Cecilia Lanza Lobo
Una edición personal de un testimonio fundamental: Mi pasión de lideresa, de Lydia Gueiler Tejada, Presidenta de la República en 1979. Se trata del camino recorrido y ganado por una mujer en particular, que es, al mismo tiempo, el derrotero de buena parte de la lucha política de las mujeres en Bolivia (*)
Lydia Gueiler Tejada
Nací en 1921, a tres cuadras de la plaza principal (en Cochabamba). Mi madre fue Raquel Tejada Albornoz, una mujer pequeña de ojos azules, tan enérgica como exigente, tan recta como desafiante. Mi padre fue Moisés Gueiler Grunewelt, un suizo alemán que llegó a Bolivia tratando de completar una compleja teoría sobre el origen de la inclinación de la tierra. Murió cuando yo tenía apenas dos años.
Creo haber heredado de él su perseverancia y avidez por encontrar explicaciones a lo que parece indescifrable. De mi madre heredé la compulsión por cambiar las cosas, la disciplina y una fortaleza que siempre me fue útil. Me prohibió llorar desde muy pequeña. Alegaba que sollozando no se conseguía nada, detestaba cualquier berrinche, insistía que en Bolivia el llanto era una especie de deporte nacional que había que empezar a eliminar.
Cuando su hermana Rosa decidió casarse (la primera vez) mi madre no encontró mejor expediente que colocar cortinas negras en señal de algo así como un duelo. Subrayó que su hermana había pasado a ser un recuerdo y que no mencionaría nunca más su nombre en la casa. Se sentó luego a tejer ropas de niño en un rincón, sin hablar, sin llorar, inexpresiva, durante varios días. Este episodio me marcó profundamente. Sólo mucho después pude llegar a entender lo que mi madre había sufrido a raíz de la decisión de mi tía, aunque con los años su dolor y enojo se fueron disipando.
No éramos precisamente pobres, pero estábamos muy lejos de ser ricas. Siempre me causó una suerte de gratitud interior el trabajo, dedicación y amor que mi madre invirtió en mí para mantener alejadas todas la penurias económicas que sin duda tuvo que pasar, a partir especialmente del día en que murió mi padre.
Una de las aparentes contradicciones de mi madre que más apreciaría con el tiempo fue su determinación de mandarme a un colegio no católico a pesar de ser devota. Resistiendo la desaprobación de parientes y amigos que insistían que en el Instituto Americano se formaban “ateos” e incluso subversivos de “dudosa moral”, mi madre me mandó a estudiar ahí.
Cuando tía Rosa decidió vivir con nosotras, las cosas mejoraron. Ambas mujeres se sostuvieron mutuamente, alquilando casonas (cuyos cuartos a su vez alquilaban). Fuimos vecinos de la familia Torrico, que ejercía una fascinación sobre mí por estar emparentada con Adela Zamudio.
Ese fue mi primer contacto con lo que después se volvería la razón de mi vida. La que me hizo abrir los ojos y me despertó hacia el cuestionamiento de lo que hasta ese momento aceptaba como la naturaleza de las cosas fue mi tía Rosa. Aunque no fue del todo explícita, intuía la irracionalidad del lugar que a las mujeres nos había tocado experimentar por el hecho de ser mujeres.
Sin hacer completamente suyos sus conceptos, tía Rosa gustaba de leer los poemas de Adela Zamudio a solas conmigo. Mi vida cambió el día en que tía Rosa decidió partir de la casa luego de casarse (por segunda vez).
Una vez concluidos mis estudios en la sección comercial del Instituto, el Director me ofreció el cargo de Profesora de Educación Física. Semanas más tarde (mi madre) no desechó la oportunidad que nos brindaba la visita a Cochabamba del Presidente de la República, José Luis Tejada Sorzano, pariente de la familia.
Emperifollada, partí junto con mi madre a visitar al “tío presidente” como quien va a saludar a una suerte de monarca. Contrariamente a lo que temía, el Presidente se interesó rápidamente en saber si había concluido mis estudios y al confirmarlo, no dudó un instante en llamar a su edecán e instruir que me diera un cargo en la Alcaldía.
