Mabel Franco Ortega
Nació en Argentina, pero es boliviano. Se tituló como ingeniero civil, pero hace teatro a tiempo completo. La Cueva es como su hogar en constante movimiento, ése que llevará al público, tal vez en 2024,⁸ tras el Minotauro que habita socavones de Huanuni como un incomprendido y rapero juku.
¿Qué se siente desperdiciar diez años de tu vida?, le cuestionan a Darío Torres sus colegas ingenieros civiles. Éstos parecen hallar un error de cálculo en la vida de quien ha optado por proyectar obras teatrales en lugar de puentes o carreteras. Porque Darío no sólo estudió –y a lo largo de 15 años, para mayor precisión, entre varios abandonos de carrera–, sino que hizo la tesis y trabajó dos años como supervisor de obras para pagar lo que cuesta tramitar el título en Bolivia.
Eso del título no estaba ya en sus planes una vez que el teatro lo había absorbido; de hecho, se encontraba en la India con Teatro de los Andes y la obra En un sol amarillo: memorias de un temblor cuando le llegó el ultimátum de la universidad chuquisaqueña: decidió retomar la calculadora científica y no dejar pendientes que le hicieran lamentar alguna vez: “Y si hubiera…”.
El título está guardado en su hogar de La Paz –donde radica hace casi ocho años– junto al primer dibujo y el traje de tae kwon do de su niñez en Buenos Aires.
En movimiento
Darío Ariel Torres Urquidi, dramaturgo y actor de 44 años de edad, nació en Argentina de padres bolivianos. Vivió hasta los ocho en un barrio bonaerense de calles de tierra, amigos con casas de puertas abiertas, fútbol callejero, escuela sin cruces, pero también, se daría cuenta luego, ese racismo que apunta contra los migrantes. “Yo era un chico medio engreído y sensible… no sé qué hubiese pasado si me quedaba; tal vez hubiese sido un cumbiero o un violento”, se imagina.
El retorno de los Torres a Bolivia, para establecerse en Sucre, fue un golpe para Darío que, de un día a otro, se quedó sin amigos, sin calle y –desconcertante para quien no sabía ni rezar– como alumno de un colegio católico. Buen estudiante siempre fue, pero cambió de escuela hasta tres veces a causa de la violencia de los religiosos que solían golpear a los alumnos en las manos o jalarles de las patillas. Tampoco se sintió cómodo con sólo varones como compañeros en edades en las que descubrir la sexualidad era también violento, aunque pronto constataría que la condición de colegio mixto no implicaba gran diferencia.
De todo lo vivido en aquellos años, allá y aquí, su memoria va dejando salir detalles en las obras que escribe. “De viejo y en mi escritura comencé a entender cosas, y sentí lo mismo que cuando jugaba con la pelota en las calles en Argentina y pude vislumbrar ciertos estados de libertad, de felicidad”.
A la hora de elegir una carrera universitaria, Darío se propuso ser el mejor ingeniero civil. En medio de ecuaciones diferenciales y de operaciones complicadas para determinar cuánto fierro necesita una viga de cierto tipo, “empecé a leer; lo primero que me pegó fuerte fue Og Mandino (autor de libros de autoayuda)”, se ríe. “Sí, ya sé… mis amigos me aconsejan no decirlo, que la gente se va a burlar de mí, pero yo soy un básico y disfruto de no tomarme en serio”. En todo caso, leer le llevó a escribir: “La escritura fue antes que el teatro”.
La crisis del universitario, como le llama Darío, le tocó a él y unos cuantos de sus compañeros que solían reunirse para beber en bares sucrenses pequeños y oscuros. “Allí comenzamos a leer cartas, cartas de amor que cada quien guardaba en su billetera. Nos propusimos leer libros, escribir y leer textos propios cada miércoles. A los dos meses cambiamos de bar, nos fuimos a uno en el que había más gente y así, ante borrachos que escuchaban sobre amores y desamores, nos quedábamos a hablar de lo escrito… y a tomar”.
En cuatro años del mismo ritual “publicamos dos libros y boletines artesanales”. En ese mismo tiempo, “casi todos los del grupo abandonaron la carrera o la cambiaron por otra; la mayoría son artistas, músicos, historiadores”.
