Pocos periodistas encontraron al hombre que mató al Che Guevara en 1967. Uno de ellos cuenta en esta crónica cómo lo logró.
Finalista del Premio Nacional de Crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela
¡Es él!”
No lo dije… lo grité. Y el entonces director del Servicio del Registro Cívico (Serecí) me miró con lógica perplejidad. “Es él… es él”.
— ¿Está seguro?
Llevaba meses buscándolo. La foto de diciembre de 1967, la única pista hasta entonces, se me había grabado en el fondo de mi retina a fuerza de verla todos los días. La visera del gorro militar le daba sombra y era imposible adivinar el color de los ojos, pero podía advertirse la forma. Además, estaba el encaje del rostro. Y esa mirada desde las sombras. ¡Claro que estaba seguro!
“¡Es él!”
Entonces imprimió el certificado de inscripción electoral. “Válido sólo para trámites en el Serecí”, dice el documento y debajo está, en mayúsculas, el nombre que tanto había buscado, MARIO TERÁN SALAZAR… el asesino del Che Guevara.
La sombra
El pedido para buscar a Terán había llegado en octubre de 2013, poco después de un nuevo aniversario del crimen de La Higuera. El editor del suplemento Crónica del diario El Mundo, de España, Ildefonso Olmedo, me llamó desde el otro lado del océano para pedírmelo. “Ya va a ser medio siglo de la muerte del Che Guevara –me dijo–. Estamos preparando una serie de personas famosas que actualmente están desaparecidas y el caso más célebre de Bolivia es el del famoso ‘soldadito’ que lo mató. Queremos que lo encuentres”.
Lo de “soldadito” era una obvia alusión al poema de Nicolás Guillén que musicalizó Paco Ibáñez.
Soldadito de Bolivia,
soldadito boliviano,
armado vas con tu rifle,
que es un rifle americano,
soldadito de Bolivia,
que es un rifle americano…
La primera pista era el nombre, Mario Terán, así, sin materno. “¿Te imaginas la cantidad de personas que hay con ese nombre?”, me dijo una oficial del registro cívico en la primera inmersión en el sistema. Cuando el oficial ponía “Mario Terán” en la pantalla de su computadora, la cantidad de nombres que aparecía era enorme y faltaba tiempo para revisarlos uno por uno. Fue necesario acudir al director departamental que me permitió ir varias veces a revisar el registro cívico.
Nada…
La última pista que tenía era que Terán se había operado de la vista. “Cuba devuelve la vista al hombre que mató al Che Guevara”, publicó El País de España. “La noticia coincide con los preparativos del 40º aniversario de la muerte del Che, el próximo 9 de octubre –decía–. ‘Cuatro décadas después de que Mario Terán intentara destruir un sueño y una idea, Che Guevara regresa para ganar otra batalla’, ha proclamado el diario oficialista Granma, que ha añadido ‘Ahora un anciano puede apreciar de nuevo los colores del cielo y el bosque, disfrutar de las sonrisas de sus nietos y ver partidos de fútbol’”.
Según la nota, el hijo de Terán había publicado una nota de agradecimiento en El Deber, pero los amigos que tengo allá no sabían nada de la publicación.
Como el tiempo pasaba e Ildefonso apremiaba, hice un primer texto, “La sombra que mató al Che” afirmando que el asesino del Che había desaparecido por instrucciones del Ejército boliviano, pero a Ildefonso le pareció insuficiente. “Es un buen texto, pero el objetivo es el hombre. Tenemos que encontrarlo”.
Pero… ¿cómo se encuentra a una sombra?
Los ojos
Mientras la búsqueda en el registro cívico avanzaba lenta y tediosa, las lecturas nos ponían al tanto no de los centenares sino de los miles de detalles que existen en torno a la figura de Ernesto Guevara la Serna.
Lo primero que saltó fue “la maldición del Che”, la que supuestamente pesa sobre aquellos que estuvieron vinculados con su muerte. Desde el presidente René Barrientos Ortuño, quien gobernaba Bolivia en 1967 y murió cuando su helicóptero se desplomó a tierra, hasta Antonio Arguedas, a quien le explotó una bomba en las manos, un destino trágico parece perseguirles.
