Sergio Mercurio
Hace poco que Mercurio dejó de ser el Titiritero de Banfield, pero no dejó los títeres. Ahora se despide de la escritura de historias, algunas de las cuales fueron parte de Rascacielos, pero seguirá escribiendo. Es que hay pasiones que no se pueden dejar.
La memoria tiene dos caras. Una para andar y otra para quedarse quieto. Busco en mi memoria y entonces encuentro la historia con la que voy a cerrar el ciclo de dos años y medio de escritura para quedarme quieto. Cuando te cuento algo, por más detalles que le imprima a mi relato, por más García Márquez que intente parecer, inevitablemente mi historia, la que recuerdo, relato o invento y escribo no será nunca tuya si no actúas. Leer es una actividad presente pero si logra su objetivo, el lector debe viajar hacia adentro, conectar el pasado con imágenes propias y transformar ese silencio que es la totalidad del presente, pasado y futuro. Por eso leer es invencible. Para leer hay que aislarse, hay que adentrarse, irse, estar solo. Una historia se hace potente a razón de vínculos invisibles que se activan. Por eso algunos relatos no funcionan. No tenemos elementos propios para enlazarlos. Leer, como toda actividad solitaria, implica un esfuerzo. La necesidad de interlocutores hace que erremos. Por eso a veces leemos mal. Queremos leer algo que nadie ha escrito y lo inventamos. Lo he hecho. ¿Puede que vivir sea una soledad?
Una historia como la mía
La historia me la contó César una noche, en Yotala. y creo que el protagonista fue el abuelo de Naira. Podría corroborar esto. Pero no voy a hacerlo. Esta historia se trata sobre cerrar un ciclo: el ciclo de la vida. El abuelo se iba. Quien tenga un par de muertes por vejez en su haber podrá acrecentar esta historia y hacerla propia dando más fundamentos, podrá apuntalar a base de anécdotas esta verdad.
Hay muertes por vejez en las que el anciano tiene consciencia total de su partida. Algunos esperan a que sus hijas lleguen, hay quienes necesitan aclarar algo, hay quien dice una frase novedosa, hay quien suspira. La muerte no siempre es un lugar ominoso. No siempre la muerte será cruel.
César dijo que el abuelo estaba en su cama. Lo dijo con estas mismas palabras. Escuché entonces eso mismo: el abuelo estaba en su cama. Sus palabras me llevaron a Capdevila 66. Sus palabras pusieron a mi abuelo en su cama, la que había sido suya, pero que en el último tiempo había sido apenas de la abuela porque los dos ya no compartían el lecho hacía mucho tiempo.
El abuelo sonrió, y supo. Supo. Supo todo lo que alguien debe saber algún día. Todo lo que una pregunta de una niña hace saber.
La abuela había colocado la cama enfrentando la ventana de modo que al abrir la puerta del cuarto la cama estaba a la derecha. De madera marrón oscura tenía dos mesitas de luz iguales. La pared tenía un verdor mezcla de tiempo y falta de luz. Mi abuelo estaba en el cuento de César tendido en la cama muriendo. Imaginé, gracias a mi memoria, la escena desde un lugar que me permitía ver la totalidad del cuarto. La persiana cerrada, la cortina expuesta. El ropero marrón y ondulado guardando ya poco menos que algo y en el centro de la cama mi abuelo, gigante como era, con una musculosa blanca, una que solía usar debajo de todas sus camisas. A veces, cuando lo asaltabas descuidado se montaba una camisa celeste, pero la musculosa era eterna, inamovible.
