El jazz ¿es un trazo? ¿Lo es un concierto? Pedro Strukelj, mexicano argentino que vive en Barcelona, dice que sí y lo ratifica con sus cuadernos llenos de crónicas ilustradas.
Es como si las notas arrastraran el lápiz.
Suena el contrabajo y él dibuja. La sala es pequeña. Hay más músicos que público: catorce contrabajistas frente a ocho o diez personas.
Si invertimos la perspectiva, los asistentes fácilmente podrían ser el verdadero espectáculo: un show de quijotes melómanos, cada uno más peculiar que el anterior, cada uno más idealista. Uno de ellos es Pedro Strukelj, que dibuja mientras escucha, como si el acto de tocar el contrabajo solo pudiese ser completado con un trazo en su cuaderno.
–Dibujar es sacar a pasear a una línea –dice Pedro, parafraseando a Paul Klee.
El metro, un festival, un concierto en una sala de jazz en Barcelona. Pedro Strukelj (nacido en Argentina, criado en Xalapa y ramificado –esto por su descendencia– en Barcelona) es un militante de la buena música, pero, sobre todo, de la buena escucha. Y escuchar bien, para él, significa escuchar donde sea.
Y también dibujar: Pedro tiene montones de cuadernos cuadrados en los que traduce en imágenes el espectáculo de la música. A ese dibujo de observación lo ha bautizado como crónica ilustrada.
–Las músicas que dibujo por gusto son de la mayoría de América Latina –dice Pedro–. Tienen componente tradicional y contemporáneo. Hay una curaduría y elección. Esa música está en la frontera entre el jazz y otras cosas. Son minoritarias. Y aquí en España, donde vivo como gestor, están en la sombra. Nadie las valora. Veo situaciones del músico de Latinoamérica, que en el centro de Europa les va bien, son respetados, pero acá no. Aquí tocan mientras uno come. Aquí está mi parte más política.
El trabajo de Pedro está presente en pequeños libros que él autoedita y los distribuye en pequeños festivales, además de portadas de discos y otros encargos. Algunos de sus títulos son Tenderte, ¿Qué hay de postre, papá? y Ruedas de prensa. Se trata de pequeños libros que circulan como pequeñas piedras coloridas que un coleccionista encuentra en lugares también pequeños y coloridos.
Es que la obra de Pedro es así: aunque casi siempre prime el blanco y el negro, la historia de sus líneas evoca color.
Su obra también está atravesada por varias fronteras: la de los géneros musicales, las letras y las imágenes, los estilos, incluso de los países. No por nada, cuando el cronista habla, uno no puede determinar si se trata de un español al que le han robado la potencia a sus eses o de un argentino que ha abandonado el voseo y se ha acostumbrado a tutear.
Un sudaca mexicano de Barcelona
El recuerdo más antiguo de Pedro tiene que ver con helechos, en su añorada Xalapa. En esa tierra húmeda los helechos son muy comunes. Pedro los arrancaba.
–Esos helechos salen por todos lados y nosotros los arrancábamos. Como la hierba. El gesto de arrancar ese helecho es lo que recuerdo. En España no existen.
Aunque nació en Lanús Oeste y sus padres eran argentinos, Pedro se considera mexicano. Llegó a Xalapa, Veracruz, a los cinco años, y se fue a los veinticinco. Llegó a Barcelona porque conoció a una catalana en Xalapa. Como él dice, entre bromas, su visado es el visado del amor.
(Claro que es mexicano, incluso en el fútbol: cuando rueda una pelota y podría ser argentino, aunque sea por conveniencia, Pedro será siempre las dos cosas).
Los primeros trazos de sus pies en Barcelona fueron peculiares. A diferencia de lo que ocurría en México, sus amigos barceloneses no se quedaban en el mismo bar a continuar con las cervezas, sino que iban a otro y después a otro, y a otro. Pedro no entendía por qué la tradición mandaba eso en España. El caso es que esa circulación, ese casi atropellarse, le sirvió un poco para entender la dinámica española:
–Al hablar aquí la gente se atropella, frente al ritmo mexicano, que tiene silencios. Aquí hay una sincronía. El otro está terminando la idea y te encimas. No podía decir lo que pensaba porque no se generaba ese silencio.