¿Y si la maldición del Che se llevó a su asesino? En el intercambio de textos con Ildefonso empleamos, además de los de su principal biógrafo, Jon Lee Anderson, los que publicó el periodista brasileño Douglas Duarte, quien afirmó haber encontrado y entrevistado a Terán en Santa Cruz de la Sierra. El dato coincidía con la supuesta operación de la vista, que se habría realizado en el centro oftalmológico de esa ciudad, así que lo contactamos.
Pero… ¿cómo se encuentra a una sombra?
¿Y si la maldición del Che se llevó a su asesino?
— Sí. Eu lo entrevisté.
Y el detalle de su entrevista está en un texto titulado Olhos levemente azuis (Ojos levemente azules) publicado en la revista brasileña Piauí y otro que salió en la colombiana Gatopardo.
“Para llegar a Mario Terán Salazar, el hombre de cuya carabina partieron los disparos que mataron al Che, hay que vencer meses de rumores y pistas desencadenadas, mentiras deliberadas y hostilidades abiertas. Está administrando tierras en Oruro, más de 15 horas en coche desde Santa Cruz. Vive en una ciudad cercana, no se sabe la dirección. Trabaja en el bar del Club Militar. Anda disfrazado con una peluca ridícula. Se volvió chofer de plaza, puede ser el hombre dirigiendo ese mismo taxi”, explica en Piauí.
Y, claro, no da detalles. Tanto para proteger sus fuentes como para no poner en evidencia a un hombre que quizás podría ser buscado por alguno de esos comandos que pretenden vengar la muerte del Che.
Pero da un apellido materno, Salazar, y una ciudad, Santa Cruz, donde, además, se habría realizado la operación de la vista que estuvo a cargo de médicos cubanos. El radio de búsqueda se reducía.
Despierta, que ya es de día,
soldadito boliviano,
está en pie ya todo mundo,
porque el sol salió temprano,
porque el sol salió temprano,
soldadito de Bolivia,
porque el sol salió temprano.
La siguiente búsqueda en los archivos del Serecí arrojó una cantidad menor de nombres. Las fotografías y el año de nacimiento eran los otros parámetros. “Actualmente, el hombre debe tener unos 70 años…”.
Los ojos…
“¡Es él!”
Los ojos no son levemente azules pero sí levemente claros…
“¡Es él!”
Y el encaje de rostro.
— ¿Está seguro?
— “Es él… es él”.
La familia
La luz diluye la sombra pero no en el periodismo. Cuando llega la luz, las sombras se hacen formas y surgen cuerpos, rostros, nombres… familias…
A partir del registro en el padrón, fue posible encontrar los restantes datos de Mario Terán Salazar, el hombre que, ahora sí, tenía nombre, apellido y un rostro, no aquel de la fotografía en blanco y negro de diciembre de 1967, pero sí un rostro, su rostro.
“Tienes que ir a Santa Cruz —me dijo Ildefonso—. Hay que entrevistar al hombre…”.
El hombre se casó en Montero, provincia Obispo Santisteban de Santa Cruz, el 21 de julio de 1965 con Julia Peralta Salas. Fueron testigos de la boda Faustino Fernández, por el novio, y Carlos Fernández, por la novia. Curiosamente, la casilla correspondiente a “ocupación” del contrayente aparece vacía mientras que en el de la esposa dice “labores de casa”.
La pareja tuvo seis hijos, todos de apellido Terán Peralta. El mayor, Mario, nació antes del matrimonio, el 14 de septiembre de 1964, en San Joaquín, provincia Mamoré del Departamento del Beni, y fue inscrito y reconocido, el 10 de febrero de 1965.
La segunda, Janet, nació en Montero el 24 de febrero de 1966, y el tercero, Víctor Hugo, en Cochabamba, el 23 de noviembre de 1967. Los otros tres son Ana María (29/10/1969), Ana Karina (22/09/1971) y Abigail (20/IV/1993) pero el que más llamó mi atención fue el tercero. Si el Che Guevara murió el 9 de octubre de 1967 y Víctor Hugo nació casi un mes después, la deducción inevitable es que la esposa de Mario Terán Salazar, Julia, estaba a punto de dar a luz cuando ocurrió el crimen de La Higuera.
