En un mundo en el que se valora la memoria, ¿se puede elogiar el olvido?

De pronto estoy haciendo algo
Cualquier cosa
Y me digo
Voy a contarle a mamá
Voy a verla.
Algo en mí no se acuerda de que mamá ha muerto.
Los defensores de la memoria valoran el hecho de recordar como algo que incluso evita graves errores. Valorar la memoria sigue en alza. A mí me pasa lo contrario, valoro el olvido y no creo que algún sofista pueda salir airoso defendiendo mi tesis. Explico. Estos últimos días interrumpo ciertos diálogos internos para ir a contarle a mi madre; a veces llego a torcer mi recorrido para pasar a verla, hasta que recuerdo que se ha ido.
Hay que ser franco, la memoria sólo actúa a último momento; mis pensamientos y sentimientos se refieren a la victoria del olvido. No es que recuerde a mamá, lo que sucede realmente es que me olvido que ha muerto.
El poder del olvido es algo que ya había experimentado claramente con mi abuelo. Aún hoy, después de 30 años, de pronto me asalta la necesidad de visitarlo y cerca de su casa soy tentado a desviarme para contarle algo. En ese momento el olvido festeja un triunfo de milésimas de segundos. Como consecuencia, paso el resto del día con la sensación de que la memoria no me funciona correctamente. Y no me molesta.
Un cantante acompañado
Me contó Horacio que, en su actuación en el salón blanco de la casa Rosada, Sandro se presentó solo con una guitarra, pero pidió dos sillas a su lado. Desorientados, sospecharon que algunos invitados no habían llegado a la cita y fue entonces cuando el artista aclaró. Sandro había pedido dos sillas a su lado para que en cada una se sentaran sus padres. Para aquellos que no pueden poner contexto a este acontecimiento voy a dar detalles: Roberto Sánchez, fue algo así como el Elvis Presley argentino, un artista emblemático para la música de este país. En sus años mozos, el pibe de Valentín Alsina supo ser un cantante de un éxito excepciona;l durante su trayectoria era bien conocida la anécdota de sus fanáticas yendo a verlo y sacándose la bombacha para tirársela. Quienes tiraban su ropa interior al músico se llamaban a sí mismas las nenas de Sandro. Sé de buena fe que eso era verdad, ya que mi tía Susana fue una de ellas. Recuerdo el momento en que con mi madre la acompañamos a un negocio donde compró una bombacha que prometió tirar esa noche a su ídolo. Sandro vivió la mitad de su vida a pocas cuadras de mi casa, en Banfield, yo nunca lo crucé aunque no hay vecino que no cuente una fábula. Lo que sí es cierto y se puede confirmar buscando archivos es que en su enorme casa vivía casi recluido y se limitaba a salir a la puerta en bata, apenas, el día de su cumpleaños, mientras cientos de mujeres lo festejaban.
Más allá de la avasallante fama en el medio musical, Sandro fue un ser respetado por su generosidad y sencillez. Lo que muy pocos recuerdan es el hecho que me cuenta Horacio: Roberto Sánchez, el gitano, el que había nacido en un barrio humilde, el que había ganado un Grammy latino a la trayectoria, el adinerado, el deseado por miles de mujeres, el que había conseguido todo aquello que un artista desea estaba, de pronto, no en un teatro sino en un salón pequeño de la sede del gobierno argentino, cantando para una decena de personas importantes.
Tomó aquello como un hecho significativo en su vida y entonces eligió poner dos sillas para que sus padres se sentaran a su lado y lo vieran. Vieran lo que su hijo estaba logrando. Claro que en ese momento los padres de Sandro estaban muertos, pero a él ese hecho parecía no importarle. El hecho es que aquellos que asistieron a aquel concierto fueron incapaces de ver al lado de Sandro lo que el veía, que era nada más y nada menos que a sus padres, cada uno en una silla de terciopelo rojo.
No voy a falsear mi parecer, nunca me gustó Sandro, detesté sus películas y si alguna vez lo imité fue en un restaurante de la Boca, tomado por el fervor adolescente que busca llamar la atención a cualquier costo; pero el tiempo sigue enseñándome cosas, mientras me desbanca héroes juveniles.
