“Las cuatro mujeres mineras”. Así las conocerá la historia. Pero detrás de esa fotografía que inspira este relato fundamental de la memoria colectiva de nuestra democracia, hay mucho más.
Este es el texto ganador de la primera versión del Premio Nacional de Crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela.
Para los de arriba
Hablar de comida es bajo.
Y se comprende porque
ya han comido.
Bertolt Brecht
He ahí la fotografía. Se trata de una micronoticia aparecida el 30 de diciembre de 1977 en la primera página de un periódico, abajo y al centro. Cualquiera podría ver si buscara en una hemeroteca el diario Presencia, de La Paz, Bolivia, y diera con la edición correspondiente a aquella fecha.
Algún otro avisado podría probablemente aportar con datos del reportero/fotógrafo que la tomó en la víspera; sobre la hora exacta y la luz que había entonces; si llovió o no llovió aquella vez en la ciudad; si fue dificultoso entrar al recinto por el temor que había en los funcionarios eclesiales a que se hiciera mucha bulla del hecho, iniciado el 28, Día de los Santos Inocentes, con la incursión de cuatro mujeres más sus niñas y niños a las oficinas del palacio arzobispal de La Paz.
El 31 de diciembre, el periódico da los nombres de estas mujeres en huelga de hambre. Bueno, no exactamente de ellas; más bien de sus esposos.
Bajo el titular: “Se agrava situación de niños mineros en huelga de hambre”, el matutino detalla algunos pormenores de la medida y además señala: “(…) Entre los presos se cuenta a José Pimentel, con año y medio de encarcelamiento. Su esposa y sus dos hijos participan en la huelga de hambre. Lo propio pasa con la esposa y los ocho hijos de Roberto Paniagua, de René Flores (cinco hijos) y Andrés Lora (tres hijos), quienes fueron despedidos de su trabajo”.
En adelante, la prensa las va a denominar “las cuatro mujeres mineras”, “cuatro esposas de trabajadores mineros”, y sumadas a sus hijos –prole compuesta por trece personitas–, “familias en huelga del arzobispado de La Paz”.
Así hasta el triunfo de la huelga de hambre, veintiún días después, cuando, con la adhesión de cerca de 1.300 personas en piquetes repartidos por las principales ciudades del país, la movilización de todo el pueblo boliviano y la conmoción de la opinión pública internacional, estas cuatro sin nombre logren torcerle el brazo al dictador Hugo Banzer Suárez y arrancarle amnistía general para todos los presos, perseguidos y exiliados por razones políticas y sindicales; la devolución de sus fuentes laborales a las personas despedidas por tales motivos, y la vigencia plena de las organizaciones.
Luego de esa victoria que va a beneficiar a toda Bolivia, las cuatro van a retornar a sus casas, a sus cocinas, probablemente a su vida oscura de siempre.
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La mujer sentada al costado derecho, quien tiene una criatura sobre sus rodillas, se llama Angélica Romero. Nacida en 1949. Es ama de casa, proviene de Catavi; viene con dos hijos a la huelga.
Su esposo, René Flores, era del sindicato de obreros de exterior mina de la Empresa Minera Catavi, dependiente de la Corporación Minera de Bolivia (Comibol), un “dirigente nomás” –según dice ella– que trabajaba como carpintero en el ingenio.
En 1976 se organizó, en la zona de Catavi–Llallagua–Siglo XX, como en otros lugares, la directiva de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (Apdh). Proscrito el presidente del comité, asumió el cargo la vicepresidenta, Domitila Chungara (del Comité de amas de casa de Siglo XX, famosa ya por sus participaciones internacionales representando a las mujeres del sector). Ascendió como segunda cabeza el vocal René Flores; la tercera recayó en Roberto Paniagua, otro obrero del ingenio.
En octubre de 1977 los militares aprehendieron a Flores, una semana antes a Paniagua. Secuestrados los llevaron hasta La Paz, los torturaron; a Flores le quebraron las costillas. En noviembre, por la presión de la Apdh, fue liberado y gracias a las gestiones del padre Julio Tumiri, presidente de la Asamblea, pudo retornar a su casa para curarse.
