Artista conceptual contra todo pronóstico, desde el colegio aprendió a no dejarse marcar por el qué dirán. Fue garzón y voceador. ¿Cómo un indígena va a hacer arte contemporáneo sin traicionar a su raza? Pues haciéndolo y dejando que la obra plantee las preguntas a una academia y a una sociedad, lo sabe bien el artista, llena de prejuicios.
Antes de forjarse un nombre en el ámbito artístico boliviano, José Ballivián (La Paz, 1975) afrontó los obstáculos e imposibilidades propios de una familia sin recursos económicos, acentuados por los prejuicios raciales que existen en la sociedad boliviana. Sin embargo, esa vida con los pies en la tierra le abrió la mirada y lo protegió de intentar parecerse a alguien.
Este 2024, Ballivián presentó dos exposiciones en Santa Cruz de la Sierra: “Alta gama/espíritu colonial” (Galería Nube) y “El regreso” (Casa Melchor Pinto), esta última todavía vigente. Ambas brindaron una nueva ocasión para acercarse al artista y conversar sobre su producción, revelándose una serie de historias de vida de su formación que, si bien las comenta de manera anecdótica –como a pie de página–, pueden resultar un detalle clave para captar la maquinaria óptica que está armando de exposición en exposición.
En edad escolar, Ballivián asistía por las noches al colegio Germán Busch de La Paz, ya que en el día trabajaba generalmente como garzón. Aprendió a hacer de todo, por ejemplo fue voceador en el minibús de un amigo, al que ayudaba en la ruta de la Pérez Velasco a Achachicala.
Ballivián recuerda:
“Salir Bachiller fue ya, para mí, como conquistar el mundo. La universidad no me la imaginaba siquiera. Hasta el día de hoy, no me considero un intelectual. Soy de la primera generación en mi familia que pudo ir a la universidad”.
Una profesora de colegio le recomendó que cursara los estudios superiores, dado que era un alumno “muy inteligente”. Ese comentario, que a veces un profesor puede hacer de pasada, hizo toda la diferencia para Ballivián.
Este detalle de que te incentive una profesora me subió mucho el ánimo, me dio confianza.
La elección de qué carrera estudiar la resolvió también de manera muy práctica. Cuando laburaba como garzón, solía observar a quienes graban los prestes o los matrimonios.
“Conocí a unos amigos que llevaban cámaras filmadoras. Uno de ellos me dejó grabar una parte, rebobinó y me mostró lo que yo había hecho. Fue increíble ver eso, fue como descubrir el fuego”.
Desde entonces, Ballivián sólo tenía un objetivo: entrar a una carrera donde le enseñaran a trabajar con cámaras de video. No pensaba en ser artista, lo que quería era contar historias. Sus amigos le recomendaron Comunicación Social.
“Lo más chistoso es que entré a esa carrera y en tres años de materias no toqué ni una sola vez una cámara”.
De la universidad aprovechó otros aprendizajes, como fortalecer su carácter y hacerse más inmune a las voces escépticas sobre su futuro. Fue allí donde conoció a militantes trostkistas, algo que al joven le sirvió para endurecerse frente a la adversidad.
“El bullying que me hacían desde el colegio comenzó a dejar de afectarme. Me fui haciendo más duro. Poco a poco me fue resbalando lo que me decían. Respondía rudo también. Me convertí en un tractor. Quisiera volver a tener esa confianza alguna vez”.
En la academia había ciertos docentes que me decían que yo era muy humilde, muy indio para hacer arte contemporáneo. Los indios no pueden hacerse a los instaladores, me decían. ¡Eso no es lo que necesitaba el pueblo!
Pero, como él no estaba del todo conforme con la carrera elegida, entró a la Escuela de Bellas Artes de La Paz, hoy en día conocida como Academia de Bellas Artes. Poco a poco iría introduciéndose en el dibujo y la pintura.
“Una mañana, el docente nos dijo que trajéramos pastel al día siguiente, para pintar un bodegón. Yo me preocupé, pues no sabía cómo conseguir el dinero para comprar una torta. Cuando intenté hacer vaquita con mis compañeros, ellos se rieron y me explicaron que lo que se pedía eran pinturas”.
La ignorancia hay que cuidarla como oro, parafraseando al poeta Jesús Urzagasti (1940-2013), quien encontraba en ella una cifra secreta del camino irrepetible e inimitable que le toca vivir a cada individuo. José Ballivián también se reconoce en esa convicción; cuenta que aún resguarda como algo especial la completa ignorancia que sentía cuando le mostraban obras de la historia universal del arte. Picasso y Dalí eran para él unos señores con bigotitos.
“Por otro lado, adoro la Academia porque así conocí la poesía, los libros de Jaime Saenz, todo gracias a que había cuates de otras carreras, como Literatura, que me recomendaban lecturas. Me hablaron del aparapita de Saenz y, cuando lo leí, aluciné. Sólo leía en fotocopias por aquellos tiempos. Hoy en día ya puedo comprar libros originales, tener mi libro del aparapita es un gustito, un placer aparte”.
De esa época de estudios de arte rescatamos otra anécdota de Ballivián que grafica la mentalidad todavía vigente en algunos políticos y educadores.
