Adrenalina y un casco como acto de fe. La insensatez es parte necesaria de la fórmula, como en la vida misma.

Aquí estamos, en lo alto de la montaña, en el punto de partida de una carrera más de downhill. Sí, downhill, así se llama a este tipo de ciclismo que consiste en descender montañas siguiendo senderos desafiantes con inclinaciones de vértigo, pasos técnicos llenos de piedras, canales y, a veces, al borde de acantilados. Ciclismo extremo le dicen algunos. Nosotros solo lo llamamos downhill, o simplemente DH. Este deporte, como cualquier otro que se respete, tiene también su propio lenguaje y sus propios códigos.
Aquí seguimos, en la cresta de la cordillera. La habitual calma de estas alturas, donde el sonido del viento suele ser lo único que se oye, es ahora interrumpida por el bullicio de este tumulto de corredores. A muchos se los ve bromear, no sé si para esconder el estrés o porque realmente se lo toman a juego. Una pequeña parte, en cambio, permanece en silencio, concentrada, como si estas crestas pudieran escuchar sus pensamientos. Pero son los menos. Lo que domina es cierta forma de agitación, de traqueteo.
Estamos aquí, una vez más, agitando esta cima tranquila. Que la montaña nos perdone el haber interrumpido su calma, el haber profanado su silencio. Ya nos vamos, de uno en uno, respondiendo a las órdenes del juez de carrera que nos cuenta los segundos.
Asumir riesgos
El casco, con su interior impregnado de un sudor viejo que nunca termina de secarse, se desliza sobre mi cabeza con un roce áspero, raspándome las orejas. Su olor, que me habla de esfuerzos y de mi historia sobre ruedas, me envuelve como una advertencia, con un susurro persistente que parece decirme que quizás, al ponérmelo, estoy asumiendo más riesgos de los que debería. Pero no hay vuelta atrás. El casco encaja, llevándose en su desliz parte de mis greñas. Y el mundo exterior comienza a apagarse.
Tenso la correa del casco bajo mi mentón, acomodo los lentes, los goggles, y mi visión se reduce a una franja de sendero de montaña y horizonte. Alrededor, los murmullos de los otros corredores se disuelven poco a poco. Voces que antes eran nítidas ahora suenan lejanas, como si llegaran desde otro tiempo o lugar. Es un estado extraño, casi onírico, donde los ecos de las bromas y los gritos de ánimo quedan atrapados en un rincón de mi mente, apenas perceptibles.
“¡Treinta segundos!” La voz del juez rompe la burbuja y todo vuelve a enfocarse. Los pensamientos, que antes revoloteaban como mosquitos, se alinean en un solo hilo. Las frases se suceden en mi mente: “¡Vamos, vamos, hazlo bien!”; “¡Sé ágil en tus movimientos!”; “¡Ritmo de carrera, ritmo de carrera!”. Son frases que me repito en silencio, para adentro, para motivarme, para mantenerme alerta. A veces, algunas de sus palabras se me escapan, y se oye el ¡vamos!, como si este corredor que se habla a sí mismo estuviese desdoblado, hablándole al downhillero que también es.
“¡Veinte segundos!”, dice el juez, casi a gritos. El aire parece más espeso. El cuerpo del ciclista está quieto, en tensión, como un resorte a punto de soltarse. La bicicleta, alineada, se siente viva, como un animal al que debe guiarse con firmeza pero sin rigidez. Los músculos, los sentidos, la mente, todo entra en un estado de alerta absoluta. Cada partícula de su ser está enfocada en el desafío que se avecina.
Cada curva es una decisión tomada en milésimas de segundo, cada salto una apuesta que no admite dudas. Aquí no hay espacio para el pasado ni el futuro. Esto es un eterno presente, un instante que lo consume todo.
“¡Diez segundos!” El mundo circundante se suprime. Todo lo que importa está delante del ciclista: la pista, esa primera curva que marcará el descenso, ese primer salto que podría definirlo todo. Todo lo de enfrente es lo que ahora cuenta. El resto desaparece: los rivales, las voces, incluso el juez. Solo queda el vacío y una certeza que llena el pecho: esta es tu línea, tu descenso, tu verdad. “¡Vamos, tú puedes!”
“Cinco, cuatro, tres, dos…” Ese último segundo se alarga como el abismo al que, ahora, hay que enfrentarse sin vuelta atrás, conjugando el miedo y la voluntad. “Uno… ¡Sale!”
La bicicleta y el cuerpo se lanzan como uno solo. El descenso comienza. El aire golpea el rostro frío y cortante. El ruido de las ruedas, a veces frenadas y arrastradas, suena musical. Downhillero y bicicleta devoran el terreno con voracidad. Cada curva es una decisión tomada en milésimas de segundo, cada salto una apuesta que no admite dudas. Aquí no hay espacio para el pasado ni el futuro. Esto es un eterno presente, el instante que lo cubre todo…
Entrenamientos, estrategia, tenacidad
En este mundillo de downhilleros bolivianos, las carreras suelen celebrarse cada dos o tres meses. Hay las “series” departamentales con rankings acumulativos, también están las carreras nacionales celebradas, ya sea en La Paz, Potosí, Sucre, Cochabamba o en provincias como Mizque, Samaipata, Sorata. Es pequeño el mundillo de este deporte extremo. De él participan no más de doscientos corredores regulares en todo el país. Todos, o casi, se conocen, y conocen a sus rivales.
