Cecilia Lanza Lobo
Armar, amar, des–a(r)mar el monumental escenario de una época. Allí estuvo Gastón, cuándo no, Gastón Ugalde en el backstage del concierto más memorable de la historia. Porque Woodstock nunca fue sólo un concierto de música. Fue el mundo político destilado en canciones, sexo y utopía.
Un día de agosto de 2019, nos citamos en un café para que Gastón me contara su paso por Woodstock, ese épico concierto plagado de hippies, cuando Gastón era un hippie en el estricto sentido político del término. Al concluir nuestra larguísima y ciertamente inconclusa conversación, que pudo haber sido eterna, me fui con la sensación de estar saliendo del cine.
Y la película era genial y a menudo inverosímil. Gastón, casi niño, había sido contrabandista de relojes truchos que vendía a las viejas adineradas de su entorno familiar; y se las daba seriamente de vago profesional. Ya en la Academia de Bellas Artes -cosa que él desdeñaba minimizando su paso por alguna universidad en su vida- cierta vez, en plenas clases, se salió protestando por algo, pero antes de echar un portazo agarró una tiza y le pegó una raya horizontal al muro mientras se iba profiriendo disparates. Al profesor aquello le pareció genial y entonces Gastón fue su alumno preferido. Otra vez, sin un mango en el bolsillo y en plena carretera gringa, en una cabina telefónica se encontró un bollo de dólares envueltos con liga. Y es que Gastón era así, la casualidad hecha fortuna en una vida anecdótica, cinematográfica.
Así, luego de escribir la historia motivo de nuestra cita, de pronto encontré un dato extraño, o quizás fue mi sospecha ante esa vida de película. Gastón contó que, siendo amigo nada menos que de Neil Young, después de Woodstock había asistido al after en la casa del cantante. La dirección de la granja que él mencionaba no coincidía con los datos que busqué, intentando encontrar la prueba de aquella fantasía. Pasé horas navegando en la red, leyendo notas y textos que no coincidían con las fotografías de la época, hasta que di con una dirección perdida, casi olvidada, y fue Gastón quien corrigió la propia historia. Muchos años después, quizás motivados por este texto, planeamos escribir su biografía; no fue posible pero queda este retacito de su vida para deleite nuestro.
Un perro de orejas punteagudas mira de frente. Al fondo está la pradera curvilínea donde pastean catorce vacas que desde el establo se miran como puntos negros. A la izquierda, una casuchita de madera junto a una sequoya maltrecha y un cerco campesino. Al centro, Neil Young de lado, con el viento que sopla por detrás hacia donde sus ojos miran lejos la finca bautizada como Broken Arrow, que ha comprado a Louis Avila en Half Moon Bay, Redwood City, Carolina del Norte, en 1970.
Y aquí estoy yo intentando vanamente cotejar fechas porque tras nueve días en Woodstock –eso es 21 de agosto de 1969 – cuenta Gastón Ugalde que se fue a la finca de Neil Young donde estuvieron también Bob Dylan y Patti Smith. Si las fechas coinciden o no, es lo de menos. Lo que importa es, cómo no, la historia.
La deuda de los vagos
“Nunca más me he afeitado, juro”, dice Gastón, que ríe de rato en rato, sacudiendo el pecho como niño travieso. (“Soy niño. Los niños se cagan en todo, pues. Y no pienso madurar. ¿Por qué? Porque de maduro te caes, pues”). Se ríe de sí mismo, se ríe del mundo que a sus pies es un riachuelo donde se sumerge plácidamente como quien entra a un jacuzzy. Peace and love, baby.
Pide un irish en perfecto inglés y como ha llegado tres minutos tarde protesta porque es inglesamente puntual a sus 73 años (es agosto de 2019) cuando le da la gana de ser puntual. Él, que nunca supo de horas sino cuando siendo niño su papá echaba un silbido en la puerta de su casa anunciando la hora de cenar o de ir a dormir, porque junto a sus hermanos, primos y amigos del barrio en Alto Sopocachi, Gastón pasaba la vida misma en la calle. Y la calle era el mundo. Y no hubo para él mejor escuela que la calle –y el bar –. “Era un vago”, repite en serio, porque ser vago era cosa seria.
