Sus escasos 90 cm de estatura lo convirtieron en el luchador más pequeño del mundo pero no fue suficiente. Conoció la fama, creó una empresa y un conjunto musical. ¿Hasta dónde crece un hombre bajito?
Fotografías de Cecilia Lanza Lobo
Samuel Choque, el papá de Cresencio, fue curandero. Eso dice Cresencio que con 90 centímetros de estatura hizo de todo para sobrevivir, entre otras cosas, seguir los pasos de su padre, espantando demonios ajenos. Su propio espanto debió haber sido el temor a verse tan pero tan chico que un día pudiese desaparecer. Por si fuera poco, como pirueta del destino, sus padres lo bautizaron así: Cresencio.
Semejante responsabilidad fue asumida por él estoicamente porque creció y creció hasta hacerse de enorme fama. Una vez en la cima, Cresencio Choque asumió en su nombre la resignación de su destino: se bautizó en la lucha libre como Criatura de Dios.
Pero antes tuvo que pagar el derecho de piso que les es cobrado a todos los bajitos, considerados fenómenos, como él. Al principio de su carrera tomó como personaje a Chucky, el hombrecillo terrorífico que todos los enanos de esas arenas quieren ser. En esa gresca no duró mucho tiempo, en parte porque el público exige novedad y en parte porque Cresencio se aburre pronto. Siguió su camino como Criatura de Dios hasta alcanzar su paraíso.
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Es domingo y en el Multifuncional de la Ceja de El Alto el cachascán agoniza. Desde su cuarto de hora de fama, que sucedió a principios del 2003 con la revuelta de Octubre cuando los periodistas extranjeros llegaron al país por asuntos políticos y acabaron enamorados de las cholitas luchadoras, los distintos grupos de luchadores últimamente se turnan por ocupar con su espectáculo el Multifuncional de la Ceja de mes en mes.
En esta ocasión es el turno de la NWA, National Wrestling Alliance, del mítico luchador Wálter Tataque Quisbert, que ha invitado a Cresencio a participar. Lo hace siempre que puede y esta vez su presencia resulta oportuna pues ha llegado desde Lima un luchador gigante, excesivo, que se hace llamar La reencarnación de Umaga, aquel furibundo personaje del ring norteamericano, de ojos rasgados y abundantes tatuajes polinesios, que murió temprano. Éste, el peruano, no habla. Más bien parece un luchador de Sumo y tras bambalinas es un pan de dios. Para realzar su volumen, su estatura y quien sabe contribuir al personaje feroz que desea construir, la idea es presentarlo junto a Cresencio que con suerte le llega poco más arriba de las rodillas y podría desaparecer de la faz de la tierra con un simple tijchazo de esta mole. Tijchazo: índice y dedo gordo de la mano se juntan y hacen “tij” para empujar de un sólo golpe letal a una mosca.
La presencia de ambos luchadores, Cresencio y La Reencarnación de Umaga, se anuncia como plato fuerte de la tarde. Para causar mayor impresión, sale primero el chiquitito, La Criatura de Dios, de blanco cual angelito, y se pierde en el cuadrilátero. A continuación, señoras y señores ¡“La Reencarnaciónnnn de Umaaaagaaaa…!”. Y entra la mole de traje negro, escotado, los enormes brazos enseñando un par de tatuajes, el ceño fruncido, ¡malo, malo!
A todo esto, el público ni fu ni fa. Como mucho, siente curiosidad, no grita, no chilla, no estalla, a pesar de los esfuerzos del animador. Son otros tiempos y por si fuera poco, lo del gigante y el enano es un coitus interruptus. Ambos dan un par de rodeos en círculo, al modo de los boxeadores, se miran feo, Cresencio hace un amague de golpe que el gigante detiene colocando su enorme mano sobre la cabeza del pequeño y ya. Lo tumba como si nada, ambos se ponen de pie sin mayor trámite y el animador anuncia que el desafío para una próxima pelea estáaaaaa lanzaaaaado. El mismo Cresencio ha quedado con los crespos hechos pues llegó al lugar todo elegante, de traje gris. No es una excepción pues Cresencio es un hombre prolijo que viste a la moda. Lleva incluso un par de tatuajes en los brazos, el más notorio es uno con la imagen de la virgen de Guadalupe. Del cuello le cuelga una cruz de plata que no se quita jamás, ni para el combate. Quizás porque nunca haya sido necesaria la protección de nadie. Cresencio Choque se vale por sí mismo y con eso basta y sobra.
