Oly Huanca Marca
Carlos buscó oro, pero sin ambición. ¿Es posible algo así? Para este alteño que huía del alcohol, sí. Ahora, lejos de las minas, su pesadilla son esos cráteres monstruosos que abre una excavadora y el agua contaminada que se vierte en ríos y lagos.
Al Carlos joven lo perseguía un vicio que acosaba su cuerpo y su alma. Un día de 2012 abandonó El Alto y se fue a las minas de Mapiri y terminó trabajando en las de Suches, al norte de La Paz. No tenía la codicia ni la ambición por el oro, su único apuro era escapar del alcohol. Tal vez otra sería su historia si no se hubiese unido a los mineros, pero lo cierto es que al cabo de un tiempo no quiso saber nada de esa actividad.
A más de siete años lejos del trabajo minero, el alteño de 33 años es inquieto lector, atiende su emprendimiento de mecánica automotriz, analiza críticamente la política del país y también cuestiona la minería irresponsable agravada por la inacción del Estado.
Carlos es flaco y mira de frente. Es el penúltimo de cinco hermanos: tres mujeres y dos varones. De niño soñaba con ser ingeniero o médico. Cursó la primaria en la Unidad Educativa Yunguyo de El Alto. Dice que cuando estaba en el colegio era un crack, pero prefería sentarse atrás porque no quería verse como un corcho (1).
Como en casi todas las familias alteñas, los papás de Carlos son de origen aymara. De niño era apegado a su padre y solía ayudarlo en sus quehaceres. A medida que fue creciendo, se implicó aún más, por ejemplo en la albañilería.
Mimado y sobreprotegido, quizás por ser el primer varón de los hijos, Carlos sintió que le era difícil salir al mundo: “Me faltaba calle”.
Tímido y frágil, demasiado amable y cumplido con las tareas del colegio, el chico sufría el rechazo de sus compañeros. Dice que sobrellevó la situación incómoda hasta los 16 años, hasta el día en que decidió enfrentar a sus acosadores. Se ganó el respeto de todos.
Carlos pasó a ser parte del grupo de jóvenes “peleadores”. Del miedo saltó al coraje, del coraje al gusto por el alcohol y pronto a la dependencia.
Entrar para salir
La bebida le causó problemas serios. Fue expulsado del colegio y gracias al empeño de su padre logró terminar la secundaria en un colegio particular.
Cumplió con el servicio militar, pero su mayor debilidad seguía presente. No lo ayudó el primer trabajo que consiguió en un bar, así que, consciente del sufrimiento que causaba en su hogar, aprovechó que su cuñado estaba hace dos años en Mapiri laborando como soldador para unirse a la explotación de oro. No cualquier obrero es aceptado en una actividad cotizada y cerrada a redes familiares y empresariales. así que tuvo suerte.
La mina Mapiri está en la provincia Larecaja, donde hay un hervidero de cooperativas mineras. Algunas operan de forma legal, otras en la ilegalidad y la clandestinidad. Carlos inició su trabajo como ayudante en lavado de oro y, por su gran responsabilidad, fue ascendiendo: a soldador, volquetero, conductor de excavadora.
Poco a poco fue enterándose de los detalles no sólo del trabajo, sino de la vida, o la muerte, en una mina a cielo abierto. Por ejemplo, que las cooperativas provienen mayormente de Cochabamba y que varios de los socios tienen poder económico y político, al grado de que poseen portón y balsas para transportarse libremente por los ríos. Sus compañeros le contaron que toda la zona está loteada, que las cooperativas se apropian de extensos territorios sin respetar la vida de los pueblos indígenas que habitan en el norte de La Paz, al contrario, se los arrincona bosque adentro y se destruye sus platanales. Ni las lágrimas del agricultor ablandan a los hombres hambrientos de oro.