Y así, sus temas caducaban, al tiempo que su lengua se acostumbraba al ritmo catalán, sorteaba trabajos (como aquel en un despacho de arquitectos), dibujaba la ciudad. Pedro recuerda que siempre decía que volvería a México, pero todo lo que hacía era para quedarse. Todos sus amigos eran de Barcelona.
Cuando pasaron seis, siete años, se dio cuenta de que no hacía nada para volver. Hoy lleva veinticuatro años en la ciudad.
Dibujar la música
No vive del dibujo, sino de la gestión cultural. Su trabajo en Casa América consiste en hacer la programación de música y, como él enfatiza, lo que toque: sugerir, poner sillas, pintar la pared de negro, casi siempre en horario de oficina.
En ese gesto alimenticio se percibe también una militancia: la de la libertad creativa. Pedro, que estudió arquitectura y que en su época universitaria escapaba a Bellas Artes, dice convencido:
–Igual puedes dibujar sin vivir de ello. Cuando no dibujas por encargo quizá tienes mayor libertad.
El centro de la obra de Pedro Strukelj es la música. Sus crónicas ilustradas tienen que ver, sobre todo, con conciertos. Algunas crónicas empiezan en el mismo viaje. Por ejemplo, una vez, en el metro de camino al espectáculo, encontró un chico con un pajarito en jaula. Se trataba de un pájaro de competencia de canto. Aunque Pedro nunca supo cómo se medía al vencedor en esas contiendas –si se ganaba por cantidad de píos o resistencia–, no dudó en hacer un dibujo. El preludio.
Los movimientos de los personajes son congruentes con los del cronista: si bien Pedro no baila, su lápiz sí; y si los músicos hacen esfuerzo al tocar, Pedro debe soportar dibujar de pie, adaptarse a las circunstancias.
–¿Cómo es tu método de dibujo en los conciertos?
–Primero observo por dónde va la cosa –dice Pedro con ese acento imposible de identificar–. Si veo cosas muy singulares, me voy ahí primero. Puede ser un piano abierto, no sé. Si se trata de un solo músico, a lo largo del concierto lo dibujo varias veces.
Cuando dibuja al mismo personaje, se genera como una multiplicación. Son dinámicas del mismo músico en diferentes movimientos, casi animación. Y los movimientos de los personajes son congruentes con los del cronista: si bien Pedro no baila, su lápiz sí; y si los músicos hacen esfuerzo al tocar, Pedro debe soportar dibujar de pie, adaptarse a las circunstancias.
–No es cómodo dibujar, por ejemplo, cumbieros. Ahí debes estar de pie.
La crónica termina cuando acaba el concierto. Los instrumentos y el lápiz callan al mismo tiempo. Empezó en 2010. ¿Por qué lo hizo? Porque era una manera de participar. Hasta el momento, ilustró unos doscientos cincuenta shows.
Edita poco, como para mantener la esencia del espectáculo, que también puede incluir yerros. Edita poco pero observa mucho. Observa tanto que hubo situaciones en las que él dibujaba al fotógrafo mientras éste lo fotografiaba.
Por lo general, hace libritos con los dibujos de música, ya que cada crónica tiene varias páginas. En el Festival de Tunja, en Colombia, dibujó sesenta páginas por encargo. Después de realizar la crónica en directo escribió algunos textos que le dieron unidad al todo.
Otra vez lo híbrido, la frontera. Cuando le pregunto cómo es el tránsito de la imagen a las palabras, nuestro cronista, que parece tener siempre una frase de oro en la punta de la lengua, responde:
–Yo dibujo letras. Son palabras dibujadas.
El camino de lo abstracto
En los últimos años, Pedro ha subido la apuesta. Se ha abocado a lo abstracto, que para él no son más que una suerte de mapas. Dibujar un esquema que pueda ser algo o no pueda ser nada.
–A algunas yo les llamo mapas –dice–, gestos, piezas. Hay una especie de circos. Son cosas que cuelgan.
Lo abstracto en Pedro está muy ligado a la idea de transcripción y a utilizar las plumillas de forma diferente. En este juego, una vez más, entra la música, que se combina con las plumillas. Un amigo músico le dijo una vez “yo puedo tocar este dibujo” y ahí empezó todo.
El trazo como disparador de la música. La serie “Transcripciones” consiste en hacer que las teclas o las cuerdas bailen sobre la pista de un trazo, que puede ser interpretado como una mancha o un mapa o un abismo.
