Por Carlos Torrico Delgadillo
¿Actor, hijo mío? ¿Por qué no abogado, médico, ingeniero? Qué diría hoy la mamá de David Mondacca al ver a su hijo ser un chipaya, un muñeco de madera, un conscripto, un poeta. De esto se trata el teatro, como lee un espectador la obra de aniversario 50 estrenada en el Municipal.
El 10 de noviembre, en el Teatro Municipal de La Paz tuvo lugar uno de esos eventos que con justicia puede calificarse de histórico por su significación, por la maestría de la prestación, por la conmovedora entrega del público asistente y por la intensidad de las emociones vividas.
Un momento histórico porque un nombre importante en las artes dramatúrgicas bolivianas celebró 50 años de trayectoria con la puesta en escena, y en retrospectiva, de toda una carrera artística, la suya, forjada con un corazón de hojalata, “con la lata más dura, la más resistente” porque emprender caminos actorales en este país es quijotesco. Y afrontarlo necesita de un corazón inquebrantable, por lo menos en apariencia.
Ese nombre importante de las artes actorales es David Mondacca, que usando la metáfora del corazón hecho de lata, y a través de una composición de monólogos autobiográficos y pedazos de obras significativas de su trayectoria, hizo el resumen y el regalo de 50 años de su arte.
A los entrañables y clásicos personajes que llevan su impronta, esta vez se sumaron algunos más: el niño, el adolescente, el joven y el adulto David Mondacca, además de su madre. Sí, tuvimos el privilegio de ver a Mondacca interpretando a Mondacca en una suerte de desdoblamiento necesario para dar cuenta de toda una carrera en la piel de otros. Es que obra y biografía van unidas en el artista.
En las escenas autobiográficas vimos al niño beniano y a la madre pandina encontrar salidas ocurrentes para los despistes y enredos lingüísticos de esta La Paz y su juguetón español-aimara, tan eficaz cuando se trata de poner apodos picarescos al camarada de clase recién llegadito.
A esas breves y risueñas pinceladas de la infancia, siguieron las de los años de la adolescencia y juventud, aquellos en los que, esperando asistir a una charla de filosofía, termina asistiendo, por error, “al refugio” de Eduardo Perales, director de teatro que enseña a contar historias desde una cámara negra en la esquina de un pequeño salón… Ahí empezó todo, aunque, claro, la fascinación por esas artes iría atrapándolo de a poco, para angustia de la madre:
- ¿Actor, mijo? ¿Actor de teatro? Yo hubiese querido que seas médico, abogado, ingeniero… ¿Pero actor, hijo, actor?
- Sí, madre, actor, ¡actor! ¿Acaso no ves que siendo actor puedo ser todo lo que quiera?
A estas escenas autobiográficas que retrotraen al presente, con picardía y humor, lo que seguramente fuera verdadera angustia familiar por un oficio tan incierto, dieron paso, con fineza en las transiciones, pedazos de adaptaciones de obras de maestros de la literatura nuestra y universal que nutren la historia de su vida actoral. Todo ello compone su Corazón de hojalata, obra con la que conmemora su tenaz dedicación a las tablas.
En ella no falta el personaje enternecedor de Delfín Loza/Ramos, y su universo rural, andino, y la singular filosofía de vida de aquel hombre simple, cándido y de corazón noble al que los caprichos de la biología tardan en darle descendencia. Francisco Cajías estaría conmovido de ver el modo en el que con Mondacca se hace tan palmario el universo de Delfín del mundo, su célebre cuento, donde la explicación y búsqueda de soluciones a los problemas de Delfín se encuentran en las significaciones que se le atribuyen al nombre de la persona y al mensaje de las montañas, en fin, todo un mundo andino y mágico, tan poéticamente visual, a pesar de que el comediante necesita sólo algunos atavíos y, por supuesto, el arte de transmutarse que detenta para plasmarlo en las tablas.
Muchos de estos personajes, a pesar de lo cómicos que a veces parecen, también duelen, porque hacen explícitas las miserias nuestras, esas que individualmente nos habitan porque hacemos parte de esta nación, de sus problemas de sociedad no superados.
Así como a ese enternecedor personaje andino de Cajías, “afrontamos” también en Corazón de hojalata al lacerante Juan Cunduri/Condori, ese personaje que es el desolador resumen de nuestros irresueltos problemas identitarios bolivianos, tópico de nuestra literatura costumbrista: ese individuo que niega a la madre misma en su lucha por el ascenso social en el proceso de su desclasamiento. Se trata del cuento de Raúl Botelho Gosálvez, El desclasado, que Mondacca escenifica para hacérnoslo cruelmente visual, desgarradoramente interpelador de nuestra problemática boliviana-identitaria.
