Ilustración de Nona Martínez
Mónica se ena-moró de los españoles Camilo Sesto y Julio Iglesias cuando tenía quince años. Solía escucharlos en la vieja radio a pilas que su padre se había traído desde Potosí. Cada canción, cada melodía era para ella, cada palabra era suya y nadie podía decir lo contrario. En su mundo era ella la fresa salvaje, la morena que bailaba al son de una zarzuela española moviendo sus caderas como ninguna más lo haría.
Fue su enamorado quien le regaló un primer casete de Julio Iglesias. Ese día pensó que había encontrado el amor. Así fue como descubrió España y decidió saber más de ese país del que jamás había oído mencionar. Abrió sus libros de historia, en ellos vio paisajes y ciudades, le emocionó su belleza, le sorprendió la arquitectura de aquella Madrid que esos años estaba empezando a florecer. Su sueño era entonces conocer España.
En 1972 escuchó en la radio Algo de mí de Camilo Sesto y nunca más se separó de su música. Más de 40 años pasaron, pero cada que oye aquellas canciones que la hicieron vivir enamorada, vuelve a su juventud.
Por las noches, mientras sus padres dormían, Mónica solía poner la vieja radio y escuchaba muy bajito su casete, pensando siempre en encontrar el amor de verdad, aquel amor del que hablaban las letras de sus canciones favoritas. Pasaba lunas enteras pensando cómo se llegaría hasta allá, cómo encontraría el amor. A veces soñaba en convertirse en un ave para volar más allá del mar.
Nació en Potosí, hace ya más de medio siglo. Sus ojos ya no son los mismos, perdió la candidez de su juventud, pero no su dulzura; también cambió su cuerpo, que es lo que más extraña. No recuerda cuándo su estrecha cintura se empezó a ensanchar, lo notó de casualidad cuando cumplió los cincuenta. Ese día decidió jamás volver a recordar su fecha de nacimiento.
No acabó el colegio por un amor que poco o nada valía, que era una pasión pasajera. Sin embargo, se casó. No como soñó, pero se casó; eso es lo que repite, como si en algo cambiara el hecho de haber renunciado a su libertad.
“Que no se rompa la noche, por favor, que no se rompa, que no llegue la mañana, que tengo que amarte mucho, que tengo que amarte tanto, que si la noche no acaba voy a enloquecer, porque guardo sueños caricias y besos”, canta todas las mañanas, alternando los versos, sabiendo que su corazón se rompió hace muchos años.
Piensa muy seguido en ese amor que sintió cuando se casó. ¿Dónde habrá quedado? Todo cambió para ella. Crecieron sus hijos y siente que su vida poco a poco se termina, pero cuando pone la radio, escucha una y otra vez las canciones de sus amores de juventud, Julio Iglesias y Camilo Sesto, y regresa a esos días de primavera.
Después de tener a su primera hija, Mónica siguió sin encontrar ese amor del que hablaban las canciones que venían de aquella Europa tan desconocida para ella, pero tan cercana por la música. Como tú, como tú, necesito amor de alguien como tú, tarareaba día tras día sin encontrar respuesta en una canción.
Pensaba ponerle de nombre Melina a su segunda hija pero su esposo no la dejó. Ella sólo quería verla libre.
Mónica convertía su pena en canto cuando miraba la alacena vacía, el mercado lleno y ella sin un peso para comprar la merienda. Siempre pensaba ¿sería mejor la Europa de aquellos sus ídolos?
Cuando murió su madre, el dolor nunca se fue completamente. Perdóname, si pido más de lo que puedo dar, si grito cuando debo callar, si huyo cuando me necesitas más… perdóname… si hay algo que quiero eres tú. Tan difícil fue perder a su madre, que jamás se perdonó no escuchar sus consejos cuando ella le suplicó que no se casara. Al primer año descubrió que tenía razón.
Vino la tercera hija, pensó en llamarla Natalie, pero ya no lo dijo, sólo lo pensó. No se puede hablar cuando se tiene el alma muda.
Amaba sin ser amada, o al menos no como ella quiso. Se acostumbró a los maltratos, a ver su piel oscura por los moretones que escondieron por siempre su personalidad. Algo de ella murió para siempre.
Pero él, su verdugo, volvía y ella lo recibía como si no hubiera pasado nada. “Déjenme llorar, formo parte de él y en mi casa siempre habrá un sitio para él”, cantaba con el corazón roto. “Y como algo sobrehumano te imaginé y sobre un pedestal te puse, para qué (…) si tú te vas qué será de mí”, escuchaba pensando quizás en esas promesas de amor que jamás se hicieron realidad.
Cuando llegó el hijo varón, no dijo ni una palabra, ni siquiera sugirió algún nombre. Por demás estaba decirlo, se llamaría como el padre. Y siempre se preguntaba, a veces en voz alta, a veces sólo para sí, ¿hubiera sido así en Europa? ¿Estaría allá ese amor que siempre soñó?
La escuchaba, la sentía, también comprendía su llanto y la acompañaba, sabiendo que quizás al mirarme se alejaba más de sus sueños. La entendía entonces y la comprendo mejor ahora, cuando pone en la radio su casete y escucha las mismas canciones mientras que con el humo de su cigarro se despide uno a uno de sus sueños.
Hoy la miro, ya no como antes, su rostro cansado pero siempre resplandeciente bajo la luz del sol.
Mónica, el amor de mi vida siempre fuiste tú. Porque yo encontré en ti ese aliento de vida que me animó a seguir y a no repetir lo que fuiste. Tú encontraste el amor de una manera diferente, más allá del mar donde brilla tu corazón y donde siempre soñaste estar, cerca de las letras de las canciones. Tal vez así por un momento olvidas quién eres y te conviertes en lo que siempre quisiste ser, amada.