La tragedia de Fukushima, en 2011, es una verdadera metáfora de la crisis climática y medioambiental. Toda la humanidad está viviendo una especie de síndrome de Fukushima que marca cuán lejos podemos ir al olvidar el valor de la vida.
domingo, 1 de septiembre de 2019
Elizabeth Peredo Beltrán
“…los expertos dicen que en el núcleo de un reactor nuclear hay más de cincuenta contaminantes radiactivos producidos a partir de la fusión del uranio (algunos de vida muy corta pero otros de vida extraordinariamente larga, de cientos de años). Éstos se pueden acumular en el ser humano porque su estructura es muy parecida a nuestra constitución biológica, a los elementos que utiliza nuestro organismo como el yodo o el calcio que se parece al estroncio.
Entonces, el cuerpo los asimila “creyendo” que son parte nuestra. Es una paradoja que refleja igualmente la manera en que “creemos” que aquello que nos venden como desarrollo y bienestar es lo adecuado y nos acostumbramos a vivirlo sin mirar lo que está detrás, sin conocer los orígenes, los mecanismos, las injusticias y los daños que se cometen con ello.”
l planeta está cambiando dramáticamente de manera “no natural”. Ya no es el mismo que hace pocas décadas y su capacidad de cobijarnos también ha cambiado. En una enorme medida los cambios en la habitabilidad del planeta se han producido por la intervención de la civilización humana que particularmente durante el último siglo ha devastado la biósfera y la atmósfera eliminando miles de especies naturales, agotando los elementos de la vida en el planeta –incluidos el agua y el aire– y poniendo en peligro no solamente la vida de millones de especies sino la propia vida humana.
Los científicos afirman que la intervención humana en los cambios del planeta ha alcanzado una magnitud mayor a cualquier desastre natural producido por las propias fuerzas de la naturaleza. Un Estudio del Programa Internacional Geosfera – Biosfera (IGBP) titulado El Cambio Global y el Sistema de la Tierra dice que: “Hasta hace muy poco en la historia de la Tierra, los seres humanos y sus actividades han sido una fuerza insignificante en la dinámica del Sistema de la Tierra. (pero que hoy…) La actividad humana iguala o supera la naturaleza en varios ciclos biogeoquímicos. El alcance de los impactos es global, ya sea a través de los flujos de los ciclos de la tierra o de los cambios acumulativos en sus estados. La velocidad de estos cambios está en el orden de décadas a siglos y no de siglos a milenios en referencia al ritmo de cambio comparable en la dinámica natural del Sistema de la Tierra”.
Pero cuando hablamos de la “intervención humana”, así en general, pareciera que somos todos los que afectamos el planeta y esa visión estaría más cerca de una posición “neomalthusiana”, que explica esta problemática a partir del crecimiento de la población como determinante de la crisis global, olvidando mencionar que la distribución de los bienes en el mundo es totalmente desequilibrada e inequitativa y que, sin duda alguna, son las élites (de norte y sur) quienes ejercen mayor presión en la devastación. Se olvida también que existen miles de culturas, miles de pueblos y millones de prácticas en el mundo que se contraponen a una visión depredadora, resguardando la vigencia y la memoria de culturas sustentables basadas en el cuidado de la diversidad biológica y ecológica, que guarda una potencialidad inimaginable para restaurar los equilibrios necesarios.
Los últimos sesenta años han sido, no sólo por confirmación empírica sino científica, los de “más rápida transformación de la relación humana con el mundo natural en la historia de la humanidad” con efectos tales como:
• Alteración dramática de la costa y el hábitat marino.
• Incremento significativo de las tasas de extinción de las especies terrestres y marinas.
• Mayor concentración de nitrógeno y metano en la atmósfera.
• Incremento inusual de la temperatura.
• Mayores frecuencias de grandes inundaciones y desastres naturales.
• Pérdidas significativas de bosques tropicales.
El cambio climático es quizá una de las crisis más emblemáticas de esta devastación pues incluye en sus conexiones todas aquellas razones estructurales que han llevado al planeta y a la humanidad a límites tanáticos.
Lo inaudito es que hay quienes ahora promueven el escepticismo acusando a las voces que vienen alertando desde la comunidad científica sobre esta situación casi de “terroristas”. No es casual por ejemplo que el movimiento del “Tea Party” de tendencia ultra conservadora en Estados Unidos haya promovido no solamente los recortes de los aportes económicos de este país al Panel Intergubernamental de Cambio Climático (PICC) y al ECOSOC, sino que buscan incluso una investigación a aquellos científicos que desde su país hayan estado difundiendo la idea de que la humanidad “está en peligro” por considerarla subversiva.