¿Consulta previa, libre e informada a los dueños de la tierra? Mientras trabajó, dice no haber estado enterado de ese procedimiento legal que tienen los pueblos para defenderse, pero hoy con certeza puede afirmar que lamentablemente es “un saludo a la bandera”. Eso lo atestiguó en persona.
En Mapiri, Carlos se empleó con una empresa extranjera cuyo nombre no recuerda o prefiere no mencionar. El salario mensual era de Bs 2.500, que para un joven de 21 años era perfecto, aunque le pagasen cada tres meses o más. Semejante abuso “me ayudó a ahorrar”, algo que le permitió albergar esperanzas de una vida mejor.
¿El alcoholismo? Ahora lo podía manejar, pero poco a poco se fue adentrando en otro abismo: cómplice de la destrucción de la naturaleza. Al principio no se daba cuenta de cómo su trabajo era parte de una inmensa maquinaria que contamina ríos y destruye bosques.
A los propietarios de las cooperativas no les importa, porque no se manchan las manos, sólo aparecen por la mina para recoger el oro.
Hoy tiene grabadas las imágenes de los inmensos cráteres que deja a su paso una excavadora y lo que significa para la vida. Lo cierto es que la industria minera es un peligro para la naturaleza de todo tipo; por ejemplo, para disolver materia innecesaria se usa químicos como cianuro, mercurio y ácido sulfúrico altamente tóxicos que causan esterilidad del suelo, la contaminación del agua superficial y subterránea, y del aire. Ni qué decir de la cultura de las poblaciones afectadas. Abstraído en su nueva vida, el joven alteño estaba encantado de manejar la gran máquina como cuando jugaba en su niñez, aunque terminara la jornada agotado.
Mientras ganaba su dinero para subsistir convivió con compañeros y tejió amistades de las que guarda hermosos recuerdos por los juegos grupales, las risas y la sensación de ser parte de una familia. Al final todos eran obreros subcontratados y tenían los mismos objetivos: ganarse el pan. En sus horas libres solían aventurarse por el monte en búsqueda de frutas, como el plátano verde para hacer madurar en las chozas construidas por ellos mismos con materias primas del lugar. También recogían frutos silvestres como motacú, majo o chima.
Para el oriundo de los Andes, donde el clima es gélido, era novedoso adentrarse al bosque y sentir el aroma de la naturaleza verde. O conocer el kuki, un insecto parecido a la hormiga que sale volando de la tierra para caer como lluvia. Los lugareños comen kukis crudos o tostados, algo que la mayor parte de los paceños migrantes evitan probar.
Carlos fue de los que se animaron a gustar de lo nuevo, así que devoró insectos de la selva, aunque él mismo fue suculento banquete para los mosquitos. Reciprocidad, se dice.
A pesar del trabajo duro, los mineros se dan modos para celebrar. En octubre se produce la fiesta más grande del lugar y los trabajadores reciben dos días libres para bailar y tomar. En los bares de ese centro minero, abiertos uno frente a otro en “la calle de la perdición o q´encha calle”, Carlos vio a chicas trabajando como meseras y conoció a gente recién llegada y convencida de que Mapiri era un paraíso lleno de oro. A pesar de las tentaciones, Carlos joven no recayó en el vicio del alcohol.
Veneno rumbo al Titicaca
Carlos no quería ser como el corcho del colegio, pero se dio cuenta de que sabía mucho del trabajo minero como para pedir que se le pague mejor. La negativa lo llevó a renunciar y dirigirse a la cooperativa minera de Suches que trabaja entre las provincias Franz Tamayo y Bautista Saavedra de La Paz, en plena cuenca del río Suches que recorre parte de Bolivia y Perú.
Suches es la antípoda de la Amazonia por las características de la majestuosa Cordillera Real, pero el trabajo minero no es distinto. Como en Mapiri, la gente acude al lugar en busca de oro y hay una mixtura de cooperativas entre legales e ilegales, todas las que sin ningún reparo usan el agua que, contaminada, desemboca en el lago más importante de altiplano: el Titicaca, exactamente en la comunidad de Escoma.
