¿Somos cómplices amedrentados de las violencias que sufrimos como país? Ante la impotencia y el trauma, ¿qué posibilidades de reconciliación tendremos?

Estamos acostumbrados a la violencia; forma parte fundamental de nuestra historia y parte profundamente íntima de nuestra vida. La violencia política y la violencia íntima han destrozado nuestra historia social y desgarrado nuestra memoria personal hasta el extremo de que las hemos naturalizado. Son tantos los gobiernos que han violado nuestro cuerpo nacional y nuestro cuerpo físico que hasta nos hacemos la burla de nuestra incapacidad de convivir con alegría y nos escondemos en el último rincón del trauma.
La casa del sur no es la primera obra que hace de esas violaciones el símbolo de nuestra impotencia. Raza de bronce, hace más de un siglo, las expuso como raíz de nuestra identidad fracturada. Pero la película, a diferencia de la novela, cuenta los traumas político y personal y convierte su memoria en posible fuente de su curación. El momento, al final de la película, que la sobrina puede abrazar a la tía sugiere que los traumas pueden trascenderse.
Sé que la metáfora de la violación de la tía como síntesis de la violación de la nación es políticamente y emocionalmente muy potente. Creo que el abrazo desde la culpa de la sobrina a la tía hundida en el trauma puede curar a la primera y permitir morir en paz a la segunda. Pero no sé si el abrazo final sea suficiente como símbolo de reconciliación nacional.
Cuando Hannah Arendt reflexionó sobre la banalidad del mal concluyó que existe, que los nombres de los criminales pueden diluirse en la burocracia de la deshumanización precisamente porque, como Eichman dijo, “cien muertos son una catástrofe, cincuenta millones son estadística”. Las patologías de la razón social conllevan tal degradación que se naturalizan hasta hacer usual admitir la corrupción generalizada con el argumento de que ’roban pero hacen’. Por eso, la violencia política puede entenderse como un crimen institucionalizado al que sólo los ciudadanos efectivamente democráticos pueden enfrentar éticamente. El abrazo de la sobrina, por consiguiente y si fuéramos extraordinariamente conscientes en alguna encrucijada política, podría curar el trauma de la dictadura.
Pero no necesariamente el trauma de la violación sexual. Porque ese instrumento de masculinización sirve para reafirmar la masculinidad de la figura por antonomasia del patriarcado: el “macho alfa” (el capitán en la película). El abrazo de la sobrina, en este contexto, le permite comprender el trauma de la tía y la imposibilidad de curarlo. Se limita al cuidado porque ni el cariño es suficiente.
La casa del sur, como dice Alfonso Gumucio, es la casa “en la que nos ha tocado vivir”. Es la película, entonces, que expone nuestra complicidad amedrentada ante la costumbre de las violencias. Es, al mismo tiempo, la película que nos muestra la fuerza y las fronteras del abrazo. Por eso forma parte imprescindible, a partir de ahora y por encima de algunas limitaciones del guion y de momentos teatralizados de la actuación, de nuestra mejor cultura visual.