El oscurantismo es parte también de estos escenarios de cambios globales y urgencias de transformación.
La crisis global es multidimensional y tiene una relación directa con los modelos económicos, los sistemas de producción, las inequidades en las relaciones humanas y, particularmente, con los modelos y las matrices energéticas que responden de manera indiscriminada a las necesidades humanas, muchas de ellas creadas y dibujadas por la lógica del mercado y del sobreconsumo. El uso de la energía fósil, del carbón y de las supuestas alternativas energéticas, como la energía nuclear y los agrocombustibles se van constituyendo en los hoyos negros por los que la humanidad se podría despeñar.
Esta crisis nos lleva a cuestionar al capitalismo y al desarrollismo que se vio igualmente expresado en los modelos socialistas de principios del siglo pasado. En una dimensión temporal, también nos lleva a mirar el colonialismo europeo que se impuso en el mundo hace cinco siglos y que permanece como el origen de una lógica de ocupación de territorios, de explotación inclemente de la naturaleza y, al mismo tiempo, de una usurpación sistemática de la sabiduría de los pueblos para transtornarla en instrumento funcional a su monstruo devorador y alienante.
Estos sistemas no sólo son estructurales, económicos y productivos, sino fundamentalmente culturales. Probablemente por ello pocas veces se escucha “las voces de la naturaleza”, incluidas las que vienen del propio cuerpo. El sistema y aquello que se denomina la “naturaleza humana” ha llevado también a que la memoria colectiva se haya vuelto algo así como una entidad mutante. Existen cientos, si no miles, de hechos que delatan esta crisis en el planeta. Todos ellos nos afectan, nos conmueven, nos llegan a la médula, hasta nos hacen llorar… Pero los olvidamos, los trasladamos a los territorios del olvido colectivo y convivimos con la violencia, la injusticia, la muerte y la devastación.
¿Cómo cambiar un paradigma de vida dominante en el planeta dejando de lado el sobreconsumo y la codicia de un vivir mejor a costa del dolor ajeno, sino también en una creciente tolerancia cultural a la devastación?
La tragedia de Japón irradiada desde Fukushima ha derivado en la pérdida de miles de vidas humanas, la desaparición de al menos una ciudad entera debido al terremoto y tsunami y la afectación a la central nuclear de Fukushima ocasionando explosiones en el núcleo de la misma con terribles consecuencias. Ello derivó en el cese de provisión de energía para más de seis millones de personas y el peligro inminente, pero encubierto, de graves efectos en la salud de la población por la contaminación radiactiva. Los esfuerzos de la empresa TEPCO por mantener su imagen de eficiencia y control de la situación para mantener el negocio de vender y exportar energía nuclear a los países “menos desarrollados” se fueron derrumbando a través de la tragedia del pueblo japonés sometido a una agobiante desinformación y mensajes de salud pública contradictorios, y por la dramática situación de sus trabajadores inmolados en la absurda tarea de “controlar” el desborde ofrendando sus vidas.
Fukushima es uno de aquellos hechos que nos ha refrescado la memoria, por varias razones:
Primero, porque ha puesto en cuestión el principio que sostiene la lógica neoliberal: “Todo se puede reparar con dinero, ciencia y tecnología”, de que todo se tiene “bajo control”. Fukushima ha mostrado de manera dramática cómo ni toda la tecnología, ni el poco dinero que se ha invertido (porque siempre prevalece el principio del “ahorro”) ni los heroicos esfuerzos de técnicos y trabajadores han sido suficientes para parar la tragedia.
Segundo, porque ha validado las innumerables alertas que los activistas japoneses y de todo el mundo han manifestado en su lucha contra las centrales y la energía nucleares hace más de treinta años denunciando a las grandes corporaciones y los países desarrollados, que promueven la energía nuclear como energía alternativa limpia y sostenible, y que han promovido modelos de exportación y de dependencia de estas fuentes de energía; también nos ha recordado las decenas de accidentes nucleares, algunos tan graves como el de Three Mile Island, en Pensilvania (EEUU) en 1979 y el de Chernobyl en 1986; una verdadera tragedia. Greenpeace advierte que la liberación de cesio–137 en Fukushima podría afectar la cadena alimenticia durante trescientos años. Cada vez queda más claro que éstas son falsas soluciones que sólo aumentan el peligro para la humanidad en un planeta que vive un contexto de cambios globales por lo que la vulnerabilidad se ha centuplicado.