—Voy a viajar a Santa Cruz —me dice Ildefonso Olmedo desde el otro lado del océano.
—No te preocupes. Puedo encargarme de esto.
—Yo sé que te dije que lo harías tú pero esto es demasiado grande. Si ese hombre es el que mató al Che, esto se hará muy grande y yo quiero ser parte de eso.
Coge el camino derecho,
soldadito boliviano;
no es siempre camino fácil,
no es fácil siempre ni llano,
no es fácil siempre ni llano,
soldadito de Bolivia,
no es fácil siempre ni llano…
La vigilancia
Por las combinaciones aéreas, Ildefonso no podría llegar a Santa Cruz sino hasta dos días después que yo.
Las referencias sueltas de Duarte y los datos del Serecí me ayudaron a ubicar la casa del asesino. Está a escasas dos cuadras y media del segundo anillo, prácticamente en el centro de la pujante ciudad. Reja verde y pequeño jardincillo a la entrada. A la izquierda, cerca de lo que parece el acceso principal, estaba una casucha de perro que debía servir para dos porque, además de un rottweiler, había un mestizo de raza indefinidas. ¿Será la casa? Tocar y preguntar sería un error. Duarte y otros que intentaron entrevistarlo no tuvieron suerte a la primera:
El periodista brasileño cuenta que, para acceder a una entrevista, el hombre pide “una cantidad absurda de dinero —el caché más bajo es de veinte mil dólares— y afirma que ni por esa suma Terán aceptó hablar. Hay equipos europeos de verdad que le creen e intentan pagarle, o incluso cubren la oferta que oyeron. Los últimos periodistas, llevados por el propio Torrico (el que tomó la foto de 1967), fueron puestos a correr por las mujeres de la casa, escobas en la mano y perros ladrando”.
Por otra parte, que en la columna de la puerta del jardincillo haya dos números en vez de uno me hizo dudar de que sea la casa correcta. Tocar y preguntar sería un error. Fue necesario acudir a los vecinos aunque, en esa calle, no todos parecían conocerse.
“¿Mario Terán? No sé… allá vive un señor mayor con su mujer y sus hijas pero no sé qué se llama”, me dijo la tendera mientras me refrescaba con el agua embotellada que me vendió. Tampoco era inteligente preguntar demasiado. Alguien podía avisar a la familia. Lo mejor era vigilar y, al hacerlo, me felicité por tener largo el cabello porque, cambiando de peinado, podía caracterizarme de distintas maneras. Estuvo largo en el primer día de vigilancia y al día siguiente fui con otra ropa, anteojos oscuros y una gorra debajo de la cual oculté las mechas. Vi salir a un hombre de prominente barriga y cabello blanco cubierto, a su vez, por otra gorra, pero la distancia a la que estaba me impidió precisar su identidad. Tomé fotos. También advertí la salida y llegada de una camioneta de color guindo y modelo de principios de siglo.
Aproveché la espera para revisar mis papeles. El mismo Duarte dice que la foto de 1967 fue tomada por un paracaidista de apellido Torrico, por encargo de una periodista francesa, e Ildefonso tenía el dato de que el hombre también vivía en Santa Cruz.
¿Cómo se hizo la foto de 1967? En ella, Terán aparece en la puerta de algún recinto con un uniforme militar que parece ancho para él. Tiene las manos atrás y lleva puesto un gorro militar cuya visera le da sombra a los ojos. Encima de la boca parece pintarse un bigote cepillo, como el de Hitler, pero esa vendría a ser la sombra de la nariz. Hay, empero, un delgado bigote que cubre la línea del labio superior como la virgulilla a la eñe. Encima se distingue parte de un letrero en arco que dice “Subordina…” que obviamente es parte de “Subordinación y constancia”. Es, entonces, un recinto militar.
