¿Te ha generado una incógnita el título? Roçador, rosador, rozador. Quién es el rozador. Qué es un rozador. ¿Acaso es alguien que pasa suave al lado de los otros? Descubrirlo, como descubrir la magia, es algo que a veces sucede en el teatro, cuenta el autor, un titiritero que hace poco fue rozado por uno de nombre Delclides.

La palabra roçador la escuché por primera vez el otro día. En el escenario, mientras estaba haciendo el espectáculo Viejos. El Profesor, uno de mis personajes, le preguntó a un hombre que había subido al escenario si había encontrado un trabajo que se aproximara a su corazón. El hombre sonriente, de pelo rubio largo, dijo que sí y levantando la pera dijo orgulloso: soy roçador.
Me quedé perplejo, ¿cómo era posible que después de tantos años atravesando Brasil, aprendiendo portugués, leyendo y escribiendo en ese idioma, jamás alguien hubiera pronunciado esa palabra? Lo primero que me vino a la mente es algo relacionado con roça. La roça es el nombre que se le da en Brasil al campo cuando es trabajado. ¿Cómo era posible que mi suegro, que era un campesino, nunca se hubiera referido a él mismo de esa manera? ¿Cómo era posible que en todos los tiempos que pasé en su casa, viendo desfilar campesinos que venían a conversar y tomar mate luego de la labor diaria, jamás hubiera dicho esa palabra?
Claro que recuerdo a mi suegro diciendo que se iba a la roça; lo escribo y lo escucho en mi mente. Están presentes todas las veces que escuché a campesinos decirlo –no me refiero a sojeros ricos y mucho menos a la llamada bancada ruralistas que, como en Argentina, son los señores feudales de este tiempo–, me refiero a las personas cuyo pequeña porción de tierra apenas si les permite llegar a fin de año trabajando absolutamente todos los días, ya que los animales no saben de domingo. Para tener leche, hay que sacarla todos los días y si las vacas no lo saben, no existe el domingo para quien ordeña.
Mientras Delclides habló, las 300 personas de la platea lo escucharon y sentí que había emocionado profundamente a todos. Los emocionó el orgullo de su simpleza, la profundidad de su emoción. El espectáculo terminó con la alegría de este hombre enérgico que con su actitud había rozado el corazón de toda la platea.
El hombre que el Profesor eligió para conversar en el escenario delante de unas 300 personas se llama Delclides y tiene un fuerte acento italiano. Es lo más parecido a un encantador encantado. Como todo fluía naturalmente, me permití susurrarle al Profesor que indague en la naturaleza del rozador; el Profesor preguntó amorosamente y entonces sucedió esto: Delclides se entusiasmó al explicar que él trabajaba con plantas, que las podaba con cierta esperanza y que ese acto guardaba la expectativa de hacer algo bello, tal vez un paisaje, y que su empeño era jamás tocar los brotes para que florecieran. Dijo también que rozar era una labor hermosa y que al hacerlo se sentía parte de todo.
Mientras Delclides habló, las 300 personas de la platea lo escucharon y sentí que había emocionado profundamente a todos. Los emocionó el orgullo de su simpleza, la profundidad de su emoción. El espectáculo terminó con la alegría de este hombre enérgico que con su actitud había rozado el corazón de toda la platea.
Quiero ser más claro. El teatro en general es un espacio muy restricto. Los que asisten son en general una clase media un poco progresista. El teatro no es un lugar que eligen los campesinos. Puede haber en el teatro representación de campesinos, para incluso respetarlos, pero en nuestra sociedad ser campesino no da orgullo Cuando uno le pregunta a un campesino de qué trabaja, puede decir: Trabajo en la roça, o puede decir que trabaja en el campo y, si de casualidad fue tomado por cierto progresismo, puede decir que es un pequeño agricultor. No quiero exagerar pero nadie se infla el pecho y dice: Soy un Rozador. Es como si alguien en la Argentina recogiera cartones en la calle llevando un carro inmenso y se permitiera decir con orgullo: soy cartonero.

Báez, el que noqueó a Monzón
Hasta donde tengo memoria, en la Argentina sólo hubo un cartonero que fue de esa manera; se llamaba Rafael Crisanto Báez, uno que vio al boxeador más conocido de la historia Argentina lanzar a su mujer desde un balcón para matarla. Recuerdo el momento en que una turba de periodistas lo ridiculizaba en la Tv. Estaba solo en el centro mientras todos le hacían preguntas capciosas y lo ridiculizaban por la forma en la que hablaba. Al escucharlo algo me hizo creerle. Sentí tanta vergüenza por lo que los periodistas hacían con él.
Un tiempo después me interné en una villa miseria de Mar del Plata para buscarlo y decirle que le creía. Me invitó a pasar a su casa y tomamos mate en su pieza. Fue en ese momento que cambié todos mis ídolos y referentes y empecé a divulgar que yo seguía los preceptos del cartonero. Eso pasó hace más de 30 años, pero algunos aún recuerdan que mi identificación era verdadera. Báez había dicho: Seré Cartonero pero quiero justicia. Era una manera de decir: no importa a qué te dediques, puedes estar en este mundo.
Los dichos de Báez llevaron a prisión a Monzón, quien además era su ídolo. Esto no es menor. Cuando entré al rancho de Báez, esa piecita donde él vivía, pude comprobar que era verdad lo que había informado. Carlos Monzón había sido su ídolo y había un poster del boxeador en la pared, sobre su cama.
No sé como vinculé esto. Escribo sin leer. Estoy en Curitiba. Al terminar el espectáculo la pregunta de los que me esperaron era obvia: ¿De dónde había salido el rozador? Dije apenas lo que había visto. Cuando el Profesor se acercó a la platea a buscar a alguien del público, una muchacha señalaba insistentemente a la persona que estaba a su lado y que resultó ser su padre. El Profesor lo llamó porque la muchacha señalaba a Delclides. Después sucedió lo que a veces sucede en el teatro. Eso sólo puede suceder una vez y nunca más.
Un día después de aquello todo seguía resonando. Un amigo me paró en la calle. Si yo no hubiera visto tu espectáculo otras veces, estaría seguro de que esa persona que subió era parte de tu plan. Abrió los ojos y señaló. A pasos largos, subiendo la calle y con un paraguas, Delclides se acercaba. Me separé del grupo para que me vea y al enfocarme su cara se ensanchó en risa, nos abrazamos golpeándonos el cuerpo.
“Pero qué cosa maravillosa encontrar al espíritu del Profesor; ayer yo viví un día maravilloso. Yo estaba encantado por lo que los espíritus hacían, cuando de pronto vi la posibilidad de ser parte del encantamiento. Entrar dentro de la magia. No lo dudé, di el paso y entré en la magia. Lo hice. Después me enteré de que mi hija me había señalado”.
Delclides me contó un montón de cosas que no recuerdo, solo sé que nos golpeábamos el cuerpo. No creo que haya sido algo intencional: me golpeaba el pecho, yo la espalda. Reímos y al golpearnos reímos más; finalmente nos abrazamos muy fuerte. Dijo que estaba pensando en la posibilidad de sacarse una foto conmigo y con Rosi (mi esposa), ya que planeaba guardar el dibujo que el Profesor le había hecho junto a una foto con sus espíritus.
Antes de irse habló bajito. “Hay otra cosa que también amo además de ser un roçador”. Me quedé callado. Iba a revelar algo que seguramente sería tan sorprendente como lo primero. Mi silencio llegó a molestarme. Le vi los ojos verdes iluminados. Miraba para el horizonte y finalmente giró la cabeza. “Eso se lo voy a decir al Profesor la próxima vez que lo vea”.