Pero en Catavi, los funcionarios de Comibol habían asumido su ausencia forzada como abandono laboral; cortaron el beneficio de la pulpería, la atención médica a toda la familia y no se pronunciaban sobre el reconocimiento de liquidaciones salariales. Ya al empezar diciembre enviaron un preaviso: devolver la vivienda prestada por la empresa.
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La que está al costado izquierdo, de perfil, al parecer hablando a sus compañeras, y que también tiene una criatura en las rodillas, se llama Aurora Villarroel. Nacida en 1950. Procede de Llallagua; ha llegado con tres hijos a la huelga. Huérfana de padre desde muy pequeña, creció amparada por su madre, quien se dedicó al comercio para sostener a la prole. Gracias a ese apoyo, Aurora pudo terminar la secundaria y convertirse en militante trotskista desde sus 17 años. En esos ajetreos conoció a su actual marido, Andrés Lora, ahora prófugo y en la clandestinidad.
Andrés era delegado sindical de los mineros en 1975, cuando en plena plaza de Siglo XX empezó a distribuir folletos, arengando a la gente para oponerse a la visita del dictador Banzer.
Perseguido ipso facto por los militares, se guareció en el socavón de La Salvadora y adentro se quedó durante varios días, hasta que sus compañeros lograron sacarlo por el otro lado de la mina. Luego vino un despiadado control a la casa de sus padres, donde vivían su esposa e hijos.
En la foto no se ve, pero Aurora está embarazada, con casi seis meses de gestación.
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De pie a la izquierda de Aurora, y mirándola mientras sostiene a su criatura sentada en un pupitre, está Luzmila Rojas. Nacida en Catavi en 1949. Estudió enfermería. Se hizo novia y luego esposa del dirigente universitario José Pimentel, en Oruro. En 1976 fue hecha prisionera en una redada del gobierno contra militantes del Ejército de Liberación Nacional, junto con Pimentel, en La Paz.
Luzmila tuvo suerte; la soltaron por estar en avanzado estado de gravidez y no estar tan implicada en las actividades del ELN. Pero desde hace año y medio, pese a que le prohibieron volver a La Paz y la han obligado a quedarse en su natal Catavi, constantemente peregrina al Departamento de Orden Político (DOP) del Ministerio del Interior, en cuyas celdas tienen preso a su marido.
Contadas veces le han permitido verlo. Cuando el dictador anunció que para Navidad amnistiaría a los presos, muchísimas veces el militar a cargo del DOP le dijo que “pierda cuidado, que pronto lo liberarán”. No ha sido cierto.
Luzmila tiene un bebé todavía lactante que ha dejado en Catavi, al cuidado de sus padres; carga con ella sólo a su hijita mayor.
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La que está sentada a la derecha de Angélica, mirando hablar a Aurora y sin criatura alguna en brazos, es Nelly Colque. Nacida en Huanuni en 1943. Ama de casa de Catavi, madre de ocho hijos, hasta ahora. Viene con siete de ellos a la huelga; el hijo mayor, ahora prófugo por haber pegado a uno de los esbirros de la dictadura, se quedó escondido en el centro minero. La mayor de sus acompañantes es Ana, de quince años, y es la que en la foto aparece sosteniendo en brazos a un hermanito.
Nelly es la esposa del obrero Roberto Paniagua, quien fue apresado y torturado por sus actividades en gestión de los derechos humanos, en contra del régimen dictatorial.
Por considerar que Paniagua ya no es trabajador del ingenio de Catavi, a su familia también la Comibol le ha quitado el derecho a pulpería, atención médica y le ha ordenado desalojar la vivienda. Los niños Paniagua ya no podrán ingresar a la escuela de la empresa en 1978.
Nelly aún convalece de una operación a la vesícula; fue atendida a regañadientes en el hospital de Catavi hace como dos semanas.
De los preparativos
Nelly dice que de la huelga le avisó Angélica, a quien conocía por ser la esposa del otro delegado de derechos humanos en Catavi.
