¿Qué emociones se trenzan con los cabellos? ¿Acaso estos duelen? Una obra de teatro plantea la pregunta y desde las butacas muchas y muchos estarán despertando recuerdos como si de malos sueños se tratara.

El cabello no duele. Se puede cortar del todo y no duele. Además, crece de nuevo. Del cuerpo humano, ese pelo es el conjunto de células que más fácilmente puede ser modificado y desechado sin dejar secuelas que afecten la integridad del organismo.
Y sin embargo, propone la dramaturga Katy Bustillos, claro que el cabello duele. Así quisiera decírselo la mujer personaje de Ikiñani a la madre que la ha peinado de niña, que la hecho centro de una rutucha y que no toleraría que de joven esa hija decidiese cortar sus trenzas, pues dónde se ha visto una muru imilla.
Hay una sensibilidad respecto del cabello que cualquier mujer, y también hombre, puede atestiguar. Baste escuchar testimonios sobre madres que cortan el pelo a la hija para disciplinarla, o constatar que hay instituciones y sociedades que vinculan el cabello con desobediencia y que por tanto imponen un corte, un peinado o mandan cubrirlo, para entender que hay una relación entre pelo e imagen, pelo e identidad, hegemonía y pelo, pero también pelo y rebeldía, pelo y autoafirmación.
Por eso y por más, el cabello es materia de investigaciones sociológicas con resultados que llevan a señalar a esas hebras como “un campo de batalla”, “un lugar político”, “una emoción”.
Y seguramente por eso mismo, y por más, la dramaturga Katy Bustillos ha escrito obras en las que el pelo femenino es una sinécdoque.
Katy y el cabello
No es la primera vez que la teatrista boliviana recurre al cabello para crear signos en sus obras de teatro. Y no es la primera vez que sus personajes se lo cortan. Así procede, con un cuchillo, el personaje 1728 –Kane– de ¿Por qué lloras? Los muertos no lloran, y eso hace con enormes tijeras la mujer de pollera de lkiñani. En ambos casos, el cabello es el cuerpo y el espíritu de quienes necesitan y quieren deshacerse de las cargas del “deber ser”.
En ¿Por qué lloras?… Kane no va a dejar de cortarse el cabello. Es la forma que ha hallado para decidir aun en ese infierno de vida –muerte, tristeza, hambre, abandono– y de trabajo –control, explotación, anulación– que lleva en un crematorio donde como otras mujeres es apenas un número.
“Tu cortecito de machito me molesta. Marimacho de mierda”, la insulta el Supervisor que ordena repetidamente a 1728: “Hazte crecer el cabello”, pues para violarla quiere ver a una mujer. Kane se lo corta de todas maneras. “Todos confunden a Kane con un chico, Kane no se molesta. Kane se pone los audífonos”, dice la voz en off.
En Ikiñani, la persona de pollera y cinco mankanchas blancas –que marcan la silueta femenina tanto como el largo cabello suelto– cumple roles como hicieron abuela y madre (¿y tal vez la hija?: la rutucha, las trenzas, el matrimonio, la maternidad, el trabajo en el hogar y en el mercado. Tradición. Destino. Hasta que en cierto ajetreado día ella tropieza en las gradas/calle de La Paz y justo antes de caer es salvada por una mujer que la toma de las trenzas.
El amor entre mujeres, se aprecia en obras de Katy Bustillos, podría no ser para siempre, no es necesario que dure, sino que haya existido.
En ambas obras el amor lésbico es el amor. El que alivia a Kane del dolor de no poder hablar, y el que despierta de una predestinación a la mujer de pollera.
Ese amor entre mujeres, se aprecia en estas obras de Katy Bustillos, podría no ser para siempre, no es necesario que dure, sino que haya existido. Y más importante todavía es que no te ate a alguien, sino que te abra posibilidades, sea para salir y cantar bajo la lluvia, sea para salir y mirarte en la montaña.
Ikiñani en escena
Ikiñani es una palabra en aymara que, si se hubiese avanzado en la descolonización y la educación multilingüe prometida en el país, deberíamos los bolivianos, al menos los de occidente, ser capaces de comprender en su literalidad y en sus matices. Pero como no es así, hay que confiar en el diccionario: ikiña dice que es dormir y también lecho y frazada, y el lingüista Rubén Hilari explica que ikiñani es dormiremos, descansaremos.