La periodista francesa Michelle Ray llegó a Bolivia apenas días después de la muerte del Che y logró ubicar a Terán en Cochabamba. Fue cuando se habría hecho la foto. “Pudo viajar a Cochabamba con un permiso especial porque su hijo estaba recién nacido”, pensaba mientras comía un caldo de gallina en un garaje de la calle Guajojó que se había habilitado como restaurante. La vigilancia se prolongaba y había que comer.
Luego de la entrevista con Terán, Ray publicó en la revista Paris Match un artículo con un título fulminante: “El Che fue asesinado a sangre fría” y se cayó la versión del Gobierno boliviano, que decía que Guevara fue muerto en combate. Poco después, la periodista se casó con el cineasta Costa Gavras. Ildefonso tenía razón: la cosa era demasiado grande… y el caldo de gallina demasiado delicioso.
La microcámara
Cuando Ildefonso llegó a Viru Viru, por fin pudimos conocernos personalmente y nos pusimos al tanto de todo. De mediana estatura, su acento español no es tan marcado y es cuidadoso tanto con los detalles como con la ética periodística. “Traje una microcámara. Todos en (la redacción de) Madrid están al pendientes de esto y no me la negaron”.
Una vez en el hotel, le mostré las fotografías y coincidimos en que, por su baja calidad y la distancia desde la que fueron tomadas, sólo tenían valor testimonial. Sobre la cama esparcimos el material con el que contábamos: fotos, textos… e hicimos un cuadro de la situación. ¿Aceptará la entrevista? Difícil. Los antecedentes dicen que, para eso, hay que ofrecerle dinero y no tenemos. Ya era más de media tarde así que decidimos que iríamos a la casa del asesino al día siguiente. Por la noche, en la terraza, mientras la plaza 24 de Septiembre nos mostraba su rostro nocturno, tibio y con una mezcla visual de luces verdes y rojas, terminamos de planificar la entrevista.
— La foto (de 1967) es clave –dijo él–. Si él admite que es el de la foto, no necesitamos que acepte que es el asesino del Che.
— Pero, para mostrarle la foto, primero tenemos que conseguir ingresar a la casa. ¿Qué si no nos dejan entrar?
— Les decimos que es para una entrevista.
— Nos van a pedir dinero y, a partir de ahí, ya no podremos ni acercarnos. Todo el trabajo de meses habrá sido en vano.
— Podemos decirles que es por lo de la operación de su vista. Yo trabajé en Médicos Mundi…
Al día siguiente comenzamos la búsqueda de Torrico, el paracaidista. Alquilamos un taxi por hora y fuimos por la dirección que Duarte le había dado a Ildefonso. Fue cuando conocí el rostro de la ciudad de los anillos que no sale en las páginas de Sociales: además de su tamaño —llegamos más allá del octavo anillo—, está sumida en un caos urbano tal que hay calles con nombres que se repiten en zonas ubicadas a veces en distancias diametralmente opuestas. Muchas casas tienen dos direcciones en su puerta, hay calles que tienen un nombre en una cuadra pero se cambia en la siguiente. En algunos barrios, el asfalto es una idea distante, como material de película, porque las casas están sobre tierra, cerca de canales por donde discurren las aguas inservibles. Hay viviendas levantadas sólo con calamina. Eso sí… hay hamacas. En nuestro recorrido matutino encontramos de todo, pero no a Torrico.
Desalentados, fijamos la visita a la casa del asesino para la tarde. Después del almuerzo, Ildefonso tardó en abrirme en su pieza porque, según dijo, estaba probando la microcámara. “Funciona bien”, me dijo y salimos rumbo al segundo anillo.
— Tiene guardaespaldas –recordó mientras nos acercábamos a la casa–. Duarte mencionó a un tipo con vitíligo que casi se le echa encima.
Lo que hasta ese momento parecía un fascinante trabajo de investigación se convirtió, de pronto, en una tarea más difícil. “Esta es la casa”, le susurré al llegar al lugar. Él vio la reja, los dos números y los perros, pero siguió de largo.
— ¿Qué pasó? –le pregunté–. ¿Por qué no tocamos?