Mujeres en tiempos de guerra
Aún no había cumplido veinte años cuando conocí al que sería mi esposo y padre de mi única hija. Al principio, la guerra (Guerra del Chaco 1932–1935) no había cambiado sino levemente la vida cotidiana en Cochabamba. Poco a poco, sin embargo, empezamos a ver mayores movilizaciones de gente. Empezaron a escasear los alimentos y se comentaba con más vehemencia las historias que traían los heridos que retornaban del infierno verde.
Muchas mujeres, de todos los sectores sociales, empezaron a asumir, ante la ausencia total de hombres, las responsabilidades tradicionalmente asignadas a ellos. Por primera vez se vio mujeres albañiles, carpinteras, mujeres utilizando pico y pala.
De los 2.500 prisioneros de guerra paraguayos, unos 800 fueron concentrados en Cochabamba y sus alrededores. Se los obligó a construir caminos. A cambio recibían un modesto estipendio, alimentación y un trato respetuoso y considerado.
Por ese entonces, seguía trabajando en la Alcaldía de Cochabamba. Estaba en una pequeña repartición que se dedicaba a supervisar los trabajos en los caminos. Me tocó un día hacer firmar la planilla de pago con los oficiales prisioneros. Al alcanzar el lápiz a uno de ellos para que firmara la planilla, me rozó la mano y yo sentí un estremecimiento ante el contacto con esa piel caliente. Había caído en Cañada Strongest junto con otros oficiales.
A principios de 1936, un domingo llegó la noticia a Cochabamba que se había firmado un Acta Protocolizada entre Bolivia y Paraguay estableciendo la mutua devolución de prisioneros. Todos podían irse a casa.
Nos enamoramos perdidamente, como Romeo y Julieta. El anuncio del inminente matrimonio fue un escándalo mayúsculo. Mi madre me había pegado un par de veces cuando era más chica, pero esta vez casi me manda al hospital.
Los rumores de que la iglesia sería apedreada si se consolidaba un matrimonio con el enemigo nos hizo desistir y al final la boda se llevó a cabo en casa. A los dos días , el mejor amigo de Mareiriam (Pérez Ramírez –el esposo paraguayo–), Noel Estigarribia, hermano del Mariscal Félix Estigarribia, Comandante del Ejército paraguayo, con quien había combatido codo a codo en Boquerón y Cañada Stronguest, decidió también casarse con una chica boliviana, una orureña de origen yugoslavo.
(El matrimonio no duró mucho). Éramos demasiado jóvenes, estuvimos demasiado enamorados, nos separaba no sólo una guerra, sobre todo nos distanciaban los objetivos de nuestras energías. A él lo esperaba una pionera carrera empresarial, a mí me esperaba Bolivia, las conspiraciones, la clandestinidad, las huelgas de hambre y la Revolución.
Barzolas
Ingresé en la actividad política prácticamente por instinto. La formación que hasta entonces tenía se limitaba a mis estudios de contadora pública. No obstante, gracias a ese título pude trabajar en el Banco Central de Bolivia a mediados de 1942. Necesitaba un ingreso para mantener a mi hija ya que había rechazado irresponsablemente la pensión que caballerosamente me enviaba Mareiriam.
Cuando fracasó la huelga de trabajadores bancarios de mayo de 1947, que pedía un aumento de sueldo, se me despidió sin más miramientos. Se me achacó una militancia que en ese momento aún era solo un deseo ni siquiera muy consciente. Fue entonces que empecé a considerar seriamente involucrarme en el naciente MNR. Luis Peñaloza, dirigente metódico y detallista, me tomó un ceremonioso como clandestino juramento el 19 de enero de 1948.
Una vez, en una tienda de la calle Comercio, una señora al verme se detuvo en seco, como si hubiese visto un marciano. Me miró con sus ojos saltones, apuntándome con el dedo, y les advirtió a sus dos pequeños hijos: “¿Ven a esa mujer? Mírenla bien, es la Gueiler, tienen que tener cuidado con ella, es una movimientista, una loca”.
Algunas mujeres de clase alta y media alta eran las más agresivas a la hora de descalificar a quienes habíamos roto con los esquemas predominantes. Divorciada, con mi hija en un internado, política, cotizada por los hombres, viviendo sola, yo era el equivalente de quien había optado por una vida disoluta y descarriada. En la percepción de la diminuta sociedad paceña y especialmente para las señoras de nuestra provinciana alcurnia, Lydia Gueiler era una barzola indomesticable de ojos verdes.