Angélica dice que a la huelga la convocó Luzmila, con quien se encontró de sorpresa (no la había visto desde la escuela) el 22 de diciembre de 1977, en una reunión convocada en la parroquia por los curas oblatos que dirigen la radio Pío XII en Siglo XX.
Luzmila, a su vez, supo de la huelga asistiendo a las reuniones de los familiares de presos y perseguidos políticos en La Paz, mediante religiosos y activistas de derechos humanos.
Aurora dice que la huelga ya estaba pensada hacía mucho por las organizaciones sindicales y políticas en la clandestinidad, que la iban preparando con precaución, con cuidado. Incluso se sitúa ella en esas reuniones, en esos preparativos. Agrega que pidió al padre Gustavo ayudar a juntar gente interesada.
Desesperada por ver a su esposo libre, Luzmila también se largó con una temeraria promesa en las reuniones de La Paz: ir a traer mujeres de los centros mineros para potenciar la acción.
Dice que había pedido a Gustavo Pelletier, sacerdote oblato de origen canadiense, activista de derechos humanos en Siglo XX por parte de la emisora Pío XII, contactarla con esposas de mineros dispuestas a sumarse a la huelga.
Quizás obedeciendo estos pedidos, Pelletier logra convocar a algunas, muy pocas, en la parroquia. En la reunión coinciden Luzmila Rojas de Pimentel, Angélica Romero de Flores, Aurora Villarroel de Lora y Domitila Barrios de Chungara, en su calidad de presidenta de Derechos Humanos.
Lógicamente, las mujeres hablan de los esposos perseguidos y presos, del daño que para las familias eso acarrea, hablan de la huelga que desde hace tiempo se pretende llevar a cabo en la sede de Gobierno. Angélica se adhiere de inmediato. Aurora todavía consultará.
— ¿Tú también nos podrías ayudar, Domitila? –pregunta Luzmila.
Angélica, Aurora y Luzmila son testigos de esta respuesta:
— Ningún pariente mío está preso ni exiliado ni damnificado, todos están bien en mi casa, mi esposo está; además, yo estoy siendo vigilada por los agentes del gobierno. No puedo hacer nada.
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Finalmente viajan: Luzmila, días antes para poder visitar a su esposo en Navidad; Angélica, quien luego convoca a Nelly, y se van juntas, con sus diez hijos, en la flota Bustillos; Aurora, quien decide sumarse, se va en el jeep del padre Pelletier con sus tres hijos.
Pero en La Paz nada está preparado. Reunidos en una cancha deportiva, cerca de 200 familiares de presos, exiliados y perseguidos pugnan más bien por desistir, por diferir las cosas: alegan la inconveniencia de la fecha, el poco apoyo que pueden concitar.
Las cuatro quedan solas. Ni siquiera Domitila Chungara, quien al final aparece en la cancha, les brinda aliento alguno. Angélica se le acerca y le consulta qué hacer. Chungara le contesta secamente:
— Pues hagan lo que tengan que hacer.
Y ahí, en un rincón, discuten Nelly cargada de siete hijos; Aurora, quien ha viajado con tres; Luzmila con su primogénita; Angélica con sus dos hijitos.
— Yo no he venido a pasear ni de turista. Entro ahora o me voy y ni vuelvo –protesta Nelly frente a Luzmila. La secundan Angélica y Aurora.
Entonces el padre Gustavo, quien está cerca de ellas, pide la palabra y anuncia:
— ¡Aquí hay cuatro mujeres mineras que van a iniciar hoy la huelga!
No hay aplausos ni apoyo, sino un murmullo de desaprobación:
— Cura incitador… Las va a hacer matar a esas pobres mujeres… Las pueden hacer desaparecer.
Las cuatro quedan solas. Ni siquiera Domitila Chungara, quien al final aparece en la cancha, les brinda aliento alguno. Angélica se le acerca y le consulta qué hacer. Chungara le contesta secamente:
— Pues hagan lo que tengan que hacer.
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Esa misma tarde, después de un almuerzo en la vivienda de los padres oblatos, quedan listos Nelly, Angélica y sus hijos. Se suman Luzmila y Aurora. El padre Gustavo las traslada en su jeep al colegio jesuita San Calixto.
