Ilustración de Susana Villegas
7 pm. Pocos clientes, día flojo. Ingresa una señorita claramente extranjera. Al acercarme para dejar el menú, un saludo: “¡Hola, bienvenida!”. Ella alza la cabeza y noto claramente sus ojos llorosos. Una mujer así no debería llorar nunca.
De prisa, voy al bar y sirvo un vaso de agua. Me armo de valor, me digo a mi mismo que no pierdo nada por intentarlo. Me acerco de nuevo a su mesa y reciclo una frase del célebre García Márquez: “Nadie merece tus lágrimas y quien las merezca nunca te hará llorar”. Traspiro de nervios, esperando su respuesta. Ella me mira y dice: “Sorry, no spanish”. ¡Todo el esfuerzo para lograr esa respuesta!. Sonrío y le digo. “My english is…” –haciendo una señal con la mano de “más o menos”–. Ella, en un claro esfuerzo por hablar castellano, me dice “No inglés, yo francesa”. Me pongo la mano en la frente y sonriendo le digo: “No importa”. Ella señala en el menú el café espresso. Al retirarme me detengo, giro y le digo, ayudándome de señas, “tú no llorar, tú sonreír”. Y por fin, ella, con una leve sonrisa, me dice “gracias”.
Llevo el café a su mesa y ella, mostrándome el celular con una aplicación que dice “traductor”, me dice “escribe aquí”. Escribo “brinda conmigo” y, echando mano de mis dotes de mimo, preparo un cóctel imaginario con la intención de brindar. Le alcanzo una copa a ella y otra para mí. Ella me sigue el juego y decimos, yo “¡salud!”, y ella “¡chin chin!”. Tomo un poco del cóctel y pongo cara de que está horrible. Ella no para de reír. Le retiro la copa imaginaria y le digo “mejor, café”, ella sólo ríe, “sí, sí, mejor”. Me retiro de la mesa y ella nuevamente agradece. Ya no hay rastro de las lágrimas con las que llegó, sólo una sonrisa, porque detrás de la barra yo hago monerías para que siga riendo.
— ¿Para que te esfuerzas? Qué te va a tirar bola una gringuita tan linda –me dice un compañero.
— No es gringa, es francesa.
— Uhh, peor aún –se ríe–, ella tan fina y tú tan feo.
Pasan los minutos y me acerco a la mesa. — ¿Todo bien? — Sí, todo bien, responde ella y me muestra su teléfono celular. “¿Qué me dijiste cuando me trajiste el vaso de agua?”. Tomo una servilleta, escribo mi frase inicial y le pido que la traduzca. Ella se dispone a escribir la frase en su teléfono, yo la detengo preguntándole su nombre. “Alizee”, responde. Me voy de inmediato porque los nervios me traicionan otra vez.
Estoy detrás de la barra y ella no sube la mirada. Pasa más tiempo y me viene la idea de que se incomodó por lo que le dije.
Como dicta el protocolo de atención al cliente, voy a ver si necesita algo. Estoy algo más tranquilo y ella por fin me mira y de nuevo con los ojos llorosos. Me muestra el celular que dice “Gracias, eres muy tierno”. Hay mucho más texto en el cual ella explica la razón de sus lágrimas. Es un problema de salud de un familiar suyo y me explica también que es soltera y que nunca lloraría por un hombre. Nos ponemos a conversar un largo rato ayudados por el traductor del móvil. Gracias al destino, la cafetería no tiene mucha gente esta noche.
Después de un rato, mi compañero me llama a la barra y me pide que ponga el letrero de “Cerrado” y que le pase la cuenta a la señorita. Ese momento me invade la tristeza. Toda esa noche maravillosa parecía llegar a su fin, pero mi compañero nota mi estado rápidamente.
— No quieres que se vaya, ¿verdad? Andá, invitala a otro lado. Ya llegaste hasta aquí, no pierdes nada intentándolo, máximo te dará un sopapo.
— ¿Y si dice que no?
— ¿Y si dice que sí? ¡Andá de una vez, quiero ver cómo te rechaza!
Me armo de valor y vuelvo a su mesa. Me presto su teléfono y escribo: “Ya es hora de cerrar. Yo te invito el café, pero también quisiera invitarte a conversar y reír un rato más”. Ella mira el teléfono, me mira, hace una mueca. Yo la corto y le digo “No, no, está bien no te preocupes, disculpa”. Ella ríe y dice: “Sí, sí, claro”. Creo que doy un brinco de alegría, no sé, pero ella lo nota y ríe más. Tomo su teléfono y escribo “termino rápido y vamos”. Corro al bar a apresurarme con la limpieza.
— ¿Te dijo que si? Uhhh, ya, no limpies, andá, pero una semana me lo vas a limpiar tú y yo me iré más temprano. Cambiate y andá.
— Lo que quieras, ¡gracias! Y corro a cambiarme.
***
Esa noche la llevé a un lugar popular para que conociera algo de mi cultura. No vale la pena detallar todo lo que reímos, bailamos y hablamos a través del móvil. Fueron horas maravillosas.
Cuando llegó la hora de despedirnos le pregunté dónde estaba hospedada y la llevé a su hotel. Bajamos del taxi y escribí en su teléfono: “me divertí mucho”. Ella me miró, me abrazó ¡y me besó! Yo no cambiaba mi lugar por nadie ni nada, no creía lo que me estaba pasando. Confiado, tomé su teléfono y le escribí invitándola a almorzar. Me respondió diciendo que no podía, que al día siguiente, temprano, tenía que irse a su país.
No podía creerlo. Estaba devastado. Le dije “gracias por robarte mi corazón”. No me entendió y me dio su celular para que escribiera lo mismo ahí. No lo hice. Ella me mostró la servilleta que le había dado, la abrazó contra su pecho y me dio otra servilleta, doblada en forma de corazón, y con otra frase, en francés. Tomó su celular:
— Tradúcela y guárdala. Yo vendré pronto y te visitaré. Quiero más café.
— Claro, te estaré esperando.
— Yo a tí, respondió, y guardó mi número de teléfono. Nos abrazamos, nos dimos un beso más y nos despedimos con una sonrisa.
***
Han pasado ya ocho meses. No hubo visita ni mensaje, pero estoy tranquilo. No la extraño, y quizás hasta haya olvidado su rostro. Ahora soy socio de la cafetería, y a veces, mientras trabajo, me gusta sacar de mi billetera la servilleta que me dio para leerla: “Pour toi je vais encore sourire, merci pour tout le bonheur que tu m’as donné”. También ella me hace sonreír.