María Barzola murió empuñando la bandera boliviana en diciembre de 1942 cuando el ejército disparó a quemarropa contra una marcha de mineros que exigía se abran las pulperías cerradas durante ocho días como represalia por una huelga que pedía un aumento de salarios. Al margen de dónde uno se ubique en relación a la interpretación histórica del hecho, María inspiró respeto, empezando por el enemigo.
Sin embargo, desde la década de los 50 en adelante “barzola” habría de volverse un insulto, una forma displicente de referirse a las mujeres, sobretodo a las que en años posteriores fueron protagonistas de un estilo autoritario y desordenado de exigir sus reivindicaciones.
La primera organización que formalmente se denominó María Barzola fue el comando femenino de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia dirigido por Julia María Bellido. Luego, mujer movimientista se convirtió, apropiadamente o no, en “barzola”.
Mujeres conspirando
En cierto sentido, ser política la ubicaba a una en el lugar más despreciable de la jerarquía social local, justo por encima –en el imaginario colectivo local– de las prostitutas. Ser política y militante del MNR ya era la peor categoría, algo así como ser una loca sin remedio.
Las tareas que generalmente se nos encomendaban eran lo que se entendía por responsabilidades “femeninas”: llevar ropa y alimentos para los que se encontraban escondidos, acarrear mensajes, distribuir las publicaciones del Partido, pegar volantes en las paredes y reclamar por los detenidos.
Recuerdo con afecto y no poca melancolía a Julia Flores, una compañera que se ponía a llorar de verdad ante los policías alegando que el detenido era su marido. Los policías ritualmente le respondían como recitando que ella seguramente tenía diez maridos porque el detenido siempre resultaba ser su esposo. Y ella decía. “¿Y qué tiene pues señor oficial, acaso no tengo derecho a recasarme o usted me va negar el amor? ¡Si en este país hay divorcio desde 1932!”
Sucedía algo curioso pero revelador de ciertas ventajas del irracional machismo predominante, que obviamente no excluía a los propios movimientistas. En voz alta, los compañeros aplaudían nuestras hazañas, pero luego, solos, censuraban que anduviésemos en correteos al igual que ellos y decían cosas como: “Si fuera mi mujer, le doy una paliza”.
Comandante Gueiler
La participación de la mujer en elecciones prerevolucionarias se limitó a vigilar las ánforas, proveer refrigerios y cumplir con una labor de supervisión y apoyo. Recuerdo con precisión fotográfica la impotencia que sentí en esas últimas elecciones del viejo régimen en mayo de 1951. Hasta la prensa oficialista comentó que la huelga de hambre realizada por las mujeres movimientistas (que pedían liberación de presos políticos y retorno del exilio de sus compañeros) había contribuido decisivamente al triunfo electoral del MNR. Y resulta que, habiendo sido las protagonistas de que el gobierno ceda, nos tocó limitarnos a contemplar cómo los hombres ejercían el derecho de votar.
Era una larga fila de señores con sus sombreros para quienes era más que natural que nosotras no participáramos. Recuerdo que a unos compañeros les gritábamos: “pueden votar los idiotas sólo que son hombres”. Nos reíamos traviesamente.
Mamerto Urriolagoitia, Presidente de la República vinculado a la “rosca” minero feudal, había entregado el gobierno a una Junta Militar (el llamado “mamertazo”). La Revolución de abril estaba cerca. Se conformaron entonces los llamados “grupos de honor” del MNR. Agrupaciones subversivas secretas de civiles armados, preparados para el combate, que seguían incluso rituales de afiliación inspirados en los Ku Klux Klan estadounidenses. Gueiler fue la creadora, única mujer miembro y comandante. Pasada la Revolución, estos grupos torcieron su fin inicial –efectivamente turbulento con fines revolucionarios– y adquirieron rasgos paramilitares delincuenciales.
Cuatro días revolucionarios
(Abril de 1952). La labor de las mujeres durante estos días revolucionaros fue realmente encomiable y digna de ser mencionada. Sin asustarnos por las continuas balaceras, compartimos los riesgos, auxiliamos a los heridos, transportamos municiones, agua, y alentamos permanentemente a los combatientes.
En la mañana del viernes 11, me encomendaron junto con Pepita Ascarrunz, la macabra misión de velar porque todos los muertos, sin importar el bando, fueran primero identificados apropiadamente en la morgue y luego sepultados cristianamente. Nunca olvidaré esos cuerpos rígidos, ese olor y la sensación de que después de todo, sí había tanto que no estábamos preparadas para soportar.
