Ivar Méndez
Un viaje al que fue el Chaco Boreal boliviano, ahora parte de Paraguay. ¿Qué fue de Boquerón?, ¿cómo es darle formas a lo que los abuelos contaban de la guerra y de una defensa épica librada en septiembre de 1932?
Fotografías de Ivar Méndez
El intenso calor me golpea el rostro como una bofetada en cuanto abro la puerta del vehículo. El sol es tan brillante que amenaza con sobrepasar la capacidad de mis pupilas para acomodarse a su resplandor; es un choque sensorial fuerte y penetrante. Inundado de emociones, me adentro en el corazón del Chaco Boreal, zona conocida como el “Infierno Verde”.
Durante la travesía de 470 kilómetros desde Asunción, por la carretera Trans-Chaco, las voces de mis ya difuntos abuelos Gustavo y Alberto resuenan en mi memoria. Excombatientes de la Guerra del Chaco, librada por Bolivia y Paraguay entre 1932 y 1935, ellos contaban emotivas historias de la contienda, los desafíos y penurias que la guerra trajo para ellos y sus familias, y especialmente las hazañas de una batalla épica.
No es fácil llegar a Boquerón desde Asunción. Es un lugar remoto y pocos turistas se interesan por su relevancia histórica. Sin embargo, la Batalla de Boquerón es considerada uno de los episodios más heroicos de la Guerra del Chaco.
En septiembre de 1932, alrededor de 690 defensores bolivianos resistieron durante veintiún días a una feroz fuerza militar de por lo menos 11.000 soldados paraguayos, una hazaña comparada, sin exagerar, con la épica batalla griega de las Termópilas en el 480 a.C., cuando una pequeña fuerza de griegos, superados en número uno a cuarenta por un masivo ejército persa, consiguió detener durante siete días el avance por lo demás abrumador. Boquerón y las Termópilas constituyen ejemplos de valor y heroísmo; en ambos conflictos, un grupo de hombres estuvo dispuesto a sacrificar su vida por la patria a pesar de saber que su posición ya estaba perdida.
Un museo lejano
El Fuerte Boquerón es ahora un museo poco visitado, creado por el gobierno paraguayo para conmemorar la primera batalla de la guerra del Chaco y la toma del fortín por fuerzas paraguayas el 29 de septiembre de 1932. José, el guardián del museo, se sorprende al saber que soy de Bolivia; en cuatro años de servicio, no recuerda ningún turista boliviano. Encantado con mi visita, José se ofrece a guiarme por el museo.
El calor aumenta y nubes de mosquitos zumban ensordecedoramente, buscando sin piedad cualquier superficie de piel expuesta. José lleva pantalones cortos y sus piernas están cubiertas de insectos. “Ya no me pican”, dice encogiéndose de hombros, totalmente acostumbrado a ese entorno hostil.
Veo a Marzana dando ánimos a sus tropas, repartiendo cigarrillos, intentando la imposible tarea de preparar a los soldados para el bautismo de fuego.
José me muestra lo que queda de las trincheras bolivianas a lo largo de un perímetro defensivo que protegía el fortín. La mayoría de los defensores de Boquerón eran miembros del Regimiento 6 de Infantería “Campos”, al mando del teniente coronel Manuel Marzana. Soldados y oficiales competentes se habían aclimatado, como José, a la dureza del Chaco. Las fortificaciones bolivianas estaban estratégicamente diseñadas y bien construidas. Se creó un “campo de fuego” despejando toda la vegetación en un radio de un kilómetro alrededor del fortín. Las trincheras se construyeron “en redondo” con nidos de ametralladoras emplazados sobre plataformas llamadas chapapas, de modo que el enemigo quedaba expuesto al fuego cruzado cuando se acercaba al “campo de fuego”. Se excavaron los abultados troncos de árboles de toborochi que se utilizaban como escondites para los francotiradores, también se colocaron estacas afiladas en “fosos de lobos” alrededor de los límites del fuerte para detener el avance del enemigo.