“En la academia había ciertos docentes que me decían que yo era muy humilde, muy indio para hacer arte contemporáneo. Los indios no pueden hacerse a los instaladores, me decían. ¡Eso no es lo que necesitaba el pueblo!, repetían”.
Las políticas culturales nacionalistas consideran al arte contemporáneo como un producto importado desde los centros mundiales del arte y que, por ello, no toma en cuenta las realidades sociales de la escena local. Ese tipo de mentalidad, que condiciona las posibilidades de la producción creativa a la proveniencia de raza o de etnia, la supo explicar bien Carlos Salazar Mostajo en su libro La pintura en Bolivia, cuando se refiere a la objeción que encontraron los cultores de la pintura abstracta en el país desde los años 60 del siglo XX.
Al respecto, Ballivián dice:
“He visto cómo los adoctrinan bien heavy a los estudiantes. Esas políticas, lo que quieren es que sigamos haciendo lo mismo, pinturas tradicionales y eso. Si haces videoarte siendo de piel morena, pareciera que traicionas a tu raza. A mí me deben ver como el indio refinado que hace videos para la burguesía. Pero me resbala lo que digan”.
Ante este tipo de entorno adverso, qué fue lo que le dio fuerza a Ballivián para no dejar el arte de lado.
“Es que ya estaba más curtido. Había crecido en un entorno agresivo y en la universidad terminé de endurecerme. Pensé que era momento de pararse fuerte. Aunque no creyeran en mí. Siempre fue así, desde que entré a la universidad, luego al hacer mi primera exposición, y cuando envié mi obra al SIART (Salón Internacional de Arte, en La Paz). No me creían, muchos no daban nada por mí. Pensaban que iba a morir intoxicado o aparecer frío en una calle, inconsciente y borracho. Y un día aparecí en París [risas]”.
Desde el momento en que el joven empezó a sentir amor por el arte, soñaba con ir a París. Muchos le habían dicho que como estudiante debía conocer la Ciudad Luz. Logró ir gracias a un premio que ganó en un concurso de pintura de 2002; su fortuna fue que el premio consistía en un workshop de pintura en la ciudad francesa.
“Conocí París antes de conocer Cochabamba; no había salido casi de La Paz. Estar en París fue un sueño. No logré ir al (Museo del) Louvre porque nos pasábamos tomando tragos con los estudiantes que conocí allá, artilleros también. Nos íbamos al atrio del Centro Cultural Pompidou. Meábamos ahí atrás. Esa estructura como esqueleto del Pompidou me impresionaba. Sí logré entrar a la Casa Museo de Picasso. Eso fue lindo; toqué sus obras con mis manos, no había mucha seguridad [risas]”.
Decía Honorato de Balzac que cada individuo es un producto formado por el clima, el medio social y las costumbres, que el individuo absorbe una atmósfera ya creada para irradiar otra él mismo. El biógrafo del escritor ruso, Stefan Zweig, afirma que “la auscultación de lo vivo en lo conceptual, sintetizar en el ser social un patrimonio espiritual momentáneo, dibujando en él la fisonomía de épocas enteras: tal era, para Balzac, la misión suprema del artista.
O sea que el artista irradia otra atmósfera a partir de la atmósfera que lo ha creado. José Ballivián hace rebalsar la sala de exposición de la atmósfera que él mismo irradia de sus días trabajando en prestes como garzón, leyendo a Jaime Saenz o, quizá, voceando desde la ventanilla del minibús. No pueden dejarse de lado los monstruos psicológicos contra los que debió luchar, situaciones oscuras de discriminación que hoy tienen nombres y que son sancionadas por ley.
La lucidez de un artista resiliente como Ballivián aparece mezclada con los flashbacks de un mundo que retrata un problema social que afecta a muchas personas sin que tengan posibilidad alguna de expresarse. No es casualidad que, en la exposición “Alta gama/espíritu colonial” (2024), convivan al menos dos planos: uno que en lo formal es una investigación de prácticas estéticas, y otro que debajo del estético diseño es como la grieta por la que asoma la fragilidad de la salud mental humana.
Esa dualidad de planos se percibe claramente en la división de la sala en la Galería Nube: de un lado aparecen los objetos como si estuvieran alumbrados por una luz radiante, colores vivos y cálidos, pinturas vistosas dispuestas alrededor de una enorme chompa de predominante color amarillo; el otro lado aparece como en la sombra, con objetos de predominante color negro, una alusión al libro de Geert Lovink, Tristes por diseño, y una estética pop urbana propia de El Alto y de La Paz.
El error consistiría, sin embargo, en creer que se trata de una dualidad, puesto que a Ballivián lo que le interesa es lo múltiple para desterrar los pares binarios. El artista dibuja en esa exposición un plano complejo en el que coexisten culturas entremezcladas, ritualidad y modernidad, lo chojcho, pues.
Bajo la excusa del ropaje, de la vestimenta, nos hace ver Ballivián, hay realidades que explorar para descubrir las censuras que se camuflan en una sociedad y se problematizan desde el arte.
Fotos Jorge Luna Ortuño