Lamentablemente, la mujer revolucionaria, valerosa y abnegada, no alcanzó el sitial que le correspondía en el nuevo estado de cosas. En realidad muy pocas cosas cambiaron, salvo por el voto universal cuatro años más tarde. Yo misma, que fui Comandante de las milicias armadas, los grupos de honor, con experiencia militar, acabé asumiendo una responsabilidad administrativa secundaria.
****
Instalado el gobierno de la Revolución, con Paz Estenssoro en la Presidencia, en 1953, en medio de intrigas propias de aquel momento político, su propio partido acusó a Gueiler de haber atentado contra el Presidente con una bomba en el Palacio. Con tal motivo, ella acabó en un cargo diplomático en Alemania. Volvió al país para organizar el Comité Electoral Femenino para las elecciones de 1956.
Mujeres al Parlamento
Las barzolas eran convocadas sólo como grupos de choque para dar una paliza a algún desafortunado opositor y en algún caso, incluso se produjo la nada generosa situación en la que la víctima fue desnudada por completo y perseguida por una suerte de jauría femenina.
Terminadas las elecciones, la mayor parte de las mujeres volvieron a sus casas. Yo me preparaba para ingresar al Parlamento como diputada suplente por el departamento de La Paz para ocupar uno de los curules donde se habían sentado sólo hombres durante 130 años.
A pesar de concitar la atención de los presentes, empecé a darme cuenta que, en realidad, allí no lograría nada substancial. Entonces tomé la decisión de presentar un proyecto de ley cuyas consecuencias no fueron menores, ni se limitaron al campo político.
El proyecto de resolución que presenté instruía que todos los diputados nacionales hicieran llegar sus declaraciones juradas de bienes con especificaciones concretas de los bienes que poseían antes del 9 de abril, y los que poseían entonces.
Mi propia declaración motivó la burla del periódico El pueblo, diario comunista que dirigía un señor Siñani. El periódico publicó que “la Honorable Gueiler es tan pobre que ha puesto sus cositas que tiene y se ve que no le alcanza ni para su responso”. Lo que ocurrió es que al margen de mi casa, yo había detallado cocina, refrigerador, muebles y así sucesivas marcas y fechas de adquisición. Fue demasiado ingenuo.
****
En 1963 fui elegida diputada nuevamente pero esta vez titular. Me dediqué íntegramente a trabajar en los problemas de la mujer. Mucho se ha especulado sobre cuál es la visión de la mujer y del feminismo que tenía. Quiero decir que nunca fui propiamente una feminista, menos simpaticé ni simpatizo con aquellos grupos extremistas radicales que conciben las relaciones entre géneros como una especie de guerra, donde deben haber vencedoras y vencidos. Cada desafío tiene sus representantes y muy lejos de mí la idea de restarle legitimidad a nadie, todos tienen igual derecho de hacerse escuchar y plantear sus reivindicaciones.
En 1964, las intenciones de Paz Estenssoro de presentarse nuevamente a elecciones incumpliendo el pacto de alternancia con sus propios compañeros de partido derivó en la fragmentación final del MNR. Lydia Gueiler y otros, por ejemplo, fundaron el PRIN. Paz Estenssoro optó por el general Barrientos que protagonizó un golpe de Estado contra el propio Paz Estenssoro. El poder volvió a los militares. Fueron años de exilio para la clase política con dos brevísimos respiros en 1970, cuando subió Torrez y la Asamblea Popular, y 1978–1980 luego de la dictadura de Banzer. Gueiler también vivió en el exilio y en cada oportunidad democrática volvió.
En 1979 fui elegida Presidenta de la Cámara de Diputados. Se trataba de elegir entre los candidatos más votados para Presidente y Vicepresidente. Una tras otra, las votaciones reflejaban la misma obstinación y falta de visión, la ausencia de generosidad. (Finalmente) se propuso una solución de consenso que no era del agrado de nadie pero resultaba aceptable para casi todos: Wálter Guevara (Presidente del Congreso) sería nombrado interinamente por un año, con la misión de convocar a elecciones al cabo de ese tiempo.