El hecho es que la obra de Katy Bustillos, que eligió ese título seguramente a sabiendas de que iba a incomodar, propone un estado más que una historia. Un estado de alerta, como el que se produce al despertar de un largo sueño. Un acordarse de sí misma (acordarse es despertar en portugués, como recordar se usa también en castellano), un despertar amoroso que se expresa en el entretejido erótico de cabellos femeninos.
Y es un estado de consciencia el que asimismo ha conducido a Ikiñani al escenario, buscando y entrelazando voluntades y talentos de mujeres artistas. Así lo soñó Mayra Paz apenas decidió que quería asumir la actuación sola tras un largo trabajo de grupo en Tabla Roja, su casa.
Mayra apeló a Katy y ya con el texto base buscó la dirección de Alice Guimaraes. Entre ellas –contra muchos prejuicios alimentados por artistas y grupos que erigen sus diferencias estéticas para no juntarse– fueron trenzando palabras con imágenes visuales y sonoras, también con los aportes de la música Wara Loayza y la diseñadora Valería Illanes.
El resultado inicial se ha apreciado en dos funciones de estreno, poco todavía para juzgar cuánto puede lograr esta constelación femenina a la que hay que sumar la asesoría en movimientos de Elena Filomeno y la asistencia en producción de Jasmín Quisberth.
Desde la butaca
Es el momento de anotar, desde una personal mirada, algunos argumentos que hacen confiar en que la obra teatral rodará mucho, sobre todo alrededor de sí misma para potenciar lo que ha logrado:
Uno, el texto de Katy Bustillos, desafiante para cualquier puestista por las imágenes que cargan sus palabras y por la naturalidad con que el personaje mujer chola –tan cargado de prejuicios en la sociedad boliviana– vive su lesbianismo.
Dos, la actuación de Mayra Paz que llega al monólogo con sutilezas que hablan de un oficio largamente trabajado. Meyerhold lo dijo: los directores harían bien en mirar a los clowns, a los bufones, a los comediantes trotamundos para encontrar claves de actuación refrescantes.
Tres, la presencia de Alice Guimaraes para saber que, principio de su grupo Teatro de los Andes, la obra nació, pero el proceso y la búsqueda seguramente continuarán.

Alice, Katy y Mayra saben cómo llevar la energía hacia un momento clave: ahí está la mujer con trozos de cabellos en las bolsas que carga y con un objeto cortante listo para alterar la bella melena.
Qué parece no funcionar:
— La escenografía, concebida como hilos de colores para dividir el escenario en un adelante y un detrás, es visualmente hermoso, pero a medida que transcurren los minutos se hace pesada, previsible, casi una traba y no la trama que se pretende para jugar con la idea de hebras de un tejido y de los cabellos con tullmas.
— Algo mucho más determinante ocurre y es con el cabello, precisamente el hilo conductor, tan potente en el texto y limitado en la puesta. Es un acierto que Mayra lo lleve suelto casi todo el tiempo, pues habla de proceso –de trenzado en suspenso– y es otro estímulo para mantener la alerta: no va a pasar lo que el estereotipo dice que debe pasar. Pero los trozos de cabello –como los de la rutucha o los de cualquier mutilación dolorosa–, aparecen casi como anecdóticos.
Alice, Katy y Mayra saben cómo llevar la energía hacia un momento clave: ahí está la mujer con trozos de cabellos en las bolsas que carga y con un objeto cortante listo para alterar la bella melena. El cabello –los recuerdos, las ausencias (el padre que es solo una foto, el marido una voz desde el baño), la urgencia de cambio– duele, el espectador lo está sintiendo… solo que la solución elegida resulta débil, trunca: tiene que haber otras formas de transmitirlo.
En fin. Por supuesto que el cabello es un campo de batalla, una emoción, un lugar político. Lo señala el teatro de estas mujeres y una que lo ve, incluso con lo que le ha faltado sentir como espectadora de una función de estreno, comienza a revivir las propias batallas.