“Era un vago”, dice Gastón Ugalde, cuando ser vago era cosa seria.
Y vagos eran aquellos chicos de clase media adinerada, que a mediados de los años 60 –integrantes de la familia feliz, de padres herederos de una educación formal de abogados y contadores, de un modelo de mundo capitalista adorador del consumo y del Sueño Americano, que aún en Bolivia, el culo del mundo, se deseaba como ideal de la existencia– decidieron no ser como sus padres. Decidieron no hipotecar esa (relativa o excesiva) comodidad que éstos les daban a cambio de que sus hijos heredasen su legado. –Malagradecidos. –OK. Gracias, pero no. Entonces ¿qué querían esos vagos? No importa. Tenían el derecho a preguntarse lo que querían ser. Y ser.
Porque si los niños tenían a sus padres como soporte y los viejos se paraban sobre sí mismos, los jóvenes ¿de dónde se agarraban? De nada, de algo, de la música. Y la música cantaba el mundo. Y el mundo vivía Praga, sufría Vietnam, rabiaba Stonewall, gritaba con los movimientos estudiantiles de allá y aquí, cuestionaba al hombre en la luna, celebraba a Martin Luther King y al hombre nuevo encarnado en el Che.
Una cita con Catherine Deneuve
Acorralado por vago, Gastón entró a la universidad un par de veces por puro accidente. Alguna vez incluso terminó alguna de las carreras por las que pasó, ya ni se acuerda, y poco le importa. Lo que sí recuerda es que a sus veintitantos, antes de que su papá lo llevara al peluquero y lo embarcara con dos ternos hechos a medida y un maletín James Bond rumbo a la universidad en Canadá, un día cualquiera salió en La Paz con la mismísima Catherine Deneuve. –Fue en puertas del hotel Copacabana donde Gastón pasaba los días como parte de la arboleda del lugar junto a “los vagos más adinerados de la historia”, Los Buscas, esos que se sentían Jean Paul Belmondo o Alain Delon. Allí estaba Catherine Deneuve, “más bella que un poema”, con su enorme sombrero alado y un vestido liviano. Gastón la invitó a salir y salieron. Le creo. “Yo era Elvis Presley”.
Así comenzó el azar de una vida novelesca con aquellas gentes de nombres de revista. Gastón, sobrevivir sabía, desde la calle y desde los puertos de Arica cuando trepaba los cruceros de doce pisos en medio del mar por las escaleras de soga que daban a la cocina para proveerse de joyas y relojes truchos que le vendía el cocinero aquel y que luego él revendía por ahí.
Herbert Marcuse, entre otros, fue su profesor en la universidad de Vancouver. Profesores jóvenes todos que sin duda revolvían el caldo de la historia. Y Gastón, boliviano en tiempos del Che Guevara, era inevitablemente un “bicho exótico”. Por eso y porque sí, un día de esos ese bicho agarró su mochilla y partió a San Francisco, en California.
El amigo Neil Young
Si el mundo era un volcán, San Francisco era el cráter del hervidero político y cultural. Así, de bar en bar, Gastón acabó “chacoteando” con Neil Young –serían los días de Crazy Horse, al mismo tiempo que Crosby, Stills & Nash–. “Hermano, tienes que ir a Woodstock”, le dijo Young entre copas, sin saber, como nadie supo antes, lo que Woodstock sería. Un concierto en una granja, cerca de la casa de Bob Dylan a quien por entonces el mundo ya amaba, mientras que él, incomodado por el acoso, ni se molestó en acudir a ese evento al que pocos le dieron importancia.
