Antes y después de la Segunda Guerra Mundial, miles llegaron desde Europa a Sudamérica. Así lo hizo un hombre desde Hungría, montado sobre la cubierta del monumental navío “Augustus”, con el violín al hombro. Nunca más volvió a su país natal, partió de este mundo en 1984, pero su violín no calló.
Ilustración de José Alejandro Zapata
Azul, infinito, se abría en el horizonte el mar Atlántico, y con él, los misterios de un mundo nuevo en el sentido redondo de la palabra. Atrás quedaba el Danubio, la casa paterna, la familia, el amor y la vida que hasta entonces había construido en su natal Hungría.
Corría el año 1936 cuando, lenta e implacable, la sombra de la guerra iba eclipsando Europa. Los aprestos bélicos marcaban el imaginario social, y fue justamente ese clima enrarecido que lo impulsó a aceptar un contrato como músico en la orquesta Manditz Koi, con agenda de dos años en Buenos Aires.
Montado sobre la cubierta del monumental navío “Augustus”, con un gran baúl antiguo como equipaje y el violín al hombro, Pál (Pablo) Debreczeni Nagy, mi abuelo, surcaba las olas con la mirada fija en el oeste y la incertidumbre sobre la vida que le esperaba al llegar a puerto.
Músico talentoso, fácilmente se incorporó al grupo de 32 integrantes húngaros, con quienes ofreció un sinnúmero de recitales en salones, radioemisoras, teatros, hoteles y otros ambientes de la exuberante vida social bonaerense. Fue primer violín, primera voz y además tocaba clarinete y saxofón al oído. En su repertorio, Manditz Koi interpretaba boleros, tangos y música popular de la época.
De esa manera, su éxito le abrió, al grupo que integraba, un programa de conciertos en Santiago de Chile, donde Pablo se trasladó en una travesía que lo llevó a cruzar la Cordillera de los Andes a lomo de bestia; un viaje que marcaría su conexión con la tierra al sur del continente.
Montado sobre la cubierta del monumental navío “Augustus”, con un gran baúl antiguo como equipaje y el violín al hombro, Pál (Pablo) Debreczeni Nagy, mi abuelo, surcaba las olas con la mirada fija en el oeste y la incertidumbre sobre la vida que le esperaba al llegar a puerto.
Tres años habían transcurrido desde su arribo a Sudamérica. Terminaba 1939 y, para entonces, la II Guerra Mundial ya se había desatado en Europa. Con el corazón dolido por la situación de sus hermanos y su familia en Hungría, mi abuelo no tuvo más que continuar su carrera como músico en este lado del mundo.
A inicios de 1940, junto con la orquesta que integraba, recaló en la ciudad de La Paz. Se hospedó en el entonces lujoso Hotel Sucre, ubicado en El Prado. Mi abuelo era responsable de difundir la noticia y el programa de presentaciones durante su estadía en la ciudad; jamás habría imaginado que esa insignificante tarea determinaría el resto de sus días.
Mi abuelo era responsable de difundir la noticia y el programa de presentaciones durante su estadía en la ciudad; jamás habría imaginado que esa insignificante tarea determinaría el resto de sus días.
Esa mañana se levantó temprano y, tras una vigorizante ducha, bien afeitado y acicalado, completó su vestimenta con un elegante sombrero negro. Cruzó la calzada entre el tráfico, pasó la ancha jardinera y terminó del otro de la avenida 16 de Julio. Un edificio alto y moderno se elevaba ante él. “La Razón”, se leía en grandes letras. Ingresó y, tras consultar con un dependiente, llegó a la oficina de recepción.
Sentada, con la mirada fija en el papel y las copias que se iban marcando con el golpe de las teclas, estaba Angélica Linares. El acento extraño del saludo la obligó a alzar la vista. Fue entonces cuando sus miradas sostuvieron el tiempo y todo se detuvo. El futuro se proyectó frente a ellos… pero fue tan rápido y violento que la memoria jamás podría ayudarles a desenrollar las imágenes de esa película; para comprenderla, tendrían que vivirla, vivirla juntos.
***
La temporada de Manditz Koi en La Paz había cerrado exitosamente; recitales con taquillas agotadas, veladas inolvidables en el hotel Sucre y paseos por el Montículo de Sopocachi, configuraron un paréntesis idílico que tristemente tocaba su fin.
De vuelta en Buenos Aires, cavilando con los pensamientos perdidos en el lejano este, Pablo supo qué debía hacer: cerró el ciclo con la orquesta, dio la espalda a la inmensidad del océano, volvió sobre sus pasos y regresó a los Andes, a ponerle música a esa película muda que proyectaron con Angélica, mi abuela, su futura esposa.
De vuelta en Buenos Aires, cavilando con los pensamientos perdidos en el lejano este, Pablo supo qué debía hacer: cerró el ciclo con la orquesta, dio la espalda a la inmensidad del océano, volvió sobre sus pasos y regresó a los Andes.
En Bolivia se consagró el matrimonio Debreczeni Linares, estableciéndose en una finca de un valle a los pies del Illimani. Pablo se dedicó a diversos proyectos, a trabajar la tierra y criar a sus tres hijos, quienes preservaron su legado a lo largo del tiempo.
Pablo no volvió a Hungría, la vida no le alcanzó; partió de este mundo en 1984. El abuelo se fue, sin embargo, su violín no calló: ese instrumento antiguo, cargado de historia que viajó con él, hoy vive entre las manos de Arpad, mi hermano, violinista consagrado, depositario del talento y sensibilidad del abuelo.
Así, la descendencia de los Debreczeni florece entre Europa y América. Allá nos espera esa familia de origen que permanece en Budapest, a la que conocemos por fotos, historias y cartas familiares.
Recientemente los Debreczeni en Bolivia logramos ser reconocidos como ciudadanos húngaros; con ello se abrió la posibilidad real de cruzar el Atlántico y conocer la tierra de nuestros ancestros y la familia que permaneció allá. Es un plan que la pandemia no ha permitido concretar. Se prolonga la espera, pero vive la ilusión de pronto cruzar el mar en sentido contrario al viaje que hizo el abuelo; materializar los lugares y las personas de las fotos que se conservan en aquel viejo y misterioso baúl al resguardo de mi padre.
Mientras el Danubio discurre sus aguas entre Buda y Pest; aquí, entre valles y montañas, los herederos honramos la memoria de aquel joven que cruzó el mar, soñó y vivió en el amor y la música.