ENSAYO
Qué tiene que ver el fútbol con Santa Cruz. Sergio Gareca, orureño y maestro en tierras cambas, lo piensa desde un barrio donde abundan los verdes y los jóvenes, muchos de ellos hijos e hijas de migrantes que se desviven por anotar goles.

Quiero empezar diciendo que odio el fútbol. Pero no porque no haya tenido alguna vez la ilusión de niño al escuchar los nombres que contaba mi padre, como del arquero apodado “La Araña Negra”, y tener en mi mente la descripción de alguien de pantalón corto, cuello de tortuga negro y cachucha café esperando los pelotazos en las redes de su arco; o conocer cuentos de “La Caperucita Roja” del Bayer de Munich, cuando la Televisión Boliviana transmitía partidos de la liga alemana con casi 15 años de atraso. Podría ser también que pudiera contemplar al bibliotecario Rodolfo Espinoza Aliaga contándome que cuando los moceríos salían a la calle Potosí, a jugar fútbol sobre la tierra, se acercaba un joven mayor al que todos los niños admiraban porque podía solo, siendo arquero y jugador, contra equipos enteros: el más tarde conocido Jesús Bermúdez.
Creo que el fútbol tiene un montón de implicaciones negativas en nuestro país, sobre todo por la terrible injusticia que representa la inversión pública en la selección nacional en desmedro de atletas destacados en muchísimas otras áreas, que abandonados han levantado una bandera boliviana con el esfuerzo absoluto de dar su vida y voluntad por un país que no les da nada.
Pero eso no hace que no se pueda recordar los sitios primordiales de la vida a partir de la vuelta al mundo mirando solo una pelota. Recuerdo ese poema de Eduardo Mitre en el Paraguas en Manhattan, cuando le llega un balón, lo sostiene en sus manos y añora toda su infancia en Oruro dándole una patada de rabia porque le hizo recordar que ya no es un niño. También de Mitre es un bello poema La pelota de fútbol, que se refiere a este sentimiento.
Ustedes podrán preguntarse: si este tipo quiere hablar de la bandera de Santa Cruz, ¿por qué empieza en Oruro? ¿por qué habla de fútbol?
Pasa que ya desde hace muchos años que no sigo ninguna noticia en cuanto a ese deporte se refiere. Cuando entro a un taxi y el chofer me busca charla, sale el tema del fútbol y no tengo la menor idea de qué responderle. No sé, como otrora, ni un solo nombre de un jugador actual en el fútbol boliviano. Famosos como Messi y Ronaldo me llegan de rebote porque, tarde o temprano, salen aunque uno no los llame.
Resulta que, por mi acostumbrada y consabida locura, de un día para el otro decidí venir a trabajar a Santa Cruz, donde actualmente soy maestro y tengo como estudiantes a dos docenas, algunos de los cuales llevan como nombre Neymar, Cristiano o Lionel.
Como ya llevo un tiempo por aquí, quiero aprovechar en hacer notar que nosotros, los que somos del occidente del país (no diré collas porque no me cuadra), somos mucho más xenófobos que nuestros buenos amigos cambas. Acá, la mayoría de las veces me ha tocado tratar con gente buena y amable. Habrá alguna excepción como en todo lado. Pero la generalidad se merece una medalla a la hospitalidad.
Pelota en la cancha
Lo primero que impacta a un ser altiplánico como yo es la agresividad del verde. Yo que recogía el río dorado de la luz del sol en el aire con mis manos, o que miraba el abismo cobalto conquistado por el ícaro Juan Mendoza, o el gobierno magenta de los cuadros de Raúl Lara, me vi mareado por tanto y tanto verde invasivo, constante, insistente.
Y perdido ya en la encrucijada de alguna esquina de mi barrio en el kilómetro 15, he visto temblar el aire caliente y por fin he comprendido la somnolencia vibrante de los cuadros de Herminio Pedraza.
Bien. Aquí están los jóvenes y los niños, a quienes nunca veo con una muñeca. Entre los juguetes perdidos de los desechos nunca veo un lego; pero una pelota, una pelota jamás falta. El barrio está emplazado en medio de canchas de fútbol a diestra y siniestra. Canchas verdes, verdes y verdes.
Nosotros, si alguien recuerda, en Oruro teníamos la cancha de la Tetilla, con tierra amarilla de azufre, de cuando en cuando adornada por la sangre de nuestras rodillas rasmilladas.
Pero aquí no, todo es verde. Muchachos descalzos, muchachos con chinelas, muchachos con zapatillas. Con polera, sin polera. Peces de aire nadando sobre el verde, cazando su anzuelo esférico, burbuja blanca, semilla del mundo, su adorada pelota.
Y es aquí donde las cosas cobran sentido para mí. Porque el fútbol entra en el terreno de lo poético, que es el lugar que a mí me da sombra, la muy necesitada sombra que preciso para aliviarme del calor.
Como soy recién llegado, me es un poco difícil cuadrar la imagen de la Santa Cruz de los Carretones con esta imagen de mi barrio migrante y suburbano, tan lejos de ser la Miami boliviana, en el último monte de la cordillera que baja de Samaipata, a diez minutos del Piraí, donde nadie escucha a Gladys, aquí en La Guardia, de donde se ven desde arriba los edificios molares de Santa Cruz, la ciudad.
Veo la bandera cruceña como un pequeño pedazo de la cancha de fútbol: un verde separado por una línea blanca de otro verde.
Cuando alguien hubo inventado la bandera de Santa Cruz, pensó con seguridad en cosas muy distintas a estas que yo pienso, pero es una bella casualidad que así sea, porque sus colores me dicen cosas.