Los curas del lugar se oponen rotundamente y les sugieren intentarlo en el palacio arzobispal. Inclusive les dan instrucciones precisas para entrar al recinto. En San Calixto, quizás convocada por el padre Pelletier, quizás autoconvocada, aparece Domitila Chungara. Aurora le insta a abstenerse de sumarse a ellas, si acaso ahora esa es su intención, en vista de su indiferencia de antes, y le pide apoyar desde afuera.
Hacia las cinco de la tarde, las cuatro mujeres y sus trece hijos se introducen a la carrera hasta el tercer piso del palacio arzobispal. Pese a las protestas de los funcionarios, no hay ya quién pueda sacarlas de allí.
Poco después llega el anciano monseñor Jorge Manrique, les da un aula para que se instalen, un baño con agua corriente; posteriormente les procurará frazadas, colchones y abrirá las puertas a la Cruz Roja Internacional, Asamblea Permanente de Derechos Humanos, prensa y a los funcionarios del gobierno, quienes van a tratar de quebrantarlas y convencerlas con promesas sectoriales. En los días siguientes, Manrique procurará, además, alimentación completa para los niños y su intermediación para las primeras negociaciones ante el Gobierno.
Pero ese 28 de diciembre de 1977, poco antes de las seis, hora en que el padre Gustavo ha prometido mandar un periodista, las cuatro redactan las demandas de la huelga. Sin apoyo ni asesoramiento externo alguno, tomando como referencia inmediata la demanda generalizada y sus propias necesidades y convicciones –incluyen incluso un último punto para poder negociar–:
Amnistía general e irrestricta.
Reposición al trabajo de todos los obreros despedidos.
Vigencia de las organizaciones sindicales.
Retiro del ejército de los centros mineros.
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Unidas las cuatro, con sus hijos, se vuelven famosas y poderosas; todos los grupos de huelga van a acatar sus decisiones, su liderazgo. Pero el día que triunfa la huelga, sólo ellas mantienen la medida; dos días antes el gobierno ha intervenido brutalmente el resto de piquetes en todo el país. De uno que se ha salvado de la intervención acuden a las oficinas del arzobispado sus últimos integrantes, huelguistas mineros:
— Señoras, venimos a sustituirlas. Ustedes ya han hecho su parte. Vayan a descansar a sus casas. Nosotros podemos hacernos cargo.
Demás está decir que las cuatro señoras los sacan de allí con cajas destempladas.
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El 18 de enero, pasadas las nueve de la noche, llegan los negociadores nombrados por ellas para hacerles firmar el acuerdo final con el Gobierno. Al día siguiente, después de una emocionada misa celebrada por monseñor Manrique, parten las cuatro y sus niños en el vehículo arzobispal rumbo a sus casas, al sur, a los centros mineros.
No se enteran de las multitudes que pretenden celebrarlas en El Alto. El chofer de monseñor conduce rápido; y cerca de las tres de la tarde deja a Aurora y sus hijos en la casa de sus suegros, en Llallagua, y luego se dirige a Catavi. En la tranca hay gran gentío, pero ellas se enterarán después de que era para recibirlas, para celebrarlas.
Cada cual se baja en la puerta de su casa, a enderezar de nuevo el hogar, a fiarse alimentos mientras se resuelva la situación laboral de sus maridos, mientras ellos vuelvan.
Vida de mujeres
Suena la misma sirena, pero en distintos años.
A las cinco de la mañana del 20 de enero de 1978, mientras la sirena aúlla, llaman a las puertas de las recién llegadas, las invitan a subir a la Plaza del Minero, en Siglo XX, a escuchar los discursos de los varones.
Angélica recuerda:
— Hablaban como hablaba Domitila, de que ellos han planificado todo, de que ellos han pensado esto y el otro, y han hecho de este modo y del otro. A nosotras nos han dado un ratito la palabra para que saludemos e informemos. Y eso sería todo.
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Al amanecer del 24 de junio de 1967, Angélica dormía junto a René, su esposo, cuando el insistente “wuaaaaaa…. wuaaaaa…” de la sirena del sindicato de Siglo XX los despertó. Esa sirena solamente tocaba para anunciar la entrada y salida de las cuadrillas de mineros al socavón, a las cinco de la mañana, a la una de la tarde y a las diez de la noche. No a esa hora.