— Es nuestra única oportunidad. No la podemos desperdiciar. Además, quiero verificar si la microcámara funciona bien –Se la sacó del bolsillo donde la había acomodado. Era un lapicero con una minúscula cámara frontal–. Grabó bien… vamos…
Lo vimos desde el otro lado de la reja color verde claro. Estaba dentro de la vivienda, pero lo veíamos por la ventana. No había timbre ni llamador alguno, así que fue necesario golpear con el candado para advertir de nuestra presencia.
Él se dio la vuelta para mirar quién tocaba, pero la que salió fue una mujer de edad indefinida con una pañoleta que le sujetaba el cabello.
— ¿Sí?
— Estamos buscando a don Mario.
— ¿De parte de quién?
Por fracción de segundos, nos miramos y terminamos de planificar la entrevista con los ojos.
—El señor que me acompaña está trabajando en un informe sobre su operación de la vista y queremos hablar con él.
—Ya. Ahoringa… un ratito, ¿ya?
Más allá, en el marco de la ventana, el hombre estaba en la sombra y desnudo de la cintura para arriba. Por lo que alcanzábamos a divisar desde el otro lado de la reja, era un varón que aparentaba su edad, 72 años, con escaso cabello blanco y una notoria barriga.
A través de la ventana abierta por la que lo veíamos, él también pudo vernos y, ahí mismo, en la salita de su casa desde donde podíamos verlo, se puso una polera sin mangas color mostaza y caminó hacia la puerta.
Cruzó el pequeño jardín en el que todas las plantas estaban en macetas sostenidas por floreros de hierro soldado y llegó hasta la reja. Por fin, después de 47 años había salido de las sombras y estaba frente a nosotros.
— Hola…
— Buenas tardes.
— Buenas tardes, señores…
Abrió la reja, que chirrió como saludando también. Entramos.
— ¿No muerden los perros?
— No. Son mansos. ¿Quieren hablar aquí o vamos adentro?
Ildefonso y yo volvimos a mirarnos por fracción de segundos.
— Mejor adentro, que está más fresco.
Y entramos. Entramos y hablamos con el asesino del Che Guevara.
“Soy yo”
Fue un juego de mentiras. Terán lo jugó con nosotros, aquella tarde, en la salita fresca de su casa coronada por un enorme caparazón de tortuga, con un paisaje oriental pintado, que pendía de la pared ubicada enfrente del sillón principal.
En la mesita ubicada frente al sofá en el que se sentó él había retratos, pero ninguno de sus tiempos en el Ejército boliviano. Destacaba una foto familiar en la que se puede ver a un Mario Terán abuelo, rodeado de hijos y nietos… un patriarca.
— ¿En qué les puedo servir?
— Necesitamos informes de su operación. Se publicó que le habían devuelto la vista.
— No, no… No es como se dice que me han devuelto la vista. Falso. Yo no estaba ciego, una simple catarata tenía, y como están viendo me han fregado, me han dejado el ojo (derecho) colorado.
— Entonces usted nunca estuvo ciego…
— No…
— ¿Su hijo nunca publicó un agradecimiento por la operación?
— No…
“No… no… no…”. Ahí, frente a nosotros, el trabajo de Mario Terán fue negar. Aunque la admisión de que efectivamente fue operado de la vista por los médicos cubanos ya confirmaba su identidad, él simplemente negaba ser quien era… negaba ser el asesino del Che.
— ¿Usted combatió a la guerrilla del Che Guevara?
— Sí…
— ¿Es cierto que usted formaba parte del grupo que detuvo al Che?
— No es cierto. Habíamos dos o tres Marios Teranes en el Ejército, pero con diferentes apellidos maternos…
¿No sabes quién es el muerto,
soldadito boliviano?
El muerto es el Che Guevara,
y era argentino y cubano,
soldadito de Bolivia,
y era argentino y cubano…
— En estos años, otros periodistas han venido a intentar hablar con usted…
— Puede ser, pero nunca he tenido charlas con nadie…
— No…
— Porque, de serlo, a usted no le importaría reconocer que sí, que es el hombre que lo mató.
— No…
— Pero usted sabe, porque es Historia, que fue el sargento Mario Terán quien, cumpliendo órdenes, disparó al Che en escuelita de La Higuera.
— Como les digo, somos dos, tres Marios Teranes.
— ¿Y usted no es él?
