liliana de la Quintana en 1986 para dirigir La mujer minera y la organización un video corto que registró la memoria de las trabajadoras en poblaciones mineras antes del proceso de relocalización, trabajo que, según Liliana, “fue recibido con una mezcla de sospecha e ironía” por parte de sus colegas varones.
También escribía en el semanario Aquí y, con su particular sensibilidad para relacionarse con la gente, despertar su confianza y hacerse co-partícipe de sus penas y alegrías, registró durante años crónicas que solamente de manera póstuma fueron publicadas, bajo el título de Los días rabiosos.
Soñó con Reportaje al pueblo, un documental sobre las experiencias vividas en la tarea de difusión de las películas del Grupo, y también con un libro que documentaría los testimonios y reflexiones de las audiencias, a manera de autoevaluación.
(…) con su particular sensibilidad para relacionarse con la gente, despertar su confianza y hacerse copartícipe de sus penas y alegrías, registró durante años crónicas que solamente de manera póstuma fueron publicadas, bajo el título de Los días rabiosos.
Soñó con Cuatro mujeres para la guerra, una película que pretendía retratar a Bartolina Sisa, Simona Manzaneda, Vicenta Juaristi Eguino y Juana Azurduy, representadas todas por una misma actriz para acentuar la carga dramática de la pieza. Esperaba, para la producción, contar con la participación de miles de mujeres de organizaciones populares.
Soñó también con Amayapampa, en la que quería reconstruir los días previos a los sucesos luctuosos de la “masacre de Navidad” de 1996, usando el mismo estilo de docuficción de El coraje del pueblo. Contaba ya con el argumento y el detalle de los insumos necesarios, además de ochenta y cuatro folios de material hemerográfico que serviría como base para el guión.
En 2002, su proyecto Tierra sin mal ganó el concurso convocado por el Consejo Nacional de Cine, asegurándole los fondos para llevarlo a cabo. Se trataba de una épica de niños payasos que emprendían un viaje desde La Paz hasta Urubichá, con la esperanza de llegar a la Tierra sin Mal del mito guaraní; una historia que estaba inspirada en Álex, un niño en situación de calle que conoció años atrás en el atrio de San Francisco, y que ella deseaba que fuera protagonista de la película.
El guión, casting y plan de rodaje estaban terminados, Jorge estaba listo para ser asistente de Beatriz por primera vez, pero una recaída de la artritis crónica que ella padecía le impidió iniciar el rodaje, por lo que optó por cederle el paso y el financiamiento disponible a Los hijos del último jardín, bajo la dirección de su esposo, segura de que, una vez recuperada, podría retomar su proyecto personal.
No logró recuperarse.
El veinte de julio de 2003, mientras se dirigía a La Habana para recibir tratamiento médico, el cuerpo de Beatriz no pudo más y decidió devolverse a la tierra.
Cuando le pregunto a Verónica Córdova cómo la recuerda, ella hace una pausa, mira hacia arriba y me responde sonriendo:
Beatriz era una persona muy cálida. Con los que hemos sido estudiantes de la escuela, Beatriz era el referente, era la que estaba pendiente de si estabas bien, si estabas mal […] A veces la gente tenía la sensación de que ella era una mujer dura porque tenía una forma de hablar que era un poco cortante, porque era muy práctica, estaba en las cosas concretas; pero, si la conocías bien, era una mujer muy maternal, muy tierna, muy cariñosa, muy cuidadosa con los detalles. Siempre se acordaba de las cosas que tú le habías dicho cinco años antes, se acordaba si te gustaba el té con azúcar o sin azúcar, ese tipo de cosas que te dicen mucho de alguien.
Mientras escucho sus palabras no puedo evitar lamentar el hecho de que nunca voy a poder conocer en persona a mi recién descubierta heroína.
Siempre se acordaba de las cosas que tú le habías dicho cinco años antes, se acordaba si te gustaba el té con azúcar o sin azúcar, ese tipo de cosas que te dicen mucho de alguien.
La busco entonces, a manera de consuelo, en Para recibir el canto de los pájaros, donde me han contado que aparece una especie de alter-ego suyo, en el personaje de Jimena. Es reconfortante reconocer en ella algunas de las actitudes y gestos que yo ya había imaginado en Beatriz. Me cuentan también que hay un documental, pero no consigo encontrarlo por ningún lado.
Cuando por fin logro hacerme de una copia de Los días rabiosos, el libro se me acaba en una sola noche. Al finalizar cada crónica necesito una pausa: pararme, dar vueltas, procesar, a veces llorar, presa de la indignación que me produce Beatriz mientras me lleva de la mano entre historias de mujeres huyendo por los techos con sus hijos para salvarles la vida, de niños callejeros obligados a vender droga por la policía, de adolescentes prostituyéndose para no morir de hambre, de abuelas perdiendo a sus wawas de 12 años por bala militar, de empleadas domésticas violadas por sus patrones.
Entonces, por fin, Beatriz se cristaliza frente a mis ojos. Entiendo que aquello que inspiraba su incansable trabajo, coherencia y peculiar desprecio por el peligro, era la rabia en su forma más fértil: el tipo de rabia que te obliga a involucrarte, a denunciar, a comprometerte.
Entiendo por qué se sentía más cómoda evitando el protagonismo, pues era su relativo anonimato el que le permitía moverse por las calles de La Paz o Huanuni en medio de los enfrentamientos, cruzar fronteras a pie, meterse a tomar un chuflay en tugurios de barrios marginales para escuchar las historias que le darían contenido a su lucha y relatarlas luego con franqueza y respeto.
“Ya somos el olvido que seremos” es la frase que Hector Abad Faciolince toma de Borges para recordarnos que todas las personas, junto con nuestros dichos y hechos, estamos condenadas al olvido. Pero escribir es como fabricar una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito.
Escribo sobre Beatriz para protegerla del tiempo, porque sé que la memoria social es mañosa y que la historia suele escribirse alrededor de personajes gigantes, casi siempre varones, retratados como si actuaran solos, y dejando a las mujeres, si acaso nombradas, tan solo como apéndices de esos “grandes hombres”.
Evoco a Beatriz para ponerla donde le corresponde estar: en el centro mismo de un proyecto vital que aspiró a convertir una cámara y una pluma en instrumentos de concientización, armas de lucha, constructoras de sueños de matriz colectiva
Hola!!, me encanta tu forma de realizar el contenido, el mundo necesita mas gente como tu