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“Ya no luchas”, le digo una mañana, sentados dentro del auto mientras sus compañeros van y vienen cargando fierros, lonas, cuerdas y cajas, al camión que en breve partirá hacia Desaguadero, en Perú, donde tienen prevista una presentación al final de la tarde.
“Era un desafío nomás”, explica Cresencio la lucha frustrada de aquel domingo con el gigante peruano. Lo hace con aburrimiento, de rato en rato se peina con la mano el cabello salpicado de rayos rubios, barriéndolo hacia atrás. “Me peina el Marcelo Ruiz. Cada vez me corta, me tiñe, me hace todo, gratis”, se jacta, porque más temprano se encontró con el famoso peluquero en el set de televisión, como quien se codea con las estrellas del mismísimo firmamento.
Sí. La televisión es para Cresencio el paraíso terrenal en el que quisiera vivir el resto de sus días. Porque desde que probó aquella estancia en el reality show más grande de la pantalla, que lo mimó como nadie nunca en su vida, Cresencio Choque no piensa en otra cosa. Cómo no, si su último cumpleaños -septiembre, Virgo- sucedió en las pantallas HD del pueblo televidente y recibió más de seis tortas. Cómo no, si la rubia modelo más guapa del show juega a ser su novia. Cómo no, si las muñecas de la tele lo tratan como a un niño, se agachan en minifalda para estar a su altura y él cabe perfecto entre sus piernas. Ahhh…, virgencita de Guadalupe.
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La cita en el canal de televisión esta mañana buscaba promocionar a la NWA con la presencia del gigante, el enano y la cholitas luchadoras, pero Cresencio, que entra a la televisora como Pedro a su casa, tenía otra cosa en mente.
Llegó demasiado temprano y lo encontré sentado en la vereda de la calle. Al rato bajaron de un taxi cuatro cholitas espectaculares, el gigante tatuado con cara de malo y sus compañeros fisicudos, de manga corta. Difícil no pensar en los personajes de un circo. Por si fuera poco, eran los días de Halloween y en el estudio televisivo estaba una patota de personajes de horror -incluidos los presentadores- promocionando maquillaje de espanto, como para ratificar que la televisión boliviana es sobre todo un circo.
Allí Cresencio se mueve como pez en el agua. Va y viene, incluso entra a las oficinas buscando algo, los ojos abiertos de modo exagerado, las cejas arqueadas, rubias. Tiene entre manos -siempre las dos- un teléfono celular que no suelta para nada, que pita sin parar y que Cresencio mira con displicencia. De rato en rato corre menudito tras bambalinas y responde o hace alguna llamada. Es, sin duda, un hombre ocupado.
Luego de saludar a gil y mil -cada que lo hace busca con la mirada la aprobación de quienes están alrededor-, luego de reír con sus compañeras de espectáculo, luego de sacarse fotos a diestra y siniestra, luego de esperar un par de horas y aparecer cuatro minutos delante de las cámaras para un par de piruetas promocionales, salimos del canal.
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En el camino Cresencio dice: “Me quiero retirar. Esta lucha ya no me gusta, me he aburrido, ya ha pasado mi época. Quiero dedicarme a mi empresa. Además, tengo mi grupo ¿no ve?”.
Vamos por partes. Cresencio quiere retirarse porque está cansado de que el rato menos pensado ese celular que agarra con las dos manos suene y alguien lo convoque a un espectáculo de lucha libre en cualquier lugar, por lo general poblaciones pequeñas del país o en países vecinos. Quiere retirarse porque hace poco siguió los pasos que indica una página en internet para “crear tu propia empresa” y vender unos productos de nombre DXN. Cresencio afilió a toda la familia y está convencido de que “en tres a cinco años te puedes jubilar y tienes más seguridad de vivir”. Por si no fuese suficiente, acaba de fundar un grupo de música de nombre Doble Sentido.
Pero eso que teme acaba de suceder. Le pidieron presentarse en un espectáculo en Desaguadero y ahora mismo vamos al lugar de partida en una calle empinada de la populosa zona en la avenida Buenos Aires. Esta vez viajará en camión, otras veces lo hace en minibús y tanto traqueteo cansa. La luchadora Celia La Rumorosa nos acompaña y asiente moviendo la cabeza.
El único afán que no le molesta y que más bien busca, es el que demanda aquel programa televisivo que le quita el sueño. Va y viene de La Paz a Santa Cruz en avión, lo llevan y lo traen con chofer en la puerta, lo alojan en un buen hotel donde pide comida a la habitación, le costuran ropa a medida, lo llenan de regalos y encima le pagan bien.
Lástima que el sueño acabó.