De hecho, muchos de estos personajes, a pesar de lo cómicos que a veces parecen, también duelen, porque hacen explícitas las miserias nuestras, esas que individualmente nos habitan porque hacemos parte de esta nación, de sus problemas de sociedad no superados. Como se dice en las ciencias sociales, aquello que creemos, sentimos y vivimos como lo más íntimo de nuestro mundo interior individual, es en realidad lo más colectivo. Esa constatación sufrimos en esta obra: ¿Cuánto de Juan Cunduri habita, de mil modos, para mil contextos, en nosotros? Resulta incómoda la pregunta, y más tratar de buscar respuestas. De ahí que fiel a la esencia de maestros universales como Moliére, el teatro de Mondacca, que tiene también el don de mantener vigente las joyas de maestros literatos nacionales e internacionales, es interpelador de nuestro mundo, de nuestra realidad, de nuestro “ser nacional”.
Saenz y tantos más
Por supuesto, entre esos personajes que forman la diversidad de nuestro medio, está la figura de Jaime Saenz, o su espíritu encarnado que vuelve con el actor. Ya se dijo que en el reverso de la medalla Mondacca está Saenz, grandioso, entrañable, denso. Pero también podría decirse que en ese reverso se encuentra todo un mosaico del “ser boliviano”, sobre todo andino: del rural al urbano, del popular al burgués, del obrero al ejecutivo, al funcionario, del cabo al coronel, en fin. Un gran mosaico de personajes extraídos de la vida cotidiana o de la literatura, que una vez encarnados por él, difícilmente se los vuelve a imaginar sin su impronta.
Los amantes de estas artes sabemos que la transmutación del actor en Jaime Saenz es sin igual: la gestualidad tan realista a pesar del clima onírico en el que lo muestra; las formas del habla, ese acento que nos transporta a ese mítico mundo saenziano para sumergirnos en su universo paceño donde los bajos fondos coexisten con el mundo del intelectual poscincuenta… La pena es que, en todo este recuento de la trayectoria del actor, sólo veamos pedacitos de su monumental No le digas, obra suya inspirada en la vida y obra del escritor paceño.
Y claro, cómo no, tuvimos también una muestra de la faceta del titiritero Mondacca y su ya célebre maestría para jugar con los registros de voz, acentos, que dan vida y personalidad, esta vez, a los muñecos del maestro titiritero Javier Villafañe. Otra vez, sin caer en cuenta, sin percatarse de nada, uno termina atrapado en la magia de su teatro, involucrado en el debate de las marionetas parlantes sobre la pertinencia del metal o la madera como materia que los componga: “de madera hermano, de madera”. El debate de las marionetas es apasionado. Los argumentos sólidos generan empatía, y así los seguimos en el cuestionamiento a las injusticias de su mundo, y con ello, del mundo mismo y sus conciliábulos en los que “expertos” en las artes, oficios y vidas de los otros deciden por la vida de esos otros. Debate de marionetas y crítica a su mundo que es, en realidad, un espejo del nuestro, éste en el que tecnócratas de toda laya deciden, podríamos también decir, sobre la economía, la salud, la educación sin nunca haber vivido, por ejemplo, las angustias del ciudadano de a pie que deambula en los pasillos de hospitales buscando atención para sus males… Está claro que escoger qué contar y qué escenificar no es inocente. Habla de la mirada del artista al mundo.
Sabemos que el arte es la conciencia del mundo. Y crear obras, o recoger y hacer accesible las obras de grandes autores, es un mérito mayor del artista.
Y esa mirada puede intuirse también en la escenificación de Tintaya, la pieza basada en Preguntas de un obrero, el poema de Bertolt Brecht. En resumen, Brecht, a través de Mondacca, nos dice: los honores, las riquezas, la recompensa por las grandes obras de la humanidad son para emperadores, gobernantes, en fin, decididores de palco. Porque el mundo es injusto cuando distribuye reconocimiento, honores, recompensa y lugar en la historia por las grandes obras humanas. ¿Y qué de las manos callosas que pulen la madera, forjan el hierro, apelmazan el barro para hacer realidad esas grandes obras? Nadie se acuerda del artesano o del obrero que pone su esfuerzo y su vida al servicio de los grandes emprendimientos en la historia de la humanidad.
De hecho, la pandemia nos ha mostrado que los que menos falta hacen para la sobrevivencia en un mundo en crisis son, precisamente, los ejecutivos de cuello blanco. Un mundo en crisis puede pasarse de todos ellos, pero no de las manos callosas que producen los alimentos, que mantienen las infraestructuras hospitalarias en pie; manos que se hunden en el barro para que este mundo siga rodando: Brecht tenía razón, y también Mondacca al hacer visuales sus cuestionamientos.