En una calle llamada Playa gaviota, un auto azul atropelló a su madre. Él no vió pero describe la escena como si la conociera de memoria. Esa es la película de su vida que madura poco a poco mientras el cineasta mexicano entrena el músculo.
Si fuera millonario, tomaría champán todos los días, se lo merece, dice, porque todo lo que tiene se lo ganó a pulso y librando, sí, librando, una vida literalmente de película. En breve, cuando me cuente esa historia, su historia, trágica, soltará unas lágrimas al paso, sin pena (vergüenza), le agarraré las manos como acto reflejo y él continuará su relato como si me contara una película ajena, aunque después dirá “soy muy llorón”. Mientras tanto -mientras consigue el champán diario- se contenta con una vida cómoda, bien pagada, y un menú de sushi, sake y todo el ritual japonés cuando menos tres veces por semana. Ama la cultura japonesa. Es un sibarita, ríe. Ama cocinar, amó cuidar a sus hijos y cambiar pañales, dice que sería un amo de casa perfecto mientras su mujer trabajaría y él haría cine de vez en cuando, vuelve a reír; bebe, fuma mota, goza y viaja un montón, ya lleva como 40 o 50 países, un centenar menos que sus hermanos. Juega ajedrez, como toda su familia, su abuelo fundó el club de ajedrez de México, lo anteceden abuelos y bisabuelos zacatecos y franceses vinculados al arte, filosofía y literatura. Tres de sus seis hermanos hacen cine, uno es poeta, el mayor mide dos metros y un centímetro, es un genio de esos que dan conferencias importantes alrededor del mundo, el otro es capaz de memorizar más de 200 números en una tabla panza abajo. Él estudió dos carreras, sociología con aspiraciones doctorales “y toda la chingada”, y cine, claro, pero dejó la primera por falta de recursos porque nunca quiso que su padre le pagara la universidad. Él se hizo solo, se jacta de nuevo, y ahhh…, no se le olvida contar que entre sus varios oficios (cargó cables, cámaras, micrófonos, fue editor y “boomer” -el que agarra el micrófono grande y peludo en el set de grabación-) también fue “niño esclavo” de su padre que lo hacía trabajar, incluso los fines de semana, en un laboratorio químico propio y le pagaba comprando discos de Los Beatles que los oía él diciendo que eran producto de su trabajo, o sea, “¡era un cabrón!”.

Hemos pedido un solo desayuno para los dos, con huevos y jamón, que pensamos compartir, precavidos, en la ciudad de Bolivia donde se sirve y se come doble. Pero ni así lo lograremos porque él no para, habla generosamente y lo hace como si narrara una película, un largometraje, o, de rato en rato, como si fuese el “pitch” (presentación brevísima y concisa) de su siguiente proyecto; todo a la vez y con mímica, sin perder el hilo de la pregunta.
Carlos Bolado (Veracruz, México, 1964) estuvo en Bolivia tres veces. La primera en 2013 para dirigir la película Olvidados (producida por Carla Ortiz, Paolo Agazzi, Frank Giustra y Germán Monje), la segunda en 2022 cuando grabó algún capítulo de La reina del sur (Telemundo, Netflix). Y este enero de 2025, nuevamente convocado por Carla Ortiz, para dirigir la película Las vidas de Laura (título provisional, “ojalá lo cambien”, dice). Probablemente haya una cuarta vez, pronto, para un nuevo proyecto. Después de escucharlo, una diría que Carlos Bolado es cuando menos reincidente, pues su relación con la actriz boliviana es compleja, de un tire y afloje permanente, y hasta accidentada luego de Olvidados, filme en el que acabaron a los gritos por distintas razones, la más importante, el desacuerdo de fondo con el corte final de la película que, según cuenta, le costó al filme un mejor derrotero. “Ella les perdona la vida a los militares y yo no”, protesta. ¿Qué lo trae entonces una y otra vez a Bolivia?
Tres cosas muy concretas: Filmar, porque el músculo del cine así lo demanda; viajar, porque no sabe estar quieto; y buscar pinturas rupestres, ya las encontró por Vallegrande y volverá por más. Cual fisiculturista que esconde tras la disciplina la devoción por su propio cuerpo reflejado en el espejo, Bolado vino a filmar. Así entiende el cine, entre otras cosas. Como un ejercicio permanente, un músculo que se alimenta día a día. Ese reflejo en el espejo. “Bolado es un apasionado, es un bicho de cine total. El lugar donde más feliz está es en un set de filmación”, dice de él Cristian Mercado, actor boliviano.
Entre un proyecto y otro (cuatro a la vez, ahora mismo) hubo un espacio para rodar en Bolivia Las vidas de Laura (o como vaya a llamarse). No es un proyecto suyo, recalca, sólo vino a dirigirlo cual obrero musculoso de aquella industria que respira, así que todavía habrá que ver el resultado final. “Uno tiene que entender que uno no puede controlar todo. ‘Abrir mano’, como dicen en portugués. Yo llegué con la mano abierta, casi como una colaboración, vine a dirigir y a hacer esta historia mejor. Siempre tiene que ir para arriba. Confío en el montaje”. El montaje. “Bolado encara en rodaje desde el montaje y eso hace que tenga mucha claridad”, cuenta Claudia Gaensel, productora boliviana.