— No soy yo…
Y mantiene su negativa. A lo largo de la conservación, admitió su contrariedad por la veneración que recibe el Che, al que consideraba un invasor, pero no da más luces sobre el crimen de La Higuera. La mujer que nos recibió primero sale y le dice que entre de una vez. “Ya voy”, responde él y se vuelve a nosotros. “¿Algo más?”.
Entonces Ildefonso se jugó su carta brava y sacó la fotografía. “Le enseño, señor Mario, una fotografía…”. El septuagenario no espera un segundo requerimiento y responde:
— Sí. Soy yo.
— ¿Dónde le tomaron la foto?
— En Cochabamba, en la Escuela de Sargentos. Allí me la tomaron, en la puerta de la escuela… Había varios que insistían en quererme fotografiar y hablar conmigo. Y justo salí a la calle. Y bueno, ya. Me posé y es la única foto…
Ildefonso se sintió ganador e insistió, pero Mario Terán nos comunicó que se había terminado la charla.
“Adelántate”, le dije y me quedé por un momento, a solas, con aquel hombre. “Sólo quiero estrecharle la mano”, le dije mientras miraba sus ojos levemente claros. Me introduje en sus pupilas e imaginé que salía de ellas en 1967, cuando aquel hombre ingresó al cuarto en el que el Che estaba atado y desarmado. Sólo estuvieron los dos así que no se puede saber si es cierto lo que se publicó después: que si Terán estaba borracho, que si Guevara le dijo “Póngase sereno, usted va a matar a un hombre”. Lo único que pudimos comprobar aquella tarde es que sí, que el hombre al que entrevistamos fue el que mató al Che.
Llegamos exultantes al hotel e Ildefonso palideció cuando revisó su cámara. “No grabó nada”, me dijo.
“Es él”
La salita de la casa del general Gary Prado también tiene paredes en las que cuelgan fotografías, pero en casi todas ellas aparece él con su uniforme militar. Hay una en la que está a los pies del Papa Juan Pablo II, pero la que más aprecia es una en la que monta un caballo en lo que claramente es una superficie empinada. Es de los tiempos gloriosos, cuando él tenía el dominio pleno de su cuerpo, mucho antes de que una bala perdida lo redujera a una silla de ruedas.
¿La maldición del Che? Prado no cree eso aunque admite que hay demasiadas muertes alrededor de la figura del guerrillero. Él mismo se salvó de morir en Brasil, en 1968, cuando un comando guevarista equivocó su blanco. Lo buscaban a él, porque ya se sabía que fue quien lo capturó con vida, después del combate del Churo, pero lo confundieron con su compañero de la Escuela Militar de Río de Janeiro, a quien le encajaron ocho tiros.
Ildefonso le pasó la fotografía.
— Es él.
— ¿Está seguro? ¿Éste es Mario Terán, el hombre que mató al Che?
— Sí. Y no se le puede culpar de lo ocurrido. Las circunstancias le llevaron a eso, no más… Cuando le sacaron esa foto le hice una recomendación: “No te metas en este baile, ¡carajo!”. ¿Por qué le aconsejé que se quedara callado? Para que no hubiera venganza contra él… Y me hizo caso.
Prado no necesita que se le pregunte para responder. Es, quizás, el hombre más entrevistado en Bolivia en torno a la guerrilla. No sólo fue quien capturó vivo al Che, fue también el que habló con él hasta antes de entregarlo a Joaquín Zenteno Anaya.
— Lo entregué vivo… y luego lo mataron.
— ¿Y sabe cómo murió?