La camaradería suele ser la norma. Sin embargo, las sesiones de entrenamiento tienen su propio lenguaje y ahí no caben concesiones. La estrategia y los piques amistosos resaltan tanto como el espíritu competitivo. Los corredores suelen mantener secretas “sus líneas”, esos pasos estudiados en detalle, sobre todo en las secciones técnicas donde pasar saltando o rodeando una roca da segundos vitales que definen la victoria o la derrota. “Tú sigue por ahí y ya está”, dicen entre risas, disimulando mal el deseo de esconder sus líneas. Y aunque la mayoría de esas estrategias y “guerra psicológica” termina en bromas, no faltan los momentos de tensión, cuando el humor cede paso a una competitividad más feroz.
El downhill son las salidas a la montaña de fin de semana, son bromas, memes, en fin, es camaradería. Pero lo que parece definirlo más precisamente es el riesgo: las caídas, las fracturas, las lesiones. Todo es parte del juego. La montaña no tiene misericordia y cada corredor lo sabe. Sin embargo, lejos de ser un obstáculo, el peligro es el motor que impulsa. ¿Por qué volver después de cada caída? ¿Por qué arriesgarse una y otra vez? Tal vez porque, en ese instante en que el cuerpo y la bicicleta se funden con la velocidad, hay algo que se revela, algo que solo puede percibir quien ha desafiado el abismo. Algo que quizá nunca necesite un nombre.
¡Esto es el downhill! Esto es esa locura. Que este texto sirva de homenaje a los que ganan, sí, pero sobre todo a los que participan sin esperanza de ganar, a los que hacen del downhill un espacio de camaradería y pasión. A los que se levantan tras cada caída. A los que ríen con los apodos y memes, y a los que los reciben riéndose de sí mismos. Un homenaje también a los que miran desde fuera, a las madres, padres, a los amigos que acompañan a “sus corredores” con ansiedad, nerviosismo y orgullo silencioso.
El downhill, como la vida, no es una línea recta. Es una sucesión de curvas, saltos y caídas que nos obligan a adaptarnos, a mantenernos lúcidos en cada segundo e incluso en el caos. Es un recordatorio de que aun si a menudo mordemos el polvo o el barro, lo importante es levantarnos para enfrentar la próxima montaña, el próximo desafío.

Sociología del downhill boliviano
También en Bolivia, el downhill es más que una disciplina. Es un pequeño universo, un mosaico de historias, pasiones y contradicciones. Padres que empujan a sus hijos adolescentes a las pistas con una mezcla de inquietud, orgullo y ambición, como si cada curva domada fuera un peldaño hacia la gloria. Jóvenes que desafían barreras económicas para montar bicicletas que cuestan fortunas, recurriendo a ingenio, sacrificios familiares o trabajos extras. Y luego están los corredores casi anónimos, aquellos que nunca suben al podio pero que son el corazón del deporte, los que llenan la pista de vida con su simple presencia.
En este microcosmos, donde todos comparten el mismo polvo y las mismas caídas, las fronteras sociales parecen desvanecerse, al menos mientras duran los entrenamientos y las carreras. Todos se hablan, se escuchan, comparten consejos. Pero es notorio que no todos vienen del mismo mundo. Hay grupos que se forman casi de manera espontánea, reflejando algo de lo que ocurre fuera de la pista. Los equipos de corredores suelen moverse en pequeñas tribus, con dinámicas internas marcadas por sus orígenes sociales. Sin embargo, algo particular ocurre aquí: esas diferencias, que en otros contextos separan, en el downhill parecen diluirse, como si la pista fuera un espacio neutral donde lo que importa es el descenso.
Es el lenguaje del deporte el que aquí también obra esta magia momentánea. Las complicidades nacen en el sudor compartido, en la adrenalina de cada bajada, en las bromas que esconden el miedo y en la camaradería que surge de los riesgos asumidos. Hay un idioma común hecho de términos técnicos, risas nerviosas y gestos universales que conecta a corredores que quizá nunca se cruzarían en la vida cotidiana. Es el lenguaje del esfuerzo y el peligro, de los saltos que desafían la gravedad, de las líneas trazadas en el polvo y a veces en el barro.
Por un instante, mientras las ruedas giran y el viento corta el rostro, las barreras sociales parecen desdibujarse. Y es que la montaña no parece conocer de diferencias sociales. Ante los senderos empinados y de vértigo, todos parecen más iguales. Pero, claro, esto no borra las realidades externas. Las bicicletas, los equipamientos e incluso los acentos con los que cada corredor habla y bromea, cuentan historias sobre los mundos sociales de los que cada corredor proviene. Y aun así, aquí están, todos juntos, apostando sus cuerpos en el mismo descenso. Por un momento, el downhill parece lo que no siempre es: un espacio donde las diferencias se borran bajo el peso de lo esencial, esa lucha compartida por domar la gravedad, y al peligroso brío que al downhillero habita… Que la montaña sea generosa y el downhillero regrese entero.
Hermosa redacción !! No sé puede aumentar ni cambiar tal cual un downhillero.
Faltó escribir que los “deportistas” downhilleros bolivianos luego de sus competencias y “entrenamientos” se dedican al alcohol, mostrando su verdadero talento.