En el cuarto del abuelo los parientes entraban de a puchos. Las hijas, el hijo menor incorregible, una hermana, su mujer, un vecino. Finalmente el abuelo murmuró a sus hijas que quería que entraran las nietas. ¿Las dos? Sí. Las dos. Las dos nietas abrieron la puerta y el viejo giró la cabeza y forzó una sonrisa. La frente alta de mi abuelo giró la cabeza de la almohada y una de las niñas, una de sus nietas fui yo mientras oía el relato de César. Vengan, dijo el abuelo a unas nietas paradas al borde la cama. Suban. La más pequeña saltó a la cama y se le acostó en el pecho. ¿Qué te pasa abuelo? El abuelo sonrió, y supo. Supo. Supo todo lo que alguien debe saber algún día. Todo lo que una pregunta de una niña hace saber. La niña olvidó la pregunta al ver al abuelo toser y reírse. La otra niña, que era mayor, dio vuelta a la cama del modo que yo, siendo niño, lo hubiera hecho; llegó hasta el borde y al ver al abuelo entendió que también había que montarse a la cama y abrazarse a ese pecho.
Soy el que se despide sonriendo. Quisiera que mis últimas palabras sean como las del abuelo. Intento hacerlo. Este ejercicio no es la muerte, es apenas el cierre de un ciclo.
Cuando el abuelo tuvo a sus dos nietas abrazadas, contó Cesar que dijo una frase. Yo vi claramente ese momento, por eso puedo escribirlo. Fue gracias a mi memoria que no puedo jamás olvidar esa historia que desde el momento que la escuché es mía. El abuelo de Naira: mi abuelo, la niña en el pecho: yo mismo. El abuelo abrió las manos entonces como quien se abisma, suavemente apoyó sus callos sobre la espalda de las niñas y tuvo tiempo para acariciar un pelo.
La niña pequeña estaba abrazada el pecho y escuchaba el latir del corazón a paso lento. Movía los ojos en busca de noticias y no pudo siquiera enfocar a su hermana que percibía algo más claro. Desde la caja del pecho la voz del abuelo pudo ser más honda, sin embargo sonó clara y nítida, casi agua del río. Abuelo, dijo el viejo mirando el techo; ésta era la forma de decir lo que estaba sabiendo: abuelo, ¿me podes arreglar la bici? Se me pinchó la rueda. La chiquita escuchó la frase que le resultó extraña y levantó la vista interrogando a un abuelo que cerraba los ojos feliz de haber vivido y vio el momento exacto en que el último suspiro estaba hecho.
El abuelo se fue sabiéndolo todo. La otra niña, la niña que soy yo, cerró los ojos fuerte para que el torrente de lágrimas no la ahogara. Abrazó fuerte al viejo que ya estaba muerto mientras la pequeña de rodillas se quedó mirando la muerte y sin saber; aprendiendo.
Desde que escuché esa historia me cuesta no creer que es algo que yo no he vivido. ¡Son tantas las sinominias! Mi abuelo me arreglaba la bici, la aceitaba, le arreglaba las pinchaduras, me pedía elegir un color y por más que lo sabía volvía a preguntarme y a pintarla de amarillo.
Para seguir escribiendo
Hoy estoy cerrando un ciclo. Si pienso en todo lo que he escrito, las cien historias compartidas, los días buscándolas, las madrugadas debatiendo, lo escrito a pura voluntad y sin inspiración y sólo por el ejercicio de hacerlo, creo que valió la pena. Ahora que me encuentro en despedida, como siempre tiendo a valorar afirmativamente la vivencia. Soy el que se despide sonriendo. Quisiera que mis últimas palabras sean como las del abuelo. Intento hacerlo. Este ejercicio no es la muerte, es apenas el cierre de un ciclo. Me gustaría ejercitar despedidas de este tipo para aprenderlas y al final y en la definitiva saber cómo hacerlo.
Así como lo hizo el abuelo del cuento que supo que sus últimas palabras serían el pedido inocente de sus nietas. Me gustaría saber si en algún momento acudí, fomenté o provoqué un pedido de ese tipo y si seré capaz de recordarlo. Un pedido básico. Inocente. Y sé que lo he hecho. Tengo algunos rostros que me han hecho saber que me esperaron. Por eso estoy agradecido. Estoy ahora escribiendo para decirte que te agradezco. Te agradezco que me hayas permitido confluir en tus recuerdos. Te agradezco que me hayas leído. Dejaré de escribir para seguir escribiendo. Espero, no dentro de mucho tiempo, abrazarte de palabras y llamar a tu memoria de nuevo.