Caminando por las trincheras, imagino a los soldados agazapados en sus escondites de barro, esperando el inevitable ataque y abrumados por la sed, el calor y los implacables mosquitos. Con las manos aferradas firmemente a sus armas, sus mentes dirigidas a memorias de sus familias, sus hogares y sus vidas antes de la Guerra del Chaco. Veo a Marzana dando ánimos a sus tropas, repartiendo cigarrillos, intentando la imposible tarea de preparar a los soldados para el bautismo de fuego.
Estoy sudando profusamente en el implacable calor; los estudios fisiológicos han determinado que, en el Chaco Boreal, un hombre necesita al menos diez litros de agua al día para evitar la deshidratación. Bebo un largo y reconstituyente trago de agua y apenas aplaco mi sed.
Las órdenes impartidas a Marzana eran insostenibles; el 25 de agosto de 1932 recibió esta condenatoria instrucción del Alto Mando del Ejército boliviano: “No abandone Boquerón bajo ninguna circunstancia. Prefiera morir en su defensa antes de considerar cualquier retirada”. Al darse cuenta de la incompetencia del mando militar boliviano y de su fatal desconexión con la realidad del fortín, Marzana supo que su destino y el de sus hombres estaban sellados. Boquerón era una isla perdida en medio de un mar de tropas paraguayas, y el Alto Mando Militar boliviano no tenía ninguna estrategia para romper el cerco y salvar al fortín. La orden era una cruel sentencia de muerte.
El 7 de septiembre, la tierra tembló; el cielo resplandeció de fuego y se estremeció con los rugidos ensordecedores de la artillería paraguaya. El asalto a Boquerón había comenzado con toda la furia y deshumanización de la guerra. Las repetidas cargas frontales de la infantería paraguaya eran rechazadas con mortal eficacia y los cadáveres de los caídos se acumulaban en el “campo de fuego” frente a las trincheras bolivianas. Los gemidos de los heridos y el hedor de la muerte impregnaban el fortín. El “Infierno Verde” cobró su importe mortal por una guerra demencial: el saldo nefasto de la batalla por la toma del fortín Boquerón fue de 2.800 muertos y 5.500 heridos paraguayos y 150 muertos y 100 heridos bolivianos. Fruto de la insensata intransigencia de los lideres políticos y militares de las dos naciones más pobres del continente. Este conflicto derramó la sangre de jóvenes bolivianos y paraguayos, escribiendo para siempre con tinta de dolor en las tristes páginas de la historia de estas naciones, el sufrimiento sin sentido de sus juventudes.
Cruces y tristeza
José me enseña un cementerio contiguo al fortín. Una gran cruz domina el cementerio. A su alrededor hay numerosas cruces blancas pequeñas. Estas cruces erosionadas por el paso implacable del tiempo parecen refugiarse del sol chaqueño bajo la sombra de los árboles y dan testimonio de los horrores de la primera mitad del siglo XX en el corazón de Sudamérica. La tristeza se apodera de mí cuando leo un cartel escrito en letras rojo sangre, clavado en el tronco inclinado de un árbol: “CEMENTERIO BOLIVIANO”.
Las copiosas cantidades de agua y repelente de mosquitos no me ofrecen tregua. José señala un promontorio de tierra roja apelmazada y, en tono animado, dice: “Es la tuca de Marzana”. Se trata de un refugio subterráneo hecho de barro y troncos que los militares bolivianos utilizaban como puesto de mando. Según José, la tuca conserva su estado original y nunca se restauró.