El año 2000, el teatro Gran Mariscal, que es administrado por la Universidad Mayor y Pontificia San Francisco Xavier, invitó a los estudiantes a participar de talleres de teatro que iba a dictar un instructor argentino. Darío se inscribió, como hicieron también sus compañeros Francisco Pacho Barrios y Enrique Kike Gorena.
El instructor, al irse, dejó como tarea el montaje de El enfermo imaginario de Moliere. “Pacho sería el director, Kike el protagonista y, pese a que la obra tiene muchos personajes, yo no obtuve ningún papel. Me quedé de todas maneras porque desde el primer día comenzaron a pelearse y yo me divertía mirando. Nadie sabía nada de teatro, pero discutían como si supieran. Se fueron yendo uno a uno, hasta que quedamos cinco”. Con los sobrevivientes, entre los que estaban también Paola Oña y Alejandro Gonzales, se formó el elenco universitario.
“Con Kike creamos dos obritas, una sobre la dictadura, pues en esa época éramos revolucionarios”. Pese a que la U no les brindaba ningún apoyo, aparte del lugar de ensayo, se les exigía presentar las obras en el teatro Gran Mariscal. El público no iba; “nosotros gastábamos 300 bolivianos de nuestro bolsillo y ganábamos 50”, así que se terminó lo del elenco universitario.
Pero empezó la historia de un grupo que se hizo de un nombre trascendental, algo difícil en la tierra donde destacaba Teatro de los Andes. No fue de inmediato, claro. Darío, Kike, Pacho, Paola y Alejandro, ya independientes, crearon una primera obra que llamaron Antípoda. Los jóvenes consiguieron que una ONG holandesa les financiase 300 afiches y así se estrenaron en una pequeña sala. “Pero no era una buena obra, así que ofrecimos sólo una función”. Kike había invitado a verla a César Brie, director de Teatro de los Andes, “quien nos dijo que tenía cosas, pero que era horrible, y nos invitó a ir a Yotala para fotocopiar libros y estudiar”. Eso hicieron. Cada uno leía un texto y lo explicaba al resto.
Dos años después, en 2002, el grupo que se bautizó como La Cueva presentó una nueva versión de Antípoda. Más bien fue otra obra escrita por Darío y Kike, pero “la llamamos igual para aprovechar los afiches”. César Brie la vio y, sin acordarse de la anterior, “quedó encantado” con la forma en que esos jóvenes se preguntaban por el sentido de la existencia. Llegó entonces el premio Bertolt Brecht, una gira nacional y también la crisis para Darío. “Le dije a Kike que iba a dejar el teatro porque me estaba perjudicando; él me propuso despedirme con una sombrereada. Acepté y vestidos como diablo y ángel salimos a la calle, actuamos y pedimos monedas que nos habrán alcanzado para dos hamburguesas y dos Pilfrut, pero fue genial; quién podría abandonar después de eso”.
Darío lo cuenta y una piensa en Mario y Aniceto, los personajes de Alasestatuas, tragicomedia de 2006 escrita por Gorena, con textos de Torres, y actuada por ambos. Una aplaudida obra sobre los sueños de trascendencia de dos amigos que se ha ido reponiendo desde entonces, como pasó entre aplausos de pie este mismo 2023.
El nombre de La Cueva está acuñado en la escena nacional con obras fundamentales como El libertador en su abrigo de madera (2009) de Gorena, dirigida por Torres. O El otro huevo de Colón (J.A. Umazano), adaptación de Torres y Juan Rodríguez (Títeres Paralamano) que ganó en 2007 el Premio Travesí. Fue la etapa sucrense del grupo, con actores y actrices que se sumaron y otros que se fueron, que terminó por la migración de sus integrantes y que continuó en La Paz con dos cuerpos, con dos cabezas, a ratos juntándose, a ratos creando por separado, a veces buscando aliados en otros grupos, otros artistas.
En explosión
Darío, que no había escrito todavía una obra íntegramente suya, comenzó a hacerlo y no quiso mostrarla a sus compañeros sino cuando estuvo lista. Luis Bredow y un libro que propuso al grupo, La conquista de América: el problema del otro (Tzevetan Todorov), fue el detonante de una explosión: Bárbaros, que se estrenó en 2016 y que se llevó el premio Travesí a la mejor dramaturgia.
