No usa internet; llena crucigramas buscando en los diccionarios que ella misma ha construido con los años. La abuela Yola nunca hace trampa.
Crucigramas y portarretratos con fotografías que cambian cada día, junto a la radio sintonizada siempre en Panamericana. Esos son los pasatiempos de mi abuela. Cuando no la veo, la imagino siempre sentada en su cálida sala, con sus cabellos blancos, su chaleco de colores tejido a mano y con un crucigrama sobre la mesa. La veo buscando en los diccionarios que ella misma ha construido con los años: varios cuadernos donde ha ido anotando una a una las palabras, signos y símbolos que aparecen en los crucigramas junto con sus sinónimos y significados.
Mi abuela Yola no usa internet aunque en su casa hay wifi constante. Tiene una laptop y una tableta únicamente para leer libros. Jamás hace trampa. Cuando hace falta, pregunta a todos sus visitantes para poder terminar de rellenar las escasas casillas faltantes.
En la casa de mi abuela siempre hay fruta y un plato de comida. Siempre.
Conocí la historia de mi abuela cuando estaba embarazada de mi hija. Trabajaba cerca de su casa así que ella, preocupada por mi buena alimentación y muy contenta de acompañarme en ese nuevo proceso de mi vida, me ofreció visitarla todos los días para almorzar. Un día cualquiera, mientras comíamos, simplemente me contó su historia.
Hija séptima de siete hermanos, todos hombres, su padre murió antes de que ella naciera. De cabellos rubios y ojos verdes, era parte de una familia dueña de tierras en Sorata y Ambaná. Su madre crió a todos sus hijos sola.
Mi abuela conoció a mi abuelo a sus 13 años. Él era de una clase social menos privilegiada, según decía su madre. Fiel a sus sentimientos, mi abuela se casó con mi abuelo a pesar del desprecio de su madre quien el día de su boda mandó doblar las campanas de la iglesia comunicando a la comunidad que su hija había muerto. Así comenzó una nueva vida con mi abuelo, y juntos estudiaron para ser maestros.
Cuando nació su primera hija, su madre no olvidó el resentimiento y fue a agredirla a su casa. En la pelea, el bebé cayó al piso y murió por el golpe. Ese día también sonaron las campanas: ese instante, mi abuela dejó de tener una madre. Después de unos años nació mi padre y más tarde mis tías. Mi abuela nunca volvió a ver a su madre.
Mi abuela recuerda que un día subió a un micro y desde el espejo vio a una viejita que le pareció familiar y le cedió el asiento. Después de mirarla un largo rato se dio cuenta que era su madre. No sintió nada, ni un mínimo deseo de hablarle. Esa fue la última vez que la vio. Su madre murió poco tiempo después y tampoco asistió a su entierro.
Cada vez que visito a mi abuela, ella tiene algo para darme. Siento su enorme cariño con solo posar su mano sobre mi espalda. La sencillez de sus días me enorgullecen. Siempre me quedo mirando sus ojos, sus manos y el pasar del tiempo en ellas, y pienso en el secreto que guarda esa ternura: una vida sin el amor de una madre.