A poco de iniciado su gobierno, en septiembre de 1979, Walter Guevara decidió aceptar una invitación de cuatro días a Panamá. Se abrió entonces un breve pero intenso debate sobre quién debería ocupar su lugar en su ausencia. El mismo fue un ensayo general del que tendría lugar tres meses más tarde. No debe haber constitución ni tratado jurídico que el vicepresidente del congreso, el presbítero Leónidas Sánchez, no haya puesto en consideración para demostrar que, en ausencia del Presidente, le tocaba a él desempeñar ese trabajo.
No obstante se impuso el sentido común, debidamente ratificado por la Constitución. Guevara me entregó el mando en un sencillo acto en el hall de Palacio de Gobierno el 29 de septiembre de 1979, al que asistió una inusual cantidad de gente. No hubo ni honores militares ni nada, no era difícil suponer que a los militares les incomodaba sobremanera rendirle honores a una mujer y peor a una barzola.
Cuando subí al aeropuerto (a recibir al Presidente) luego de mi media semana como Presidenta interina de la República; precedida de dos motocicletas que abrían el paso a través de las empinadas calles de La Paz, seguida por un vehículo que brindaba un supuesto aparato de seguridad, me tocó vivir una experiencia notable.
Hasta ahí yo era “Su Excelencia, la Presidenta”. Tanto los individuos que se amontonaron en el vehículo de seguridad, como los que me recibieron en el aeropuerto, se deshicieron en saludos, alabanzas y muestras de obsecuencia. Luego de los honores militares, que sorpresivamente le fueron brindados al Presidente Guevara, todo el mundo se apresuró en subirse a cualquier vehículo de la comitiva.
En cuestión de minutos me di cuenta que, absolutamente sola, un taxi era mi única opción para bajarme de El Alto. En el lapso de unos 20 minutos había pasado de ser el objeto de exageradas muestras de consideración, obsecuencia y amabilidad a ser una ciudadana necesitada de un taxi.
Cuatro días estuve trabajando en el despacho presidencial, durante los cuales instituí, entre otras cosas, el Día de la Mujer. Éste había sido fijado tiempo atrás como el 11 de octubre, fecha del nacimiento de Adela Zamudio, pero no estaba reglamentado como día de descanso.
****
Guevara, por demás sincero, insinuó que un año sería insuficiente para enderezar al país. Interpretado como intento de prorroguismo, aquel fue pretexto suficiente para que el coronel Natusch protagonizara un nuevo, absurdo y fracasado golpe de Estado que dos semanas después tuvo nuevamente al Congreso discutiendo quién sería Presidente. Luego de una pugna previsible, venció el sentido común y Lydia Gueiler, Presidenta de la Cámara de Diputados, fue finalmente elegida Presidenta interina de la República.
Una banda para la señora Presidente
Una comisión fue designada para acompañarme a pasar al hemiciclo. Mientras la esperaba, un celoso funcionario del Palacio de Gobierno me llamó y con una vez que me sonó solemnemente desubicada, me dijo:
— Señora Presidente, ¿quiere que le mandemos la banda?
— ¿La banda?, ¿y para qué quiero yo una banda?, respondí sin demasiada reflexión, pensando que este hombre hablaba de una agrupación musical.
— Pero es que la van a posesionar y tiene que colocarse una banda.
La banda llegó mientras yo ingresaba al hemiciclo en medio de un aplauso cerrado. A través de una cortina de lágrimas pude ver que no pocos diputados también lloraban. Se hizo silencio. Se entonó el Himno Nacional.
****
Ninguna otra mujer en la historia de Bolivia ocupó el cargo de Presidenta del Estado. Durante su corto gobierno interino, a pesar de la presión social y política de uno de los momentos más críticos de nuestra historia contemporánea, Lydia Gueiler cumplió con valentía y a cabalidad la misión encomendada, de llevar a cabo, una vez más, elecciones nacionales (julio 1980) como solución a la situación de grave crisis y en el intento por recuperar la democracia. Gueiler asumió su rol con inmensa valentía y soportó maltrato y burlas por su condición de mujer, no sólo por parte del poder militar sino de buena parte de la clase política. Víctima del golpe militar de Luis García Meza el 17 de julio de 1980, salió al exilio. Retornó al país en democracia. Murió en La Paz, el 9 de mayo de 2011.
Mi pasión de lidereza, CIDEM, PROLIB/BID, La Paz, 2000.