“Tengo pensamiento Disney”, nos había dicho Darío al reírse de su despertar literario onda Mandino. Con Bárbaros generando miedo real entre los espectadores, algunos de los cuales creyeron que su vida estaba en peligro, es difícil imaginarse a un Torres naïf.
A la fecha, una decena de obras llevan la firma del dramaturgo y hay varias en proceso. “Me dicen que por qué no las edito, pero no voy a publicarlas sino cuando me las pidan, cuando las necesiten. No quiero tener libros que nadie compra”.
Yo compraría. Por ejemplo, La última horquilla (2022) sobre el olvido que duele, el recordar que cura y que protagonizan dos mujeres moviéndose entre nubes con un barrio deslizado y el hogar perdido allá lejos. O Willaku, la suerte del indio poeta (2021) sobre Juan Wallparimachi y, otra vez, la memoria: el joven que luchó en la Guerra de la Independencia se rebela contra la historia que habla de millones de indígenas, como si fuesen una masa uniforme, y reclama su derecho de ser recordado como persona, como poeta quechua.
O Amalia: un vuelo sobre el océano (2023) que escribió para la Avioneta Cósmica, una versión libre de Vuelo sobre el océano (Bertolt Brecht) que destaca la figura de la primera aviadora boliviana. O T’anta Almita (2021), inspirada en la novela De la ventana al parque (Jesús Urzagasti) y que ahonda en el ritual del Día de Difuntos…
Darío vive haciendo teatro: dando talleres, escribiendo obras, dirigiendo, actuando, brindando asesoría dramatúrgica, “haciendo de todo para pagar cuentas y poder seguir”.
Los talleres que ofrece, a la manera de consultorías que le llevan a encontrarse con personas de todo el país, le dan el material para escribir. “Tengo unas 30 obritas breves que podrían ir desarrollándose y que resultan de imágenes que surgen de propuestas de gente que nunca antes hizo teatro y que tiene tanto que contar”. Ahora mismo está empeñado en avanzar en la obra que surgió del taller con jóvenes mineros de Huanuni, los que le han revelado el mundo de los jukus, “esos changuitos, pobres siempre y a los que se condena por robar minerales, pero que están allí, trabajando en los socavones y generando recursos para Huanuni”.
Al dramaturgo se le ha ocurrido apelar a la figura del Minotauro para hablar del subsuelo y de la condena hipócrita que convierte a los jukus en monstruos a los que se persigue y encarcela. Es inevitable pensar en Los reyes de Cortázar y todo cuanto se revela cuando el mito es revuelto. La versión del boliviano incluirá rap porque raperos son sus inspiradores.
En equilibrio
“Es mejor tenerlo y dejarlo que haber renunciado a cerrar un ciclo”, retoma el teatrista el tema del título de ingeniero civil. Además, es verdad que no ejerce, pero los años de estudio, de ecuaciones, de ejercicios matemáticos le ayudan en su quehacer teatral. “La lógica es algo que no pierdes. La dramaturgia es una estructura: buscas un equilibrio, lo encuentras, se desequilibra cuando metes un coeficiente fijo, una variable funcional, vuelves a encontrar el equilibrio… No es que vea todo como ecuaciones, sino que pienso que al escribir manejo variables y a veces quiero que salga cero o diez negativo, y el resultado me sorprende”. Al final de cuentas el teatro tiene sus misterios incluso para el creador.
El ingeniero dramaturgo o el dramaturgo ingeniero dice que “algún día quisiera hacer dramaturgia ingenieril o ecuaciones dramatúrgicas o algo así”. Si no, de todas maneras queda claro el hecho, “dentro de mi proceso personal de descubrimientos, de que si no estudiaba ingeniería, jamás hubiese hecho teatro”.
Algo que no se ha dicho pero que se aprecia en las obras de Darío Torres es el humor que, aun en argumentos serios, asoma como una variable que lleva su sello. Es parte del citado misterio que “ahora quiero entender, quiero saber cómo nace el humor en mi dramaturgia; en un taller comencé a desestructurar y descubrí que en mi caso es un contraimpulso: no voy directo sino que para alcanzarlo doy un paso atrás y no es precisamente de tristeza. Estoy trabajando en eso, motivado también por mi pareja, Alejandra, que es clown”.