Carlos se vio en medio de un paisaje árido, sin vegetación y con campamentos de calamina con escasas condiciones de habitabilidad. El panorama le pareció desolador, pero se dispuso a trabajar y no le fue difícil ganar la confianza de sus nuevos jefes (en realidad, captores de fuerza laboral barata).
El alteño trabajaba 12 horas seguidas, de 8:00 a 18:00, con un descanso corto de una hora para almorzar; por las noches no le faltaba coca y cigarro. Dice que dio lo mejor de su vida en remover tierras hasta encontrar el metal precioso. Para recobrar energía salía de vacaciones 15 días cada tres meses y así conoció pueblos construidos por los cooperativistas donde hay tiendas, restaurantes y un propio sindicato de buses.
Hoy tiene claro que los cooperativistas se apropian de las tierras y con el argumento de trabajar las destruyen. Los bofedales de Suches dan de beber a animales como las alpacas; es fácil imaginar lo que pasa cuando se contaminan. A los propietarios de las cooperativas no les importa, porque no se manchan las manos, sólo aparecen por la mina para recoger el oro. Los obreros como Carlos son los que hacen el trabajo duro a cambio de un salario bajo.
¿Derechos laborales?
Por más de tres años, Carlos estuvo en permanente contacto con el mercurio. En Mapiri y Suches es la misma historia. Quizá por el ímpetu de su juventud o por la falta de información no le dio mucha importancia a las consecuencias de largo plazo. Ahora tendría que someterse a un análisis de laboratorio para saber cuánto del veneno carga su cuerpo, pero al final ¿de qué serviría? ¿a quién le importaría su salud? ¿Habrá algún tratamiento?
La Organización Mundial de la Salud (2) dice que el mercurio existe en varias formas. Uno, elemental (o metálico) e inorgánico (al que la gente se puede ver expuesta en ciertos trabajos); dos, orgánico (como el metilmercurio, que penetra en el cuerpo humano por vía alimentaria). Estas formas de mercurio difieren por su grado de toxicidad y sus efectos sobre el sistema nervioso e inmunitario, el aparato digestivo, la piel, pulmones, riñones y ojos.
Carlos no tenía idea de seguridad laboral. Desconocía sus derechos legales, como el seguro de salud, los aportes efectuados a las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) o el pago de finiquito. Sus compañeros igualmente, los de Mapiri y los de Suches, y lo mismo su cuñado, que tenía más años de trabajo.
“Ningún obrero en su sano juicio quiere vivir de la minería!”.
Pero ¿qué motivó al joven a dejar la minería?. Las muertes que atestiguó en Suches. Como la de un chofer de volqueta que fue aplastado por el vehículo cuando intentaba reparar un problema técnico, o la de una prima que trabajaba como cocinera y fue atropellada por la camioneta en la que, junto a un chofer, había ido a recoger agua del lago Titicaca. Se dijo que era accidente, pero los rumores de que probablemente se la ofrendó al tío de la mina le causaron confusión.
La indefensión, los altos riesgos, el trabajo duro… Las condiciones que no había visto antes se le hicieron insoportables.
Joven, con dinero ahorrado, se propuso retornar a El Alto y retomar sus estudios. Siguió la carrera de Ciencias del Desarrollo de la Universidad Pública de El Alto (UPEA) e inició estudios de mecánica automotriz en el Instituto Simón Bolívar. En 2021 terminó la carrera y para la tesis de licenciatura decidió dar forma al taller mecánico automotor. Lo que hace ahora es reparar. Compra motos en mal estado, las arregla y las vende.
Sobre lo que siente de su pasado minero y la responsabilidad por el daño causado, él explica que “cuando estás metido en el charco es difícil saber cómo funciona”, es decir, es muy difícil siendo minero tener una mirada crítica que cuestione la explotación y la contaminación.
En cualquier caso, sostiene, “ningún obrero en su sano juicio quiere vivir de la minería”.