Quisieron prender la luz pero no había; tampoco transmitía ninguna de las emisoras. A tientas salieron; René corrió al sindicato de Catavi. Ella se quedó con sus dos hijitos.
La balacera provenía de Siglo XX. Al día siguiente, es decir el 24 mismo, iba a haber ampliado de dirigentes, o sea de los dirigentes sindicales que quedaban, porque los principales estaban presos o en la clandestinidad. A los mineros la dictadura de René Barrientos les destruía siempre los sindicatos; pero ellos, siempre también, eran hábiles para reorganizarse, desafiando el peligro.
Esa vez ya no pudieron.
Asomada a la puerta de su casita, Angélica vio pasar toda la mañana las ambulancias del hospital recogiendo muertos y heridos, hombres, niños, mujeres. Desde ese día aprendió a escuchar.
Luego es posible imaginarla jovencita a ella, escuchando desde la puerta o un poco escondida bajo la ventana exterior del salón sindical atestado de varones –vedado al ingreso de mujeres– las formidables alocuciones de los dirigentes de la Federación de Trabajadores Mineros de Bolivia. ¿Sabía algo de política ella?
— Solamente como oyente nomás.
Y como oyente aguza el oído cuando hablan de economía política, de lucha de clases, de sindicalismo, de revolución. Y mientras se suceden los discursos, la joven Angélica piensa:
— Uuuuuuh, ¿yo qué podría subir allí arriba, qué diría a la gente?, ¿será que algún día pueda yo subir? Imposible, ¡yo de qué puedo hablar!
La jornada laboral para ella empieza a las 5:30 de la mañana: preparar el desayuno, asear a los hijos, mandarlos a la escuela, limpiar la casa, acarrear agua de la pileta pública al extremo de la calle, bajar a vender a la tiendita que ha instalado en la plaza de Catavi (cuadernos, hojas de carpeta, lápices, borradores, colores, algunos libritos escolares, etc., con cuyo importe ayuda a la economía doméstica). Eso hasta las 9 o 10, por la mañana. Y luego, volar a casa a cocinar el almuerzo; y si es día de pulpería, siempre a las prisas, hacer la fila, sacar productos y luego a traer la vianda para el marido, hasta la tiendita, porque a él le queda más cerca de su trabajo. Vender hasta las tres, luego subir a la casa, asear, ordenar, lavar ropa, atender a los niños, cocinar la cena y volver a la tiendita, hasta las diez de la noche.
Por eso aquel 20 de enero de 1978, cuando le dan la palabra en plena Plaza del Minero, Angélica saluda nerviosamente e informa sobre la huelga. No tiene la labia privilegiada de los dirigentes para contar sus hazañas.
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Los Flores se marchan de Catavi a finales de 1978 porque, pese a las promesas, tardan en reponerle a René su fuente de trabajo. Dejan para siempre la vida minera y se instalan en un terrenito en Cochabamba comprado a cuotas. Les toca aprender a sembrar, a sobrevivir otros oscuros años de dictaduras y escasez económica. A Angélica le toca sobrellevar el carácter difícil del marido para sacar adelante a los hijos, y luego, con la viudez, evaluar que ha tenido una vida relativamente feliz. Porque de los difuntos no se habla mal.
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Al terminar la huelga, Luzmila vuelve a Catavi a ver su bebé de año y medio. La más desolada de las cuatro, sin saber si al final su esposo será beneficiado por la amnistía, porque la dictadura lo ha transferido como delincuente común a la justicia ordinaria.
¡Tanto ha caminado Luzmila por la liberación de Pimentel! Se conoce de memoria la calle donde estaban las celdas del Departamento de Orden Político; a los funcionarios, a la gente que durante horas, días, esperaba, como ella, que los militares permitieran ver un ratito a sus familiares.
