¿La identidad se lleva naturalmente o construirla es una decisión? ¿Cómo se abordan los cambios culturales? ¿Qué nos hace sentir bien cuando estamos lejos? Estas cuestiones plantea el documental de Juan Cristóbal Ríos.

En Bolivia, ejercemos nuestro colonialismo con naturalidad, se sabe, pero resulta que el hecho de emigrar detona una suerte de resistencia cultural, que, a su vez, ocasiona cambios insospechados en la conducta. Por ejemplo, factores como los prejuicios de clase social y cuidar las apariencias desaparecen y la necesidad de ser boliviano y expresarlo, crece.
“En Bolivia todos son hijitos de mamá. Yo era, y mi hermano también. Todavía hay ciertas cosas que no te permiten lanzarte. Por ejemplo, si vendes comida, te preocupas por lo que dice la gente. A ver vaya a trabajar usted de mesero en Bolivia”, se escucha decir a una señora en off.
Esas son algunas de las ideas que La Virginia de los bolivianos parece proponer en sus casi dos horas de metraje, comprimidas luego de un rodaje que le tomó 12 años a su realizador, Juan Cristóbal Ríos.
“La conciencia del boliviano se descubre, se abre más, porque ya no tienes el prejuicio social. En Bolivia tenemos el prejuicio social y la presión de clase, entonces la gente se cuida de expresarse; en cambio aquí no. Se hace más global la necesidad de ser boliviano.” Así sostiene Julia García, presentada como lingüista y portadora de saberes ancestrales, quien será una de las personas que sostiene el documental con sus testimonios.
“Yo soy de aquí y soy de allí. Para mí la tierra, la Pachamama, es una sola”. Julia, boliviana migrante en EEUU.
Al migrar, de la profundidad del ser emerge esa bolivianidad incontenible y, quien nunca fue folklorista funda fraternidades para participar en las entradas; quien nunca escuchaba música nacional comienza a practicar con instrumentos para tocar en las peñas.
¿La identidad se lleva naturalmente o construirla es una decisión? ¿Cómo se abordan los cambios culturales? ¿Qué nos hace sentir bien cuando estamos lejos? El documental conversa con personas que han decidido preservar y cultivar su cultura luchando contra el desarraigo, el que produce la sensación de vacío, que no desaparece y que provoca añoranza por la tierra que se dejó, haciendo desear el regreso, ese que, por una cosa o por otra, siempre se posterga.
Muestra cómo las primeras generaciones que migraron desarrollaron fuertes estructuras de organización que les permitieron generar comunidades muy unidas y en las que hijos y nietos siguen siendo parte, incluso cuando el idioma materno se ha perdido. Los elementos que amalgamaron a estas agrupaciones, según se ve, fueron la construcción de la identidad a través de la cultura y el rescate de lo propio, junto con la religión.
El documental nos va mostrando diversos momentos, grupos y lugares en los que se realizan entradas folklóricas y prestes por motivos religiosos o cívicos, con todos los rituales, igual que en Bolivia. Esa es la narrativa, la gente se traslada llevando consigo la resistencia a desaparecer y la consiguiente necesidad de reflejar lo que es y de dónde viene. Sin identidad no somos nada.
En su patio de Virginia, Julia García realiza k’oas u ofrendas a la madre tierra, agradeciendo a la Pachamama en quechua e invocando a las montañas, lagos y ríos del entorno, así tengan nombres en inglés. “Esa es la filosofía, los espíritus de nuestros ancestros están en esos lugares sagrados”, dice.

El documental tiene valiosos testimonios para romper mitos sobre el sueño americano de personas que relatan sus inicios y sus peores momentos, pero cuya fortaleza les permitió levantarse.
Julia tiene nostalgia porque ha dejado su pueblo, pero no la tierra, aclara. En Virginia “no sé si es lealtad, afecto o agradecimiento, pero sientes que esta tierra es la misma. Será con otro nombre, pero es la misma tierra. Yo soy de aquí y soy de allí. Para mí la tierra, la Pachamama es una sola.”
La Virginia de los bolivianos es una entretenida aproximación al contexto de al menos un sector de la población que llegó a Virginia en los últimos 40 años, así como de sus descendientes. En partes, es también un homenaje a Emma, la abuela del director, que siendo muy mayor tomó la decisión de irse a Arlington para reunirse con su familia, donde finalmente murió a los 100 años de edad. Pero, sobre todo, La Virginia… es un archivo fílmico que documenta parte de la historia de los miles de bolivianos en esa parte del mundo, con todo lo que eso significa.
Aunque la fotografía carece de uniformidad y la edición tropieza bastante, Ríos ha creado algunas escenas que parecen postales, mezcladas con fragmentos de discursos y de noticias. La anécdota del famoso Ezequiel Rojas, que preparaba silpanchos clandestinamente, es algo para atesorar, y si algo me maravilló fueron las frases de Julia en las que compara los idiomas quechua e inglés.
Hay valiosos testimonios para romper mitos sobre el sueño americano de varias personas que relatan sus inicios y sus peores momentos, pero cuya fortaleza y resiliencia les permitió levantarse, alcanzar metas, crear negocios y trabajos de los cuales sienten orgullo. Ahora las cosas son muy distintas.
Son inspiradoras las historias de Emma Violand, Karen Vallejos y Hareth Andrade-Ayala, por ejemplo. Violand ya está jubilada, pero desde hace mucho es activista por los derechos de los migrantes, además de ser una permanente gestora por construir comunidad.
La familia de Karen se fue cuando ella era una niña y actualmente dirige el Proyecto Dream, una organización que apoya a estudiantes cuyo estatus migratorio supone un obstáculo para la educación superior.
Hareth es una joven activista que logró una importante movilización ciudadana cuando su padre estuvo en peligro de ser deportado, hace unos años. Se hizo conocida por un poema que pronunció frente a más de mil personas en la convención de la AFL-CIO, la central obrera más grande de Estados Unidos y Canadá.
Nunca supe por qué Virginia es el lugar con más bolivianos y por qué coincidieron tantos en una zona, pues incluso habitaban en la misma urbanización, un conjunto de edificios (Patrick Henry Aparments) al que todos llaman Tarata Town, pues ahí vivían familias enteras de tarateños, así como de Arbieto, Achamoco y otros pueblos.
Hay bastante que el documental muestra sin mayor explicación, dando por hecho su comprensión y técnicamente requiere superar varios problemas, asumo que por falta de experiencia en el género. Por lo mismo, ejecuta una innecesaria repetición de segmentos, como quien comienza a escribir y se enamora de sus textos, resistiéndose a eliminar lo que sobra. Cuesta autoeditarse, duele, pues se trata de luchar contra el propio ego.
Disfruté, en general, por todo lo que descubrí, aunque me faltaron más datos y algunas entrevistas de contraste a bolivianos que no participan de estas comunidades y que han optado por integrarse de otra manera a su nueva vida, para redondear esa bella frase que Julia recita en tres lenguas: quechua, inglés y castellano: “Soy lo que quiero jugar”.