Gastón mataba por Dylan y por Patti Smith. (Cuando ella cantó el día del Nobel a Dylan, medio siglo después, Gastón lloró, ¡carajo, cómo lloró!). Así que luego de andar por los bares de San Francisco (“de pronto yo ahí con el [William] Burroughs, el [Jack] Kerouac, el [Alen] Gingberg. Porque primero he sido beatnik –la Generación Beat–. Ah, eso era bello. Pero tenía que andar con el culo en la pared, ellos eran otro wing”), de vuelta a Canadá ese mítico 1969, meses después Gastón se compró el ticket de 18 dólares para el tal concierto en Woodstock. Era la cuarta parte de su presupuesto mensual, así que partió 10 días antes “haciendo dedo”. En el camino encontró a una chica que seguía la misma ruta como miles lo hacían a su vez, y rumbo al paraíso practicaban el amor en cuerpo y alma. De Toronto a las cataratas del Niágara –¡what a honeymoon!– y de ahí a Bethel donde el concierto se trasladó ante la negativa de los vecinos de Woodstock.
“Llegamos tres días antes a White Lake”. Sí. Tres días antes llegó Gastón al lugar y se puso a laburar. Eran decenas de voluntarios levantando las inmensas torres del escenario. A cambio tenían comida gratis, el lago por ahí, el pasto como colchón, música, peace and love, baby.
Woodstock. Tres días de música y paz
Al tercer día comenzó el concierto. Para entonces la cantidad de gente allí instalada era inimaginable. Los veinteañeros organizadores –John Roberts, Joel Rosenman, Artie Kornfeld y Mike Lang– previeron 50 mil personas pero llegaron cerca de medio millón. Allí estaba el Gastón mirando a Janis Joplin bajar del helicóptero que la llevó al lugar porque la carretera era un atasco. Y Janis de colores, sorprendida por la cantidad de gente, bebiendo y fumándose la vida con el boliviano Gastón en el backstage. Allí también estaba el joven Santana, la bandera chicana que con su percusión latina marcó para siempre la presencia fundamental de este lado del mundo en el tuétano del país del norte. Chicanos, negros, migrantes, gays y mujeres tras el reclamo de su lugar en el mundo. Eso fue Santana, ahí y para siempre.
En Woodstock ancló todo lo que sucedía política y culturalmente en el mundo entero. El rechazo radical a la guerra a partir de la conciencia por la invasión y el horror de Vietnam fue lo más evidente. Esos jóvenes, que habían accedido a la educación como nunca antes, ejercían el pensamiento crítico a raudales y el mundo que vivían no era el mundo que querían. Y no bastó con decir sino con mostrar, con canto, con besos y en paz, que un mundo mejor era posible. Por eso Woodstock fue un verdadero manifiesto político. Woodstock fue la banda sonora de aquella utopía.
Y ahí estaba el Gastón alucinado, empapado, acurrucado en algún sleeping al que fue felizmente invitado a pasar la noche en medio de un barrial. (“Un día cayó una lluviaaaa…”) Al segundo día, claustrofóbico, logró moverse entre la masa y llegar hasta el lago donde aquellos hippies evocaban al edén.
Al tercer día, nuevamente al escenario “y ahí estaba el Neil”, cuenta Gastón como si nada. —“¡¿Quién eres?!” — “¡El boliviano!”. “Uta, tres días hemos limpiado”, cuenta, porque acabado el festival, no la jarana, Gastón se quedó nuevamente como voluntario en la limpieza. “Así eran los verdaderos hippies”. Al fin y al cabo, apuro no tenía. “¡Donde más voy a ir, pues!”. Fue entonces cuando Young lo invitó a su finca donde conoció a Bob Dylan y a Patti Smith. “Ahí en… ¿cómo se llama?… Ahí, en North Carolina“. Gastón se esfuerza por recordar el nombre. Y nada. Quince minutos después, en plena charla, grita “¡Chapel Hill!”.
No, no es la finca de la fotografía de este texto. Esa fue comprada un año más tarde, en 1970 y se llama Broken Arow. Mientras tanto, algunos días después consigo un dato que guardo bajo la manga. Llamo a Gastón y pregunto por Broken Arow, quien sabe si confiesa que todo esto fue parte de la novela de su vida. Enfático responde: “¡Noooo, esa es la finca donde vive ahora. Antes vivía en Chapel Hill!”.
¡Bingo! -mi carta bajo la manga no fue necesaria porque Gastón está en lo cierto-. Neil Young vivió en el número 30 de Dolar Road, en Chapel Hill, North Carolina 27516.
El resto es historia.