Texto y fotografía de Alejandra Lanza
La Miski (dulce, en quechua) es de las ruinas de Nazca. La trajo una amiga que acompañaba allí a su padre, escritor de literatura fantástica. La había encontrado entre un montoncito de huesos. Yo quería mucho tener una ñatita pero una ñatita te la tienen que regalar. Así que no dudé en aceptarla como regalo.
La hice k’hoar y el yatiri me dijo que la llevara con un kallawaya a leerle la coca. La envolvió con lana de oveja y la durmió. Era época de carnaval, martes de ch’alla, dos madrinas. El kallawaya nos dijo tal como había sucedido: “La han separado de su pareja, había otro cráneo a lado de ella. Está molesta pero les está recibiendo, ¿cómo la van a llamar?” Misk’icha, dije.
Vivió con sus madrinas y vivió conmigo. La llevé a la fiesta de las ñatitas en el cementerio de La Paz el 8 de noviembre, hace años. Apenas ingresé, la gente vino como avalancha y empezó a ponerle coronas de flores y velas: “Me lo vas a rezar para estudio, para mi hijo, para salud, para mi mamá, para mi negocio…”
La llevé dos veces y luego pasó a la casa de otra madrina. Dice que las ñatitas son celosas y es mejor que tengan parejita. Así que en aquella casa tenían un ñatito, San Andrés, que heredaron de su abuela desde el terremoto de Sipe Sipe hace más de 100 años. Ahí se han vivido juntitos con la Misk’icha unos años. Dicen que ahora la Miski descansa en paz.