CRÓNICAS EN CUARENTENA
¿Qué sucede cuando oyes toser a tu vecino en plena cuarentena? Así vivió la periodista boliviana Paula Valdez el aislamiento obligatorio en Madrid.
Llevo diez minutos mirando la lluvia por mi ventana. Una pequeña ave canta en el balcón de enfrente… como cualquier sábado por la mañana. Hoy ha llegado la primavera a Madrid y recuerdo todos los planes que tenía para mi estación favorita del año. Sonrío y suspiro. Hace un mes, no hubiera imaginado que hoy estaría confinada en casa, pensando en todo lo que tenía que haber hecho y no hice por falta de “tiempo”.
En algún lugar del universo, el padre Tiempo ha tenido que hartarse de que todos le echemos la culpa de todo y confabuló con la madre Tierra para darnos una lección, pienso, y mientras comienzo a imaginarlos juntos, planificando todo, como en un cuento de Disney, la tos de la vecina que tengo al lado rompe el silencio.
Freno en seco, sobresalto. En estos días, escuchar toser a alguien se ha convertido casi en una sentencia. Pienso en su madre, una bella señora de al menos 80 años, pienso en la última imagen que vi anoche en el noticiero: unos ancianitos descubriendo felices cómo se usa una tablet para ver a sus hijos y a sus nietos desde la distancia, quizá por última vez.
El cielo parece oscurecerse aún más. La avecilla vuela. La realidad de pronto se hace evidente. Llevamos todos 7 días de encierro absoluto en España y nadie sabe todavía cuántos más serán. Ayer superamos los 1000 fallecidos*, los 20.000 contagiados*. Ese monstruo llamado Coronavirus parece haber encontrado en Madrid uno de sus epicentros favoritos, y no deja de atacar.
Intento no pensar en eso. Soy de las que cree en la Ley de Atracción, pero qué difícil se hace mantener tu equilibrio cuando sientes el dolor de tantas personas o, peor aún, cuando sientes que el miedo se respira en el ambiente.
La señora del frente se asoma a su ventana con una expresión indefinible. Estamos presas, pienso. Desde hace días que sólo puedes mirar de lejos a los demás. Desde hace días que la proximidad se ha convertido en peligro. Incluso yo he limitado los apapachos con mi hijo, mi compañero de confinamiento y de vida, porque mientras dure la cuarentena (o quincena, mejor dicho) no sabemos si el bicho nos ha elegido también a nosotros.
Por eso esta espera se hace tan agobiante, estamos presos del miedo. Tenemos miedo a ver las noticias que nos avisan que ésto sólo se incrementa, miedo a recibir los audios desesperados de médicos impotentes desde los hospitales, miedo a recibir la llamada de algún amigo pidiéndote que ores por su familiar que está ya muy grave, miedo a tocar la fiebre en la cabeza de tu hijo y sentir que se te va la vida… o como yo, madre sola, inmigrante en un país ajeno, miedo de… ¡no!
Me freno en seco. No podemos permitirnos tener miedo ahora. El miedo nos debilita, nos hace más vulnerables. El miedo nos ataca más fuerte que cualquier virus y nos paraliza, nos hace incapaces de reaccionar. Respiro, visualizo mis pulmones perfectos y agradezco este simple milagro; poder respirar cuando ahora mismo hay cientos y cientos de personas luchando porque este virus, en la fase más crítica, se mete en los alvéolos de los pulmones y de allí sólo lo sacan los más fuertes.
Cuentan que en los hospitales el caos actual es tan grande, que se han agotado los test de detección, las mascarillas, el material para los médicos. Dicen que los sanitarios están obligados a jugar a ser Dios: elegir quién vive y quién muere, porque los respiradores ya no alcanzan para todos.
La famosa curva de seguimiento no deja de subir. Ha hablado el presidente Pedro Sánchez y nos ha advertido: necesitamos prepararnos psicológicamente, porque vienen días muy, muy duros por delante. Siento empatía al ver su rostro cuya expresión, entre la angustia y el temor, es el de todos nosotros. Sobre él pesa la carga de no haber actuado a tiempo. Muchos piden ya su dimisión y le culpan de todo lo malo que pasa, pero digo yo: ¿acaso alguien podía calcular semejante impacto de la pandemia en el mundo? Ni bien tratábamos de entender lo de China, surgió lo de Italia y fue tan de prisa que no nos dio tiempo a detenernos un momento y pensar que se trataba de algo mucho más grande de lo que jamás hubiéramos pensado.
El golpe a la economía es el remate. Sabes que tu vida podría estar en riesgo, pero también sabes que si todo pasa de la mejor manera, llegarán meses muy, muy duros, que algunos están comparando ya con la gran crisis del 98 en España, pero sabemos que será incluso peor.
Para mi sector, especialmente, recuperar el ritmo será el doble de lento. La cultura es la directa afectada, con artistas que no tienen seguridad social ni subvención, o con salas de espectáculos (como en mi caso) que aunque todo vuelva a la normalidad tardarán mucho tiempo en llenarse, porque en tiempos de crisis la cultura y el ocio no llegan a ser una opción para la mayoría.
Suspiro de nuevo y tomo mi café ya tibio. También debo agradecer haber podido aprovisionarme de café para tres meses, aunque me sienta culpable porque sé que a esta misma hora, habrá cientos de madres solas como yo a las que quizá ya se les haya acabado el café y las provisiones. Mucha gente en España vive al día, igual que en Bolivia y en tantas partes del mundo. Mucha gente está apretando el cinturón y pasándolo muy mal en estos días. El alimento aquí es caro. Menos mal que en los distritos se han organizado redes vecinales para ayudar a los vecinos que estén en peor situación. ¡Hay tanta gente maravillosa en Madrid!
Ya no quiero pensar lo que podría pasar luego de esto. Siempre nos dicen que hay que vivir el presente, pero nos damos cuenta que nos pasamos la vida planeando un futuro que en cuestión de días puede dar el giro más inesperado. La verdad es que ahora mismo, este preciso momento es tan valioso que decido dejarme llevar como una niña hasta el camino que tenga que andar, segura de que luego de esto nos espera un mundo donde nada volverá a ser igual.
Y así me quedo, arrullada por el padre Tiempo, usando de mantra aquella palabra mágica que sale siempre como un soplo de vida de la boca de mi amado papá, allá en Bolivia, al que hoy extraño como nunca: confía.