De la huelga guarda como recuerdo entrañable un abridor para botellas que le dio el padre Luis Espinal antes de entrar él y otros activistas de derechos humanos en un segundo piquete instalado en el periódico Presencia. Eso y las frazadas que les regaló monseñor Manrique. No la radio chiquita que le prestó Espinal para que estuvieran comunicadas, para que supieran qué se decía en el país.
Los dirigentes que reaparecen de la clandestinidad y vuelven del exilio ejercen presión para que los presos políticos catalogados como “delincuentes comunes” sean puestos en libertad. Pasan cerca de dos meses más. Pero esos detalles ella pide indagarlos con José Pimentel.
Lo que sí se acuerda es que los funcionarios de la Comibol no le dejaron a José trabajar en Siglo XX; tuvieron que irse a Oruro, donde a él le dieron un puesto laboral.
Surgirán más momentos duros para la familia, sobre todo durante la dictadura de Luis García Meza, cuando el esposo reingresa a la clandestinidad y ella debe dedicarse a su familia. Andando el tiempo, y con el regreso de la democracia, el esposo asciende en la dirigencia sindical, en la vida política; se convierte en diputado, en ministro de Minería y Metalurgia, en presidente de Comibol, ejerce la docencia universitaria. Todo un hombre público.
A Luzmila se le ha ido la vida criando y atendiendo. Hace más de veinte años está separada y hace dos años ha vuelto a ser oficialmente Luzmila Rojas, sin el apellido “de” que tanto prestigio daba a las mujeres en las minas.
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Aurora se enorgullece de su esposo, de su compañero de vida. De una vida de amor y respeto en medio de las penurias económicas y la constante persecución política. Su esposo, tan distinto de aquellos mineros que sólo en los discursos hablaban de igualdad y en la intimidad del hogar sometían a golpes, insultos y prohibiciones a sus esposas.
Hacia 1981, cuando la dictadura de García Mesa vuelve a invadir y aterrorizar en los centros mineros, una tarde en que el obrero Andrés Lora sale de paseo con su familia, los esbirros intentan capturarlo. La escapada se produce en las calles de Llallagua; Andrés corre a guarecerse en el socavón de Siglo XX.
Aurora, a punto de tener su cuarto hijo, vive por entonces en casa de sus suegros y atiende una tiendita de abarrotes que le da para sobrevivir. Pero la condición del marido le resulta insoportable. El militar a cargo del Ejército en la zona ha amenazado que si lo encuentra lo va a volver “charque”. Le da su palabra. Ella ya no puede más y acude, como siempre, al amparo del padre Gustavo Pelletier.
— Que me disculpe el partido si prohíbe a sus militantes exiliarse; ¿pero de qué puede servir a la causa un mártir, un muerto? –piensa Aurora.
Andrés sale de Siglo XX escondido en el jeep del cura. Ella viaja a La Paz en flota, con todos sus hijos. Mediante Amnistía Internacional, les otorgan asilo en Suecia. Aún a ella le toca tramitar en el Ministerio del Interior un ominoso salvoconducto familiar para poder salir. Sobre el papel ponen un sello rojo: “expulsados”.
En Suecia los especialistas le curan casi totalmente un defecto en el habla que tiene el hijito gestado durante la huelga de hambre.
Durante la huelga de hambre… Cuando los médicos de Derechos Humanos y de la Cruz Roja se enteraron de que Aurora estaba embarazada echaron el grito al cielo.
El doctor Rafael Archondo le daba unos polvos vitaminados para que ella aspirara. Se puso muy mal. Salió unos días para reponerse en una clínica; logró volver junto a Nelly, Luzmila y Angélica.
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La familia Lora Villarroel regresa del exilio en 1984, a reintegrarse a la vida minera y al activismo político. En el último congreso de la Federación de Mineros, en 1986, Aurora, que va de delegada, es testigo de cómo los varones abuchean y silban a Emiliana Reyes, delegada del Comité de Amas de Casa de Huanuni impidiéndole hablar, mandándola “a la cocina”. Entonces ella pide la palabra. Empiezan más rechiflas.
Aurora sube a la tarima y grita:
— ¡Silben, silben más, mierdas!
Arrecian los silbidos.
— ¡Silben, sigan silbando!
