Ilustración de Frank Arbelo
Tengo doble nacionalidad. ¿Qué significa eso? Es una pregunta constante en mi vida, que se repitió como eco en mi cabeza y que resonó abruptamente en mi pecho a lo largo de los años. Un híbrido que no pertenece a ningún lugar, un ser en el que las palabras “identidad” y “sangre” se confunden, se separan, duelen, se evitan, se juntan.
Tengo doble nacionalidad y eso significa algo más que dos pasaportes y que un apellido extranjero. Tengo doble nacionalidad y esa es una declaración de amor y de guerra. Una historia de mundos separados por el Atlántico, de dos personas con lenguas, familias, culturas distintas, que un día decidieron unirse y que luego se alejaron. Tengo doble nacionalidad y en esa afirmación existe odio, negación, nostalgia, y la búsqueda interminable de mí misma y de una tierra que pueda llamar hogar sin sentirme ajena. En esa afirmación se entrecruzan las memorias infantiles de lugares, de una lengua que dejé de practicar, de una parte de mi familia y mi vida que dejé ir, de negaciones y olvidos voluntarios que retornan y me confrontan cada vez que me miro en el espejo.
La historia comienza con un proyecto agropecuario en una zona rural de mi Potosí natal, donde se involucraron la cooperación alemana y boliviana, donde mi padre y mi madre se conocieron. Él, alemán, ella, boliviana. Nací de esa mezcla, de piel blanca y cabello moreno, de ojos castaños y nariz respingada, con el nombre de mi abuela materna y el apellido de mi abuelo paterno, sílabas que me recordarán toda la vida que no soy completamente boliviana. Unos meses después de mi nacimiento el proyecto terminó y los tres (madre, padre e hija) nos fuimos a Alemania, país donde aprendí mis primeras palabras, conocí a mis primeros compañeros de guardería, donde miraba pasar las horas desde el balcón del departamento frente a un patio que me parecía inmenso. Evoco poco aquellos años; a veces pienso que recordaría más si volviera a pensar, a soñar y a hablar en alemán; tal vez entonces las imágenes que guardo con recelo en mi memoria adquirirían movimiento, sonido y sentido. Ahora son recuerdos cortos, imágenes cortadas como fotos que nunca se sacaron: el patio de la casa, la guardería, el balcón, el bosque de cuento de hadas, la risa de Omi Juliane, las llamadas telefónicas con Oma Carmen, la playa fría y ventosa, el verano caluroso, las hojas secas del otoño, la nieve sempiterna del invierno, yo jugueteando en el Museo del Prado en nuestras vacaciones, mientras mamá veía embelesada Las Meninas de Velázquez por primera vez. Recuerdos que huyen y se esconden para no molestarme, para no punzar mi corazón.
Incluso en ese entonces yo sabía que era diferente, lo sentía en mi complexión, lo sentía en mi voz, en mis movimientos; lo sentía en el deseo constante de tener una familia extensa, de lo ridícula que me parecía esa soledad avasallante y esas distancias inmensas que sólo se acortaban en auto. Oma Carmen me contaba por teléfono de los tíos y primos, de los niños en las calles, de las fiestas y el bullicio, y yo quería ser parte de aquello. Después, por el trabajo de mi padre, nos mudamos al Caribe, que recuerdo como un lugar y una época de soledad y mar. Oma Carmen llegó para el nacimiento de mi hermana pequeña y con ella llegó Bolivia: muñecas, piñatas y canciones de cuna en quechua. Luego de aquel acontecimiento volvimos a mi tierra natal para siempre.
Fue sorprendente encontrar que en Potosí yo tampoco encajaba, mis costumbres eran otras, mi acento era otro, mis rasgos eran otros, toda yo era diferente y esa diferencia me dolía. Ese dolor se convirtió en odio; no quería ser diferente, debía eliminar todo rastro europeo de mí y comencé con lo más importante: el idioma. Rechacé con fuerza el alemán. Cuando mi mamá hablaba yo inmediatamente tapaba mis oídos, a tal punto que cuando quise aprenderlo de nuevo, una barrera emocional me lo impidió. Pero por más que resistí a todo rastro foráneo, seguí sintiendo que yo estaba incompleta. Tal vez era esa mitad que resonaba en mi nombre, en mi padre ausente, en mi familia lejana, en una tierra que todavía aparecía en sueños y a la que no pude volver nunca más.
Traté de negar mi identidad muchas veces a lo largo de los años, traté de olvidar cuál era mi sangre, traté de vivir fingiendo que entendía completamente el contexto boliviano, cuando después de casi treinta años no logro entenderlo del todo. Traté de amarme a mí misma y encontré en mis reflexiones que eso sería imposible si no aceptaba el pasado, si no aceptaba que evidentemente soy un ser híbrido que nació de la unión de dos mundos separados por miles de kilómetros. Que el amor propio comenzaba con aceptar esa diferencia que me había dolido tanto en ambos lugares. Que mi mente y mi corazón están partidos y que no importa que no haya vuelto a Europa en décadas, ese lugar me seguirá llamando. Con esta aceptación vino el deseo de volver. Sin embargo, he pasado los últimos cinco años tratando de viajar, pero fracasé todas las veces, ahorrando y luego gastando todo, tratando de aprender el idioma y luego olvidando. Un sabotaje de lo inevitable. Tengo doble nacionalidad. ¿Qué significa eso? Muchas veces me dio miedo hallar la respuesta, pues el camino a uno mismo siempre es el más difícil de recorrer.
Tengo doble nacionalidad y después de casi treinta años tengo un pasaje en mi mano que me dejará encontrar lo perdido, la otra mitad de mi espíritu. Hoy vuelvo a Europa y tengo la certeza de que una parte mía será siempre de los Andes, la otra… la otra quién sabe, tal vez de los bosques verdes de los cuentos de hadas. Tengo doble nacionalidad y eso significa que yo misma soy un puente que se tiende entre dos continentes, para pertenecer a ambos lados del Atlántico.