Al acercarme a la entrada, me sorprende la robustez del refugio, con el techo y las columnas de gruesos troncos de toborochi y las paredes de barro intactas. Esta estructura resistió admirablemente el embate destructivo de la artillería paraguaya y el pasar de los años. Mis ojos tardan unos segundos en adaptarse a la oscuridad del interior de la tuca; en medio de su silencio, oigo a Marzana rodeado de sus oficiales y estafetas analizando sus opciones, tratando de posponer lo inevitable. Dos veces, aviones bolivianos dejaron caer comunicados del mando militar pidiendo a las tropas sitiadas “que aguanten diez días más” y que “el amor a la patria puede compensar la falta de alimentos, medicinas y el sufrimiento”. Marzana sabía que el fortín y sus hombres estaban condenados y estas palabras brutales y vacías calaron hondo en su espíritu.
La tristeza se apodera de mí cuando leo un cartel escrito en letras rojo sangre, clavado en el tronco inclinado de un árbol: “CEMENTERIO BOLIVIANO”.
Al salir de la tuca, veo un viejo camión cisterna del ejército boliviano durmiendo plácidamente el paso del tiempo en un rincón del fortín. Al tocar su desvencijada estructura, que ha adquirido una cálida pátina marrón verdosa, pienso en la sed de los combatientes, en el valor del agua en este calor infernal, y comprendo la posición estratégica del fortín cerca de una laguna de agua dulce. José me lleva a la laguna, ahora casi completamente cubierta de plantas acuáticas. Me acerco a la orilla y remojo mi mano derecha en sus cálidas aguas, sintiéndome privilegiado por haber tenido la oportunidad de conocer Boquerón. Los rostros de mis abuelos vuelven a mí, sonriendo con tristeza; sé que les habría gustado saber de mi visita al Chaco y a Boquerón. La guerra dejó una profunda huella en sus vidas, y en las de las dos naciones, solo espero que sus lecciones no se pierdan en las generaciones presentes y futuras de bolivianos y paraguayos.
Los defensores de Boquerón resistieron el ataque sostenido de una fuerza paraguaya muy superior durante 22 días. El 28 de septiembre, habiéndose agotado las municiones, alimentos y medicinas, Marzana dio la siguiente orden: “En ausencia de cualquier otra orden del Alto Mando que modifique la posición del Regimiento, oficiales y soldados permanecerán en sus puestos de combate hasta el último sacrificio”. Marzana y sus hombres sabían que todo estaba perdido y que habían sido abandonados por sus superiores; aun así, estaban dispuestos a quemar el último cartucho por Bolivia.
La caída y la despedida
El 29 de septiembre, Boquerón cayó. 9.000 soldados paraguayos ocuparon el fuerte y el comandante de la Primera División del Ejército paraguayo no podía creer el reducido número de defensores bolivianos: alrededor de 440 soldados demacrados y 250 entre heridos y muertos. Este líder militar se negó a admitir que una fuerza tan pequeña fuera capaz de detener en seco el avance del cuerpo principal del Ejército paraguayo y ordenó que se recuente tres veces más el número de prisioneros y cadáveres encontrados en el interior del fortín. La realidad le golpeó en la cara y en la mente y finalmente reconoció las proporciones épicas de la defensa de Boquerón.
Me despido de José, que ha sido un guía excelente. Dice que se alegra de haber conocido a un boliviano y yo le agradezco que me haya abierto una ventana al pasado. Le doy una buena propina y le estrecho la mano, imaginando a los combatientes bolivianos y paraguayos dándose la mano el 14 de junio de 1935, cuando las armas callaron por fin en el “Infierno Verde”. El trágico costo de la Guerra del Chaco fue de 57.000 bajas bolivianas y 43.000 paraguayas. Bolivia también perdió 52.000 km2 del Chaco Boreal.
Mientras el vehículo se aleja, echo una última mirada a Boquerón; sé que nunca volveré. Saco de mi bolsillo un pequeño trozo de corteza que encontré en la tuca de Marzana; pienso en su valiente liderazgo, en el sacrificio de los defensores de Boquerón, en mis abuelos, en las cicatrices que la guerra dejó en ellos y en su generación. Siento en mis manos la superficie áspera de la corteza que manifiesta en ese instante el heroísmo y el sufrimiento de Boquerón.