Los hombres se cansan. Entonces ella lee tranquilamente los nombres de los dirigentes que tienen ya listo el finiquito en gerencia de la Comibol, los que van a traicionar la resistencia obrera en contra del neoliberalismo, los que van a bajar la cabeza ante la liquidación de la minería nacionalizada y del proletariado minero.
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Nelly. Cansada de las golpizas que le daba su esposo, el obrero Justo Colque, la madre de Nelly se fue un día con rumbo desconocido llevándose al hijo más chiquito, dejando sola a la pequeña, de siete años.
De Nelly se hizo cargo su abuelita materna, una campesina que vivía en la miseria. Poco después, la abuelita quiso que fuera a la escuela; la confió al cuidado de un tío en Oruro. Pero el tío la mataba de hambre y la violaba. Nelly logró regresar junto a la abuelita; de su lado la arrancó su padre para llevársela a Huanuni. Fue a terminar junto al minero Paniagua.
— Mi madre se casó bien jovencita, a los trece –dicen a veces los hijos de Nelly. Ellos saben cómo fue eso.
El padre de Nelly, alcohólico consumado, una noche la dejó a merced de un hombre que la abusó y la mantuvo encerrada con él. La niña violada le rogó que la devolviera con su abuelita. En lugar de eso, el hombre la llevó a su casa, le dijo que se quedara a vivir. Trabajaba en la mina, tenía acceso a la pulpería, había comida, pan. Nelly tuvo que quedarse –o tal vez quiso quedarse– al lado de Roberto Paniagua.
A sus catorce tuvo su primer bebé. Dice que se embarazó dieciséis veces; nueve nacieron, los demás fueron fracasos: algunos murieron en el vientre; uno nació todo magullado y amoratado. En el hospital de Catavi comentaban:
— Parece que esta señora hace renegar mucho a su esposo.
— Mi papá siempre andaba con deudas, no le alcanzaba su sueldo para dar de comer a tantos. En Navidad nunca había juguetes, su aguinaldo empleaba en comprar zapatos para que nos durara todo el año, y a crédito además. Por eso quizás renegaba.
— Yo no he nacido entre algodones, a mí como a animal me han tratado. Toda mi vida, toda mi vida he esperado a alguien para contarle mis sufrimientos. Así suele llorar Nelly, golpeada y humillada, insultada y malquerida toda su vida.
Y sin embargo… Aquel 25 de diciembre de 1977, cuando Angélica le propone viajar a hacer huelga a La Paz, Nelly no lo piensa dos veces. Junta los certificados de nacimiento de sus hijos, desempolva la libreta de familia otorgada en la parroquia cuando el cura Eugenio la casó con Paniagua “para que no vivieran en pecado”. Anda de casa en casa preguntando quién le compra de ocasión su refrigerador: consigue 50 bolivianos. Con algo menos de la mitad de eso compra cuatro pasajes para ella y los siete hijos que la van a acompañar.
Cuando regresa, al calor de la reciente victoria, las demás mujeres de Catavi (Angélica entre ellas) la invitan a conformar el Comité de amas de casa. Se niega. ¿Se niega realmente?
— No vas a salir, ¿a qué vas a salir? ¡Sólo las putas son dirigentes! –le ha dicho el esposo.
De todas maneras, un mes después acude al congreso de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros en La Paz; entra a la inauguración. Están los periodistas buscando entrevistar a las mujeres de la huelga. Pero ella tiene que retirarse porque no es delegada. “No ha querido incursionar en la vida sindical” dicen. Entrevistan a Angélica, a Aurora… y a Domitila Chungara, quien se pone a hablar mucho y bonito sobre su protagonismo en la huelga.
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Antes de la relocalización de 1986–1987, Nelly se va con todos sus hijos, que son nueve ya. Primero a Cochabamba. Allí la miseria es insoportable y piensa que en La Paz alguien se acordará de que hizo la huelga; ¡tal vez le den un buen trabajo! Vanas ilusiones.