Los muertos, dónde están
Luego de que Horacio me contó lo de las sillas, se empezaron a diseñar en mi imaginación los espacios que podré reservarle a mi madre. Guardo con quienes suelen leer estos relatos ciertos códigos en común. Rápidamente perdí a mis lectores políticamente correctos y rápidamente perdí a aquellos que consideran que la escritura debe basarse estrictamente en dar mis pareceres sobre las noticias. Eso que llaman política. En mi caso, me esfuerzo no sólo en entender y expresar lo que quiero decir, sino en cómo lo digo; pero hay algo que todavía no elige dejarme del todo solo y por eso no he puesto el título olvidémonos de todo, ya mismo. Eso me hubiera generado consecuencias más drásticas y es que el olvido se empezó a infravalorar hace tiempo. La llegada del revisionismo histórico advirtió de las consecuencias nefastas en el futuro para aquellos que olvidan.
El hecho es que en el momento que Horacio termina de contarme la historia de Sandro, la piel se me eriza al advertir que a Sandro le pasa lo mismo que a mí. A diferencia de aquellos que sospechan que sus muertos están en el cielo y de vez en cuando los saludan, el cantante piensa que lo acompañan, así como yo pienso que los míos aún están en su casa. Allí estoy por aprender algo: me gusta el olvido.
La realidad es que toda la fama que tenía Sandro pudo desintegrarse ante ese gesto absurdo. ¿Cómo alguien puede reservar dos sillas para que la ocupen dos muertos? Al parecer en aquel momento nadie puso en duda la situación mental del ídolo, nadie le señaló el absurdo. Tenía el prestigio para no dar explicaciones por sus actos pero prefirió hacerlo.
Lo que Horacio me cuenta es que Sandro hizo el concierto entero con las dos sillas vacías para el público y ocupadas para él. Durante mucho tiempo me fui juntando demasiado con seres que infravaloran el olvido. No sé hasta qué punto, todos los seres que me rodean son de ese grupo; si es así, lamento sincerarme y expresar que me voy, pero antes de irme quiero advertirles que ya Borges describió las graves consecuencias que puede generar la memoria, al relatar la vida del uruguayo Funes. Si esto no los descoloca o los hace titubear, quiero decirles que, desde hoy, me despido de ese estandarte. Lo dejo. Otro más. Mi trayectoria va en dirección de Sandro, sin necesidad de sacarme los calzones por él, y sin esperar que alguna mujer me revoleé una bombacha. Voy a copiarlo. Sé que así quiero pasar el resto de mi vida, que ya adivino menor de la que he vivido.
Voy a celebrar algunos olvidos y no voy a culparme por perder la memoria, voy a agradecerlo. Alguna parte de las cenizas de mamá están hoy en mi casa y la lluvia está aletargando el acto de dejarla en el patio. Siento algo que comienza a apoderarse de mi espíritu y es la amistad con el olvido, gracias al gesto de Sandro. Llegó el turno de lo inverso. Soy un seguidor tardío del Elvis argentino, no por su música, sino apenas por este gesto, el haber reservado un lugar en el escenario para los que teóricamente ya no estaban.
A mí me pasa igual con mi abuelo y está pasando con mi madre. A veces la pienso y me entristezco, pero más me pasa que la siento cerca y no recuerdo que hubiese muerto y eso me permite que me acompañe aún intensamente, porque lo que me pasa me hace advertir que tanto a mi abuelo como a mi madre todavía los amo y los seguiré amando.
¿Puede uno amar lo que ya no existe? No hay que leer el Discurso del método para refutarme. Sea como sea, yo sí puedo, me pasa eso: mi abuelo y mi madre ya no están pero igual los siento, les hablo, los busco, los sigo percibiendo cerca. Sé que esto seguirá sucediendo y es posible, incluso, que aprenda a amarlos más porque y, esto hay que decirlo, si esto sucede no es gracias a la memoria, es gracias al olvido.