— Tengo la versión correcta de la ejecución que me contaron los propios participantes. Fue así: cuando el coronel Zenteno recibe por radio la orden, hizo llamar a los suboficiales y sargentos que había en La Higuera, tres suboficiales y cuatro sargentos. Les transmitió la orden y pidió voluntarios. Los siete se ofrecieron, y entonces Zenteno señaló a dos: usted a Willy y usted, indicó con el dedo a Mario Terán, al Che. Hay que ponerse en el lugar y en el momento. Teníamos soldados muertos también y estábamos con mucha adrenalina allí toditos. Así que cogieron sus carabinas M2, se dieron la vuelta y entraron a los cuartos donde estaban los prisioneros. No hubo palabras, ni despedidas, ni discursos. No correspondía. Después han aparecido versiones, ‘que si apunte bien’, ‘que si va a matar a un hombre’… El propio Mario Terán no ha hecho nunca una declaración pública. Lo demás son elucubraciones. Ha habido en todos estos años un gran esfuerzo para crear el mito…
“Teníamos soldados muertos también”… eso explica el estado de ánimo de Mario Terán Salazar el 9 de octubre de 1967. En el libro Jaque mate: Cayó el Che, el Instituto de Investigación Histórica Militar refiere que “el sargento Mario Terán, en su progresión por el Churo, chocó con la vanguardia del grupo subversivo, que se encontraba en ese punto. Lanzó su ataque con admirable decisión. Terán, muy cerca de sus hombres, vio caer muertos a dos de sus soldados, Mario Characayo y Mario Lafuente. Este hecho le impactó profundamente en lo más íntimo de su ser, y muy pronto sería motivo de una decisión dramática”.
Eso explica lo de los “tres Marios” de los que nos habló Terán. En el Churo, vio morir a sus amigos y, si a eso le agregamos el detalle de que su esposa estaba con un embarazo a término (hay una versión que dice que pidió permiso para ir a verla, pero se lo negaron por lo complicadas que estaban las operaciones militares), entenderemos que era el que más motivos tenía para matar al Che.
La persecución
Aunque yo tenía el audio de la entrevista a Mario Terán en una grabadora digital, Ildefonso no se resignaba a la pérdida de las imágenes.
— Hay que volver. Esta vez me aseguraré de que la cámara funcione bien.
— ¿Pero con qué pretexto volveremos a esa casa?
— Diremos que queremos entregarles la foto como recuerdo… algo se nos ocurrirá.
Volvimos a alquilar un taxi por hora y con él nos dirigimos hasta el segundo anillo casi avenida Paraguá. “Espérenos. Ya volvemos”, le dijimos al chofer y seguimos el resto del trayecto a pie.
Ya habíamos tenido éxito una vez y eso nos animó a un segundo intento. Después de todo, yo había hecho buena letra con Terán el día anterior y era probable que nos vuelva a recibir.
No imaginábamos lo que nos esperaba en la casa de rejas verdes y floreros de hierro soldado. Las mujeres estaban afuera, como esperándonos, y, al vernos, comenzaron a acusarnos. “¡Ellos son!, ¡ellos son!”.
— ¿Qué pasa? –preguntamos.
— Ustedes entraron a nuestra casa con engaños. Nos dijeron que eran médicos y le hicieron preguntas a mi padre.
— Nosotros no mentimos. No dijimos que somos médicos. Yo soy de Médicos Mundi –se justificó Ildefonso sacando su credencial.
Pero, lejos de aclararse, las cosas se complicaron cuando apareció un nombre con el rostro manchado… vitíligo… el guardaespaldas…
— Ustedes van a tener que pagar –dijo y, cuando me miró, se enfureció más–. Yo a voj te conozco. Vinijte a espiarnos. Te estuviste escondiendo y sacando fotos. ¿Dónde están las fotos?
Todo intento de explicación se diluía en medio de las recriminaciones. “Yo trabajo con el Gobierno, para que sepás”, advirtió el guardaespaldas.
— Mejor vámonos antes que nos agredan –le dije a Ildefonso y comenzamos a alejarnos con rumbo al segundo anillo. Apenas habíamos avanzado unos pasos cuando apareció la camioneta de color guindo que estuvo a punto de atropellarnos en la esquina.
Ya con el pánico latiendo en nuestras sienes, llegamos al taxi y nos metimos pidiéndole al chofer que acelere.
Ni mi editor español ni yo, quizá ni el chofer, podemos decir cuánto duró la persecución en el segundo anillo. Pasaban los minutos, las casas se difuminaban a izquierda y derecha, pero la camioneta de color guindo se mantenía en el retrovisor. No sabemos cuántas vueltas dimos ni en qué tiempo. Con el corazón en la garganta, escuchamos unas detonaciones que podían provenir de cualquier parte, pero que nosotros confundimos con disparos.
