Bienaventurados los que vieron Mano propia, la reciente película de Gory Patiño (La entrega, Muralla), porque de ellos será el reino de los iluminados. Los demás, que se queden en este infierno.
Eso mismo es Mano propia, un viaje a las entrañas de una sociedad que arde en el mismísimo averno. Una historia real, una crónica periodística escrita por Roberto Navia (2014) y adaptada al cine por Gory Patiño. Un infierno que, ahora que lo escribo, no es casual que suceda en el corazón del Chapare y sea, ahora mismo, prueba cabal del desquicio).
Y es que no sólo sucede que todo orden, todo intento de norma o regla de juego estén invertidos, sino que todo, absolutamente todo, está roto (el auto, la casa, el sistema, la sociedad). Nada funciona como debería, cunde el descalabro y no hay por dónde sujetarlo.
Publicada hace una década como Tribus de la inquisición, esta crónica de Roberto Navia, ganadora de múltiples premios nacionales e internacionales, narra una historia que si antes estuvo vigente -el linchamiento como justica por “mano propia”-, Gory Patiño la actualiza, la potencia, la exprime con un guión brillante que eleva el linchamiento injusto de la crónica de Navia a metáfora absoluta del descalabro social. Diría yo que aun siendo el de Navia un gran texto, la película lo supera.
No se trata de una sociedad sobre todo raquítica de valores morales, incapaz de discernir entre lo correcto o lo incorrecto, sino que, peor aun, sabiendo qué sí y qué no, no le queda otra que obrar por “mano propia” en todos los sentidos.
En la película, hay un fiscal “bueno”, buen tipo, que en términos de la realidad boliviana actual donde los valores están invertidos, no podría ser héroe sino villano. Pero ajustémonos a la ficción. Hay un fiscal (Alejandro Marañón) cuya corrección incomoda al sistema y que a modo de castigo es enviado al infierno (el Chapare). Ese fiscal encarnará a la sociedad misma en su versión utópica, claro. Un tipo que busca justicia y verdad pero que se topa con la cruda realidad: la corrupción más honda del sistema judicial y policial, y el narcotráfico como telón de fondo. La consecuencia será una sociedad huérfana de la protección del Estado, temerosa, desconfiada, harta y finalmente violenta.
No voy a contarles la película, véanla, búsquenla (en La Paz y Santa Cruz todavía está en cartelera, en Cochabamba ya no, pena por ellos). Pero es a ese punto al que quiero llegar: la violencia como expresión de una sociedad tan vapuleada por el propio sistema, que ha quedado hueca, vaciada. No se trata de una sociedad sobre todo raquítica de valores morales, incapaz de discernir entre lo correcto o lo incorrecto, sino que, peor aun, sabiendo qué sí y qué no, no le queda otra que obrar por “mano propia” en todos los sentidos. Eso es lo que parecen señalar los datos de un estudio que está aun en fase de imprenta y que esperemos tenerlos pronto (La democracia en ojos de la gente, Konrad Adenauer Stiftung) cuyos primeros resultados fueron compartidos la semana pasada por sus investigadoras. Este trabajo ha observado los últimos 25 años de democracia en Bolivia y concluye eso: que somos una sociedad profundamente violentada y violenta, que tal es nuestra decepción del sistema que no esperamos que la justicia sea independiente o confiable, que preferimos la coima o la trampa para que las cosas funcionen, que los líderes populistas, autoritarios y poco democráticos son lo nuestro y casi no se nos mueve un pelo, y que hasta toleraríamos un golpe de Estado con tal de aplicar “mano dura” contra la delincuencia, por ejemplo. Es decir, hemos perdido la capacidad de espanto ante la violencia (las dinamitas cotidianas, las puñaladas del feminicidio, el infierno en el que arden nuestros bosques, la violación, el estupro) y aquí no pasa nada; porque roto el sistema, todo queda impune. Un contexto digamos armonioso (hasta suena a mala palabra), donde prime la justicia, los derechos y el bienestar, ya no nos cabe. Esa es la consecuencia, tristemente, del descalabro institucional de estos últimos años. Y ahora, ¿quién podrá defendernos? Nadie. Entonces, “mano propia”. He ahí el valor del filme de Gory Patiño, esa simpleza que resulta brutal: mostrarnos el espejo de la sociedad actual. Una realidad que nos obliga a actuar de una manera en la que la “mano propia” adquiera otro sentido.
Bravo por Gory Patiño que se consolida como el gran narrador de suspenso que es, pero además, esta vez lo aplaudo por su insuperable adaptación y sobre todo por su impecable guion.