Se trata de interpretaciones de la obra de Strukelj grabadas por músicos iberoamericanos como Dani Pérez, Javier Galiana, Antonio Mazzei, Sara Claman o Yehosuá Escobedo. Cada trazo de Pedro, a su vez, ha sido realizado escuchando música. Un acorde produce dibujo y el dibujo, en los conciertos, produce un nuevo acorde.
–No se sabe si es un dibujo o una partitura. Hago eso. Se los paso a los músicos y ellos tocan, las graban. Hay una hora de grabación. Ahora hacemos un concierto con improvisación con dibujo y música.
Dice Pedro, siempre calmo, casi antimusical. Pocos en este bar catalán donde conversamos podrían adivinar que de los dedos de este mexicano barcelonés nacido en Argentina sale más jazz que de muchos auriculares.
El espacio de Pedro es el más privilegiado: bien iluminado, con bandejas en las que respiran obras que a su vez respiran música, cajones con cuadernos atiborrados de tantas historias, algún libro del gran Mattotti.
Una de mis transcripciones favoritas es la 14, interpretada por la guitarra acústica de Juanma Trujillo. La imagen presenta líneas gruesas que aluden a posibles signos de interrogación superpuestas a líneas delgadas más largas y a veces curvas. El ritmo de la música es relajante.
¿Pedro Strukelj ha querido mostrarnos la locura de los porqués y Juanma Trujillo ha intentado responderle con una calma guitarrera que solo busca aplacar la obsesión humana por las preguntas?
Un taller propio como una habitación propia
Pero no solo de crónicas vive el hombre. Strukelj también realiza algunos encargos, entre ellos portadas de discos. Como alguien cuyas experiencias siempre tienen destino de tinta, a Pedro muchas veces le resulta raro que algunos músicos no tengan idea de cómo quieren que sea la tapa de su disco.
Incluso, admitirá que para él las imágenes son tan importantes que a veces compra un libro solo por la portada. Mirar, mirar, mirar, Pedro no se cansa de mirar. Hasta el momento ha elaborado unas veinte portadas, todas de músicos independientes, como Juan Pablo Navarro, aunque por ahí también saltan nombres más conocidos, como el del escritor Pedro Mairal, para quien dibujó la novela escrita en sonetos de El gran surubí.
Si bien el método de trabajo de Strukelj es sobre todo físico, de adaptación, con iluminación dudosa –como ocurre cuando realiza la crónica ilustrada de un concierto–, la comodidad es el reverso de su trazo. Hablo de su taller, ubicado, como él dice, “entre escuelas, casas y metros”, para comodidad suya y de sus compañeros. Si Virginia Woolf reivindicó la necesidad de un cuarto propio, nuestro cronista defiende el sosiego como herramienta de trabajo.
El taller está dividido en tres secciones: la de Lali, ilustradora de literatura infantil; la de Gerald, que es programador; y la de nuestro cronista. Pedro puede pasar en el taller de una a tres horas. La tinta deja su vocación portátil y adquiere una cualidad sedentaria, como cansada de tanto nomadismo urbano.
El compañerismo se respira en el aire caliente del taller. El espacio de Pedro es el más privilegiado: bien iluminado, con bandejas en las que respiran obras que a su vez respiran música, cajones con cuadernos atiborrados de tantas historias, algún libro del gran Mattotti.
–Son tres años que llevo aquí. Con el tiempo libre, vuelven las aficiones. Se reactivan cuando tienes tiempo.
Dice Pedro cuando me habla de sus hijas. Tiene dos, de quince y doce años. Que ya no sean unas niñas le da tiempo para pasar varias horas en el taller, algo impensable hace cinco años.
En su libro ¿Qué hay de postre, papá?, el Pedro Strukelj más personal nos habla de su experiencia familiar durante la pandemia. Se trata de dibujos acompañados de textos que retratan el confinamiento y que, en primera instancia, aparecieron en la sección “Diario de la pandemia” de una revista de la UNAM.
En uno de los pasajes, desde esa mano/voz fronteriza que lo caracteriza, el autor se pregunta:
¿Qué pruebas debe pasar un sudaca en el Reino de España para ser universal?
Quizá sus trazos no sean más que un eterno eco de las preguntas que hace el arte que Pedro disfruta. Quizá dibuja para nunca tener respuestas.