— ¿Son disparos?
— No sé… no creo… no llegarían a tanto…
El taxi seguía corriendo, pero la camioneta se mantenía atrás. La mirábamos ora en el retrovisor ora por la ventana trasera. “Acelere, acelere…”, pedíamos a nuestro conductor pese a que, por los zarandeos en los giros y por la cantidad de veces que rebasó a otros vehículos, era obvio que corría más de lo debido.
“Me voy a desviar”, advirtió y giró en seco hacia un callejón. Avanzó unos metros más y se detuvo frente a un portón metálico, cuyos detalles no advertí de puro miedo. “¿Qué es esto?”. “La puerta trasera de ‘La Casa del Camba’. Métanse ahí”. Tampoco sé cuánto le pagó Ildefonso al chofer por poco menos que habernos salvado la vida. Sólo recuerdo que, una vez sentados y frente al menú, comprendimos que el mal momento había pasado y reímos de puro nerviosos.
— Ordenemos de una vez.
— Te recomiendo carne de lagarto.
Y comimos… Y hasta nos tomamos una foto con sombreros de saó como recuerdo del día más intenso de nuestras vidas.
La conclusión
Después de una campaña de expectativa que se difundió en Madrid y las redes sociales, la crónica El hombre que mató al Che fue la apertura de la edición del diario El Mundo correspondiente al domingo 23 de noviembre de 2014.
“El resto de la historia ya es conocida. El Che se hizo ícono, ‘santo’. A Mario, sin más, se lo tragó la tierra”, decía en su parte final.
Pero… ¿por qué se lo tragó la tierra?
La clave la había dado Gary Prado en su detención domiciliaria por el denominado “caso Terrorismo” que, coincidentemente, gira en torno a Eduardo Rózsa, a quien muchos llamaban “El Che de la derecha”: “No te metas en este baile, ¡carajo!”.
Después de la entrevista concedida a Michelle Ray, de la que salió la hasta entonces única foto del asesino del Che, no sólo Prado sino la cúpula militar le ordenó a Terán que se borrara. Así desapareció incluso del Registro Civil en el que sólo quedó una partida de nacimiento inscrita a mano en la página 27 de un libro de actas que tiene el sello del Registro Civil de Bolivia. Por la letra, las anotaciones son confusas y debajo del nombre de su padre, Vicente Terán, se puede leer la palabra “comerciante”. Junto al sello están dos firmas y sólo en una se puede reconocer “VTerán”. La segunda es más bien un garabato y se presume que pertenece a la madre, Candelaria Salazar.
Aparentemente, ese registro manual fue la única certificación del nacimiento de Mario Terán Salazar durante 37 años. El 2 de agosto de 1978, cuando ya habían pasado más de diez años de la muerte del Che, su inscripción de nacimiento fue regularizada mediante una orden judicial. En esa fecha, su esposa, Julia Peralta Salas, lo registra bajo la partida 143.
Así, mimetizado, era inubicable.
Prácticamente borrado del Registro Civil, vivía tranquilo a dos cuadras del segundo anillo, arropado por su numerosa familia y cuidado no precisamente por un guardaespaldas sino por su hijo. Cuando volví a revisar los registros en el padrón, encontré la foto del hombre con vitíligo. Era Víctor Hugo, el ser humano que estaba en el vientre de Julia Peralta mientras su padre estaba en Ñancahuazú, con sus dos amigos, los “Marios”, enfrentando a la guerrilla del Che Guevara.
Mario Terán Salazar se puso a tiro de periodista cuando cumplió 65 años, la edad mínima para recibir el Bono Dignidad. Como uno de los requisitos para cobrarlo es la inscripción en el padrón electoral, no le quedó más remedio que registrarse. Salió de las sombras y lo hizo… dio sus datos y se dejó fotografiar. Apareció en el registro.
Y ahí lo encontré.
“Es él…”.
Deben leer también el reportaje de Tim Weiner, Legado de Cenizas. En un capítulo, está de forma extraordinaria un pasaje de cómo ocurrió la captura del Che.