El sueño la venció y entonces hizo honor a su nombre y a su mamá
Dormir para siempre es de santos –dijo mi abuela Honoria– tras contar cómo murió su mamá una tarde de noviembre.
Apoyó su cabeza en el mostrador de pan y su cuerpo se desvaneció de la sillita de madera. Los pies agrietados conservaron el calor gracias a las medias de lana, a las pantuflas de gabardina café y al cuero de vaca. Mi abuela se jactaba de su madre no solo porque murió creyendo que dormía, también porque nunca dejó que el carbón del brasero se extinguiera, atizando con una mano desde el amanecer. –Lo hacía todo solita –comentó– y por esa terquedad sus hijas no aprendieron muy bien a cocinar. –Mi mamá nunca permitió que toquemos sus cosas –recordó con resignación–.
Las hermanas de mi abuela pedían a Dios heredar la muerte de su madre, mas no fue así. La mayor, Prudencia, murió días antes de cumplir 62 años, tuvo infección urinaria que no pudo ser controlada. Su hermana menor, Roberta, falleció cuando tenía 66 años por complicaciones de la presión alta que afectó al corazón. El médico le recomendó muchas veces salir de Potosí, no quiso y más bien apiló en el velador las píldoras y jarabes.
Cada 10 de diciembre la familia se esmeraba en celebrar su cumpleaños, el mayor de los tíos cobraba la cuota destinada a comprar cerveza Potosina, singani y damasco de Camargo para el coctel, además de los ingredientes que necesita la cazuela, el picante mixto y la gelatina con chantilly.
Mi abuela creía que las cosas se parecen a sus dueños y es probable que sea cierto, por ejemplo, las tasas de té eran idénticas a ella: distinguidas y pequeñas. Su pollera de lanilla plisada le ayudaba a bailar cuecas con soltura y elegancia. La manta de algodón cubría hasta la cintura y orientaba su ligero caminar. El eterno silencio, aun en los momentos más agobiantes o alegres, eclipsaba sus lágrimas y risas atragantadas.
Nunca parió ni tuvo marido, lo que no le impidió ser mamá de su sobrina con los riesgos que esto implica. Si los nietos la llamábamos Tía Honoria era únicamente para recordarle que era una señorita de 80 años. Se reía, cubría la mueca con sus ahuesadas manos y dirigía su mirada a otro lado.
Como todas las mañanas, el 14 de enero de 1982, despertó a las ocho, se puso la dentadura postiza, trenzó sus delgados cabellos blanqueados y se lavó la cara. Volvió a la cama, apoyó la espalda en la cuja de madera, luego arropó sus rodillas con la colcha verde. El café tinto eructaba vapor y su olor humedecía las ventanas, el pan bizcochado crujía junto al queso de cabra. El sueño la venció y dejó que la suave piel de su rostro con surcos desnivelados se apoye en la almohada de lana. Al rato, mi tía intentó reanimarla, mi madre no contuvo el llanto y la abrazó desesperada.
Mientras duerme, sopla despacito el caldo de res, posa la llajwa en la papa y escarba el arroz.