Pero hay una razón más importante que trasciende el resultado de la película en cuestión. “Yo vine porque me gusta Bolivia y porque me gusta trabajar en otro país porque me convierte en mejor persona, me hace más humilde, más tolerante, porque siento que es bueno dar lo que uno sabe. Porque en Bolivia tienes dos opciones: frustrarte y gritar o enseñar todo lo que tengo, porque la gente no tiene la oportunidad de trabajar tanto en cine, hace otras cosas para vivir porque el cine no les da, porque aquí (Bolivia) no hay industria, entonces la gente lo hace con mucho gusto pero le falta mucha experiencia”.
A eso iba yo con mi pregunta respecto de qué había cambiado en términos técnicos y de capital humano entre una y otra película en Bolivia, etcétera, etcétera, porque tuve la ocasión de mirar de cerca el rodaje en cuestión y me sorprendieron algunas cosas. Por ejemplo, un gran despliegue técnico y humano, la calidad del equipo disponible, la cantidad de gente y de profesionales como Luis Bolívar en el sonido, o Ernesto Fernández en la fotografía, viejos lobos de mar, o los más jóvenes como Gleris Vallejo, asistente de dirección, cubana, y una tropa de jóvenes. Recuerdo que un momento de esos había que suspender a la actriz porque era muy bajita y se perdía en el trayecto que debía caminar: Abracadabra, en menos de un segundo apareció un camino de cajas del tamaño indicado, perfectamente dispuestas y asunto arreglado, es decir, había un equipo completo y cada quien cumplía su rol a la perfección. Digo yo. Pero Bolado es mexicano, trabaja en la industria grande y me recuerda que su vecino es Estados Unidos, “para bien o para mal”. Es decir, están en otra, y en Bolivia somos una pulga, así sea una digna pulga.
Lo que sí ha cambiado, destaca, “son los pasaportes”. En Olvidados teníamos nueve pasaportes, “el steadicam venía de Argentina, las cámaras venían de Chile con sus operadores, la directora de arte era peruana, el actor principal era portugués, habían actores argentinos, chilenos, y el director era mexicano. Yo traje al que hacía efectos especiales, antes no había. Pero para La reina del sur ya había más cosas, aquí son muy creativos, yo decía: saquen el Panter, que es un tipo de “dolly” (mecanismo para amplios despliegues de cámara), y aquí tienen una tabla con ruedas neumáticas y una riel y sientes que estás como hace 30 años en México”. Esta vez habían cinco pasaportes: Cuba (una persona, aunque ya asentada en Santa Cruz), México (él y un operador de cámara), dos actrices de Venezuela y Ecuador, y el resto, bolivianos. Nada mal.

Sobre su reciente experiencia hay mucho y nada por seguir desgranando, así que preferimos pasar página para hablar de la vocación política del cine latinoamericano. Ninguno de los dos habíamos visto aun Todavía estoy aquí, película brasileña de Walter Salles sobre la dictadura, muy aclamada y candidata al Oscar 2025 en varias categorías, que seguramente hubiera nutrido y extendido nuestra charla. En todo caso hablamos, o habló él, de los extremos que, la verdad, no le apetecen. Ni las frivolidades ni el cine político “a huevo” (sí o sí) de los años 60, 70. “Fue así con Ukamau y en el Brasil con el novo cinema y Glauber Rocha. Con todo el respeto que le tengo a Glauber, veo su cine y se ha hecho dogmático, mal hecho, demagógico y ha perdido fuerza. A los cineastas en México les pasó lo mismo, hubo un rollo político donde el cine tenía que ser comprometido, a huevo”. Él cree que “hay que intentar un término medio, es decir, no hacer cine político sí o sí, ni un cine frívolo, sin sustancia. A mí no me interesa hacer cine para diez personas. A mi me interesa que si hago esto, que cuesta dinero y además mucho, se vea”.
Así y todo Carlos Bolado tiene su “trilogía política”, los filmes Colosio, el asesinato (2012), Tlatelolco. Verano del 68 (2013) y Olvidados (2014). De los cuales Colosio es, como dice, “mío, mío”, allí se metió entero a guionizar, dirigir, producir, etc., lo hizo con intenciones políticas y como parte de la campaña de 1994 para que el PRI no llegara al gobierno, aunque llegó, así que Bolado estuvo todo el sexenio proscrito por ese gobierno. Tlatelolco estuvo censurada, había allí un diálogo que vinculaba al gobierno con la CIA, asunto comprobado en archivos norteamericanos. Tres películas y sus costuras narradas por él con todos los pormenores y a ritmo maratónico, entre las cuales Olvidados fue casi un accidente.
Resumen: Carlos Bolado explora y aprovecha todas las posibilidades que se le presentan, “quiero hacer obra”, dice. Y en el fondo de esta charla con el desayuno ya frío sobre la mesa, tocamos la médula de aquella estantería que sostiene su cine, su músculo. Entonces corre cámara y es nada menos que la película de su vida, esa que espera algún día filmar: la muerte de su madre, atropellada por un automóvil una tarde de “exactamente un día como hoy, 3 de febrero, hace cincuenta años”. Tres días después de ese hecho fue su cumpleaños. Cumplía diez y recuerda esa escena con una torta llena de velas, todos cantándole y llorando al mismo tiempo. “Esa escena la tengo que filmar”, dice. Y es entonces cuando se le mojan los ojos, pero sigue y suelta: “A mi mamá la atropelló un auto y creo que fue mi papá el que la mató, no fue accidente, creo que la mató”. Me saltan los ojos, luego el corazón y él relata esa historia con todos los detalles -tremendos, violencia familiar, moretones, golpes secos, pum, pum, pum-, y su búsqueda de la verdad a lo largo de su vida para probar con datos y testimonios semejante cosa.
“Estaba yo así (echado en la cama) en la noche, era teenager, y estaba ahí mi otro hermano, y le dije: Oye, ¿tú nunca has pensado, Jorge, que mi padre pudo haber matado a mi mamá? Estaba oscuro –repite-. Y él me dice: Sí, muchas veces, muchas veces lo he pensado. Y le digo, yo también”.
Es un drama, hay tragedia, hay suspenso, hay ternura.
Ese es Carlos Bolado.