“Yo cobro todo”, dice con aire de abogado, que fue lo que estudió en la universidad de Llallagua, allá en las minas de Potosí, lugar donde nació en 1980. No terminó. Y no porque quiso ser cura, sino porque sus enamoramientos furtivos lo distrajeron de la posibilidad de estudiar una carrera -una beca en la universidad Católica, una beca para estudiar medicina en Cuba-, y sobre todo la fama temprana.
Estaba todavía en colegio, allá en Llallagua, cuando presenció un espectáculo de lucha libre en el que participaban un par de bajitos como él. Cuando Cresencio los vio, olvidó de golpe sus intenciones pías y dijo: “Y ¿por qué no puedo ser yo? Le veo y… igual que en el Bailando (el reality show de sus sueños), ¿por qué no puedo ser yo? Le veo…, una llamadita y ¡paj! Más un rato también voy a llamar al Bigote (otro programa de televisión) y yo sé que voy a entrar”, sentencia iluminado.
“¿Qué es lo que más buscas?”, pregunto. “Fama”, responde, sin dudar un segundo.
Esa es su revancha. Si de niño lo “bulearon” y él lloró durante años, la fama le devolvió con creces las afrentas. Hoy Cresencio más que hablar, predica: “Para todo hay solución. Lo único que no tiene solución es la muerte”. Y añade: “Yo no tengo miedo. Con hombres grandes yo me siento ¡mejor que ellos! No me importa que me hablen lo que me hablen en la calle. Siento que soy máaaaaas famoso, porque a ellos nadie ni les conoce ni les habla. Del canal vienen a sacarme fotos. Por ejemplo, del programa Bigote me persiguen, del taxi me persiguen. A otros no les hacen eso”.
Y entonces, como prueba de fe, en esa calle angosta donde estamos, aparece una muchacha agarrando un micrófono. No busca a Cresencio sino a las cholitas pero no importa. Él entra en acción.
-“¡Caro!”, grita. Ella se acerca y saluda con entusiasmo. Cresencio logra lo que buscaba desde temprano: -“¡Oye! ¿No hay posibilidad de que vaya a Jugados?” (otro programa). – “Si pues, te queremos llevar. Primero voy a llevar a las cholitas”. –“¿¿A las cholitas??” –“No sé, todavía estoy viendo – responde la muchacha, un poco acorralada-, pero después… a vos… Te llamo mañana”.
Cresencio suspira.
(…) su estrategia dio resultado: no era el hombre más pequeño del mundo pero era el luchador más pequeño del mundo.
“Si dejas la lucha, tu fama podría decaer ¿no te preocupa?”, le digo. –“No, ya tengo mi grupo, ya he salido en varios programas. No importa la lucha. Yo me siento el más famoso. Me siento y he demostrado”, concluye. Pero como el trajín afuera continúa, hablamos de su mujer y sus hijos. Están separados así que hablar de ese tema no le simpatiza demasiado, excepto para contar que su boda no fue cualquier cosa. Como él tenía 29 años y ella apenas 17 cuando quedó embarazada, su familia le dijo: “o entras (a la cárcel) o te casas”. Cresencio respondió: “Va a disculpar, yo soy famoso y no puedo estar casándome así nomás, me voy a casar a lo grande”. Dicho y hecho. Contrató el mejor local de Villa Victoria, llamó al grupo Los Puntos, llevó mariachis y llamó a toda la prensa, incluida CNN y un medio coreano. Al poco tiempo se fue a Corea a grabar un documental porque su estrategia dio resultado: no era el hombre más pequeño del mundo pero era el luchador más pequeño del mundo.
Su único problema, además de dejar a medias las cosas, es la bebida. Le gusta la cerveza y con frecuencia se excede y se pierde varios días farreando. Incluso ha puesto en problemas a los productores de televisión pero a Cresencio no le importa demasiado. Como Criatura de Dios él está más allá del bien y del mal. Tanto así que se da el lujo de desaparecer de la faz de la tierra, que fue su primer temor en la vida. Nadie encuentra a Cresencio hace un par de meses. Incluso ha abandonado su grupo de música por faltón. Capaz no lo hubiese hecho si hubiese sabido que dentro de poco Doble Sentido tocará junto a los Bybys de México por cortesía de los Catedráticos del Gran Poder.
Bajamos del auto porque allí afuera ya no queda casi nadie de sus compañeros. Están listos, acomodados en el camión y esperan a Cresencio con paciencia. Tataque Quisbert lo alza y lo deposita en la cabina como a un peluche. El camión hecha a andar cual carromato rumbo a algún rincón del mundo.