Tercero, porque ha puesto en la mesa del debate nuevamente y con mucho dolor el tema de la energía en un sentido más amplio y todo aquello que debe hacerse y no hacerse para asegurar, no solamente el acceso a la energía, sino fundamentalmente cambiar los modelos hacia matrices más sostenibles y menos dañinas para la naturaleza y para la humanidad. Esto incluso puede remitir a aquellos postulados que aún muy tímidamente y en un plano más ideológico y retórico se va propugnando desde el Sur como es el “vivir bien”, que sugiere que los sistemas de producción y consumo deberían regirse por un principio de equilibrio con la naturaleza, reciprocidad y redistribución de los bienes entre los seres humanos de manera democrática, sostenible y modesta.
Cuarto, porque ha delatado un patrón muy generalizado del dominio neoliberal –o diríamos con más precisión de cualquier poder económico– que es el de ocultar la verdad, maquillarla y vender el producto para consumo fácil y a “ojo cerrado”. Y éste es quizá uno de los temas más importantes porque tiene que ver precisamente con esa especie de fortaleza construida en torno al modelo neoliberal: que es la subjetividad y la cultura de la vida cotidiana.
El pueblo japonés ha estado sometido a informaciones contradictorias, atemporales, falsas. Da la impresión que hubieran estado en una maraña de verdades y mentiras como dos texturas mezcladas, asemejándose precisamente a la contaminación nuclear que funciona de esa misma manera: los expertos dicen que en el núcleo de un reactor nuclear hay más de cincuenta contaminantes radiactivos producidos a partir de la fusión del uranio (algunos de vida muy corta pero otros de vida extraordinariamente larga, de cientos de años). Éstos se pueden acumular en el ser humano porque su estructura es muy parecida a nuestra constitución biológica, a los elementos que utiliza nuestro organismo como el yodo o el calcio que se parece al estroncio. Entonces, el cuerpo los asimila “creyendo” que son parte nuestra.
Es una paradoja que refleja igualmente la manera en que “creemos” que aquello que nos venden como desarrollo y bienestar es lo adecuado y nos acostumbramos a vivirlo sin mirar lo que está detrás, sin conocer los orígenes, los mecanismos, las injusticias y los daños que se cometen con ello. Como en la tragedia de Fukushima, las corporaciones, las grandes potencias y los poderosos, saben lo que están provocando y eso no se aplica solamente a la energía nuclear, sino también a las emisiones de gases de efecto invernadero, con la producción de agrocombustibles, con el uso indiscriminado de agrotóxicos, con la promoción del libre comercio o la promoción de la economía verde en sus diferentes expresiones, con la alteración de la vida a través de los organismos genéticamente modificados. Saben del daño que generan en el Sur global y a su propia gente, conocen los datos y sus consecuencias pero no dicen la verdad a sus pueblos.
En ese sentido, la tragedia de Fukushima es una verdadera metáfora de la crisis climática y medioambiental. Toda la humanidad está viviendo una especie de síndrome de Fukushima que marca cuán lejos podemos ir al olvidar el valor de la vida. Los poderosos saben de lo que se trata, pero prefieren cuidar los negocios y las alianzas, saben del peligro pero condenan a sus trabajadores a morir, saben que la muerte acecha pero maquillan la realidad y cambian las regulaciones de control. No respetan el derecho a la vida.
Siguiendo una vez más a Mahatma Gandhi quien decía que la lucha más importante es entre la verdad y la no violencia, los dilemas de la sociedad contemporánea contraponen la violencia y la verdad. A estos principios de la búsqueda de la verdad y la no violencia deberíamos añadir la necesidad de recuperar y mantener la memoria como aquellos fundamentos necesarios para enfrentar los peligros del sistema y construir el futuro.
La confianza en el capital, en la tecnología y en el poder del ser humano sobre la naturaleza y de “los más fuertes” sobre los “más débiles”, no son las claves para seguir habitando este planeta. Al parecer la memoria –por lo tanto la lucha contra la impunidad–, la verdad y la no violencia son los signos de la transición hacia una sociedad restauradora del desastre, que está pugnando por nacer y cuyos gestores están hartos de ser víctimas del poder y del oprobio.
Estos principios deberán ser sustentos indispensables de nuestra lucha pues nos dicen que a pesar del dolor, a pesar de la muerte sembrada por la codicia, a pesar de los desesperados intentos de vendernos todo (inclusive la verdad), es posible que la esperanza en la transformación se exprese como una brizna verde atisbando desde los escombros.