Se van a vivir a un terreno baldío en El Alto, que ella fue comprando a cuotas, a escondidas del marido. En los primeros tiempos, le toca recoger verduras y frutas de los basureros de los mercados. Nelly hace secar la cebolla verde, hace harina y con eso sopa; de la papa mala hace chuño, de las cáscaras de arveja bocadillos. Los hijos consiguen trabajo. Ahí le empieza a temblar una mano, la quijada.
En 2013 aparece Roberto Paniagua, después de 30 años de separación. La llama “su esposa”, le propone “arreglar” las cosas. La saca con engaños, separándola de los hijos que la protegían. Queda prisionera de la hija menor en Tiquipaya (Cochabamba). Cuando finalmente la rescatan, ya Paniagua ha vendido un terreno adquirido a nombre de ambos y tramita la usucapión de la casa que Nelly habita en Tiquipaya.
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Desde enero de 2003, el Congreso Nacional accede en otorgar a las cuatro mujeres de la huelga, más Domitila Chungara, una renta vitalicia consistente en el 20% de la dieta de un senador, es decir 4.000 bolivianos. En 2006, los legisladores se reducen el sueldo a la mitad, y a la mitad también se reduce la pensión vitalicia de las mujeres, es decir a 2.000 bolivianos.
En 2013, luego de la muerte de Chungara, el Gobierno les confiere a las cuatro, (ya a Domitila Chungara se lo confirieron al morir), la máxima distinción estatal: el Cóndor de los Andes, en el grado de Gran Caballero (“Gran Dama” no existe).
Mientras tanto, Nelly ya es víctima de un avanzado Mal de Parkinson, de artritis y de principios de Alzheimer.
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La memoria de la huelga. Angélica no recuerda que les hubieran prestado radio alguna; Aurora no recuerda las visitas del padre Espinal; Nelly confunde al padre Gustavo Pelletier con el padre Eugenio pero recuerda la radio.
Todas se acuerdan de la hermana Ana Perron, monja oblata de Siglo XX que las acompañó solidariamente durante toda la huelga, ayudando a alimentar y a contener las travesuras de los niños, bañándolos junto con Ana, la hija quinceañera de Nelly, ayunando con ellas, lo mismo que la joven Ana.
Y podría ser verdad que en aquel recinto hubo en realidad seis mujeres huelguistas. Pero de eso nunca se ha hablado.
Y podría ser verdad que en aquel recinto hubo en realidad seis mujeres huelguistas. Pero de eso nunca se ha hablado.
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El 31 de mayo de 2019, las cuatro se vuelven a juntar en un acto del Defensor del Pueblo para distinguir a “las mujeres mineras que lucharon por la recuperación de la democracia”. No les conceden la palabra. Hay discursos y un video de 10 minutos que destaca, obviamente, la vida de Domitila Chungara.
Cuando los periodistas indiferentes al testimonio que puedan dar las cuatro salen en pos de las autoridades, Nelly protesta por las tergiversaciones, por las suplantaciones históricas.
— Tienes derecho a exigir, Nelly. ¿Por qué no nos preguntan? O si no, pregúntenle al padre Roberto Durette, de Siglo XX; pregúntele al padre Gustavo. Él fue quien organizó todo –dice Aurora.
El padre Gustavo Pelletier. No sólo gestionó la huelga sino también cooperó en la Marcha por la Vida de 1986. Pero ya no está; volvió hace mucho a Canadá. Tiene más de 90 años; tal vez tampoco recuerde.
De todas maneras, el padre Durette me ha dado su correo electrónico. Le escribí. Sabiendo esto, Luzmila, hondamente emocionada, me encarga:
— Transmítale mis saludos al padre Gustavo. Gracias a él he tenido una vida más tranquila. Dígale que lo recuerdo todos los días de mi vida. Que lo quiero mucho. Que él está en la historia de Bolivia, aunque Bolivia nunca lo sepa.
El leer esta parte de la historia de huelga de hambre de estas 4 mujeres valerosas, me llevó a los años que mi madre viajaba en el tren carguero para rogar que lo dejen ver a mi padre preso de la dictadura de Banzer.
La impotencia me llena al ver que poco a cambiado el país con tanta riqueza desperdiciada.
Gracias por escribir lo que vivimos y nunca lo transmitimos