Cuando veo la bandera de Santa Cruz no puedo evitar pensar en estos chicos que no pueden ver la realidad, la tierra, el universo mundo, sin que sea un campo futbolero.
Veo la bandera como un pequeño pedazo de la cancha de fútbol: un verde separado por una línea blanca de otro verde.
Si esa línea blanca fuera la línea de la mitad de la cancha, pues es el principio de todas las cosas; la equidad de un comienzo donde todos tienen una oportunidad igualitaria. Lo que divide a una mitad verde de la otra mitad verde. Medio tiempo de un lado y medio tiempo de otro. Un cambio de horizontes. Un trueque constante de vida por vida.
Si esa franja blanca de la bandera es el medio de la cancha y el equipo tiene un gol en contra, simboliza una nueva oportunidad para empezar.
¿No es acaso eso Santa Cruz para muchos? ¿El comienzo de su vida? Varios de los chicos de por acá son primera generación de cruceños en su familia. Esto es todo lo que han visto del planeta y algunos de ellos no conocen todavía la plaza 24 de Septiembre.
Cumbre de las Américas
No se hagan la idea de un barrio pobre. Aquí nadie quiere dar pena. Es un barrio progresista, solidario y visionario que ha llegado para empezar la vida a veces desde punto cero, a veces con marcador en contra, a veces con una goleadora ventaja.
Tal vez siendo migrantes están en el segundo tiempo de su partido y solo quieren dar la vuelta al horizonte. Cambio de lado. Campo contrario. Remonte y desmonte.
Obviamente, están los cruceños que han empezado este partido desde hace mucho, tanto que quizá no se acuerdan o ya no saben cómo sus abuelos tuvieron que enfrentar verde contra verde, y, como si fuera una cancha sin fin y sin meta, se metieron al monte y, verde contra verde, se cayeron más veces que los árboles, se levantaron mil veces y están aquí todavía machete en mano.
De cuando en cuando se puede ver todavía a cambas con el cigarrillo en los labios, la camisa sudorosa de mucho trabajo, con los años a la vista, metiéndose más allá de las calles, como espíritus antiguos, jugadores exiliados de todo tiempo y todo score.
Pero esa franja blanca entre verde y verde pudiera ser también ese pedazo de la cancha, donde, al cruzar la pelota, la realidad cambia cuantitativa y cualitativamente. Cuantitativamente, porque hay un gol y se los cuenta de uno en uno. Como todos los logros, porque solo los males vienen juntos. Las alegrías llegan en solitario, se las ve de lejos. Porque están más allá de lo que cualquiera ve, aunque vigile el juego con meticuloso empeño. Cualitativamente, porque alguien cambia de ganador a perdedor o viceversa.
Y en la bandera pareciera que el verde de un lado del blanco es el mismo que el verde del otro lado. Y no es así. No es el mismo verde. Las cosas cambian, cambian por completo. Porque evidentemente el verde no es un color, como dijera la poeta Blanca Wiethüchter.

El verde que hay dentro de la cancha es un verde y el que está fuera de la cancha es otro verde. Al salir por cualquier lado, ese cambio puede resultar hasta indiferente porque evidentemente la línea blanca es un límite. Y uno se puede salir de los límites por cualquier lado. Y eso no significa gran cosa.
Es como ver a los diputados durmiéndose en el hemiciclo parlamentario. Han cruzado el límite de la buena conducta, se han pasado de la raya, están fuera de lugar. Se ha cruzado la referencia, pero cruzar ese límite no es otra cosa que un error, una anomalía, y las más de las veces en pura y completa estupidez. Pero, cuando se cruza la línea de la meta para que el balón ingrese al arco, la cosa cambia; se ha cruzado el límite, justamente, por el arco del triunfo.
El gol es salirse del marco, del límite, para provocar a la alegría, para montarse sobre el podio, para desafiar al destino desde la algarabía. Allí nos hemos de transformar de lo que somos en lo que hemos querido ser.
Por otro lado, está la defensa de nuestros propios límites. El resguardo de la última fibra de lo que somos.
Aquí en Santa Cruz, yo veo y anhelo eso para estos adolescentes que hoy forman parte de mi vida. Que puedan llegar más allá de sí mismos atravesando el arco de la victoria, que cuiden ese lugar de su ser donde nadie los pueda ver derrotados, vencidos o humillados.
Para mí eso es Santa Cruz. La metáfora de estos chicos y chicas en su vida de barrio, aquí en la ciudadela Cumbre de las Américas.
Yo pienso que es una bonita cosa que le hayan puesto camiseta verde a la selección. Porque una cosa es un verde y otra cosa es otro verde. El verde de la victoria que está más allá de la franja blanca. Es una pena que ese verde no sea el mismo verde que por aquí se vive.
Cuando mi abuelo, José Eustaquio Gareca, firmó el acta tuitiva antes de la independencia, hace doscientos años, quizá nunca supo dónde podría estar el último límite de un nuevo país.
Y yo de puro loco estoy aquí, abuelo, tratando de dar vuelta a mi propio horizonte. Ya me pasó por encima la franja blanca de la muerte. ¿Cuántos límites quedan por cruzar?
¿Cruzar? Interesante palabra… ¿no viene acaso de Cruz? ¿Santa Cruz?
Con estas líneas quiero abrazar a la promoción 2025 del colegio Nueva América, del barrio Cumbre de las Américas, en La Guardia, Santa Cruz, como un pretexto de homenajear el 14 de febrero, cuando me ha tocado compartir con ellos cosas invisibles que solo pueden existir en la mente de Luis Padilla Sibauti, El Bandido de la Sierra Negra.